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Barro
Los fines de semana mamá y yo recorríamos el pueblo en las tardes. Los aguaceros de abril siempre nos sorprendían. En medio de la lluvia nos descalzábamos e intentábamos caminar; las calles polvorientas cambiaban de tono y se transformaban en pequeños charcos y en barro espeso. Nos agarrábamos de las cercas de los patios y mamá me indicaba:
—Uña de gato, niña.
En ese momento apretaba los dedos de los pies para imitar a las garras de los felinos y no patinar.
El día que me vine a la ciudad a estudiar en la universidad, ella me dijo al oído:
—El barro se puso duro.
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Bailar, la voz de lo oculto
¿Será que al bailar develamos lo que está furtivo? Para Isadora Duncan si se decía lo que se sentía, no valía la pena bailarlo.
Entonces bailar es la voz de lo que nos cuesta transmitir de otras formas o de lo que ha permanecido dormido adentro.
Lo oculto, cuando siente el movimiento del cuerpo, lo que más desea es que el viento no se convierta en una jaula y que la música sea cómplice de cada meneo aunque no haya espectadores, aunque detengamos el tiempo o escapemos de él, aunque sudemos viejas nostalgias, aunque reír sea la evidencia de un querer desbordante, aunque cerremos los ojos para viajar por dentro, aunque estemos siendo felices y no haga falta saberlo.
***
Viernes casi seco
Un viernes el abuelo se dirigió a la mesita sobre la que estaban algunas botellas de whisky. Agarró una. Al notar que lo que quedaba no lograba dejar el vaso a la mitad, dijo:
—Nada más hay una lágrima en la botella.
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Él
Aquel día sentí a mi padre lleno de eternidad; solo bastó con preguntarle qué hora era.
—La tarde está fresca —me contestó.
Vaya manera de esquivar los números del reloj.
***
Recomendaciones para no conciliar el sueño en un avión
Como abajo se queda la abuela levantando sus manos y encomendándome a Dios para que el avión se aleje de una mala hora, el vértigo no me gana. Me olvido del teléfono y de las plataformas de entretenimiento que ofrece la aerolínea. Procuro no molestar al pasajero de al lado. Leo durante un tiempo el libro que decidí llevar. Renuncio a la realidad de la historia leída en el momento en que guardo el libro en el morral. Cierro los ojos y recuerdo las canciones que he acumulado para escuchar con la persona que llegue a amar, pero como reconozco que no estoy enamorada y que en el amor me ha ido mal, abro los ojos y me preparo para recibir las lanzas de la nostalgia. Luego me acuerdo de que la puerta de mi habitación raspa el desnivel del piso y me propongo que cuando regrese voy a mandarla a arreglar. Dudo de si dejé la casa bien asegurada. Miro por la ventanilla y me doy cuenta de que lo hago no para vencer a mi soledad, sino para respaldarla. Me autopregunto: ¿cumbia o flamenco?, pero no logro decidir qué aprenderé a bailar primero. Me quedo estancada por más de cinco minutos en otra disyuntiva: ¿de anciana hablaré de los que sienta o de lo que recuerde? Al pasar un rato me convenzo de que no llegaré ni a los setenta y me entra un pánico al pensar que quizá los médicos que me atiendan se equivoquen en su dictamen y terminen por enterrarme viva. Me sacudo, dejo a un lado el tema de la vejez y me voy a la infancia: recuerdo cuando mi madre preparaba dulce de leche, que no dejaba probarlo hasta que estuviese tibio y que a escondidas lo comía y dejaba un reguero de pistas; me pregunto si mi mamá ya habrá descubierto que era yo la culpable de que el dulce no rindiera para todos. Pienso que en ese nuevo destino nadie me regalará nada, que las pisadas y las masticadas cuestan. Me asusta que se le cansen los brazos a la abuela. Me coge el aterrizaje llorando. Al enjugarme las lágrimas veo caras extrañas que, con la mirada, me dan a entender que no vale la pena quedarse despierto durante el vuelo.
***
Soledad angosta
Cuando llovía ella sacó la mano por la ventana y recogió un poco de agua. Acercó la mano a su pecho, miró cuidadosamente el líquido y musitó:
—El mar no cabe aquí.