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                                                                                                                                Una ola arrasó con estas palabras (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                Linda Esperanza Aragón

                                                                                                                                Barro

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                —Uña de gato, niña.

                                                                                                                                En ese momento apretaba los dedos de los pies para imitar a las garras de los felinos y no patinar.

                                                                                                                                El día que me vine a la ciudad a estudiar en la universidad, ella me dijo al oído:

                                                                                                                                —El barro se puso duro.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Si está interesado en leer más de Cultura, ingrese acá: El libro más odiado por los dictadores

                                                                                                                                Bailar, la voz de lo oculto

                                                                                                                                ¿Será que al bailar develamos lo que está furtivo? Para Isadora Duncan si se decía lo que se sentía, no valía la pena bailarlo.

                                                                                                                                Entonces bailar es la voz de lo que nos cuesta transmitir de otras formas o de lo que ha permanecido dormido adentro.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                ***

                                                                                                                                Viernes casi seco

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Un viernes el abuelo se dirigió a la mesita sobre la que estaban algunas botellas de whisky. Agarró una. Al notar que lo que quedaba no lograba dejar el vaso a la mitad, dijo:

                                                                                                                                —Nada más hay una lágrima en la botella.

                                                                                                                                ***

                                                                                                                                Si le interesa leer más de Cultura, ingrese acá: Las redes sociales o el jaque mate de la humanidad

                                                                                                                                Él

                                                                                                                                Aquel día sentí a mi padre lleno de eternidad; solo bastó con preguntarle qué hora era.

                                                                                                                                —La tarde está fresca —me contestó.

                                                                                                                                Vaya manera de esquivar los números del reloj.

                                                                                                                                ***

                                                                                                                                Recomendaciones para no conciliar el sueño en un avión

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como abajo se queda la abuela levantando sus manos y encomendándome a Dios para que el avión se aleje de una mala hora, el vértigo no me gana. Me olvido del teléfono y de las plataformas de entretenimiento que ofrece la aerolínea. Procuro no molestar al pasajero de al lado. Leo durante un tiempo el libro que decidí llevar. Renuncio a la realidad de la historia leída en el momento en que guardo el libro en el morral. Cierro los ojos y recuerdo las canciones que he acumulado para escuchar con la persona que llegue a amar, pero como reconozco que no estoy enamorada y que en el amor me ha ido mal, abro los ojos y me preparo para recibir las lanzas de la nostalgia. Luego me acuerdo de que la puerta de mi habitación raspa el desnivel del piso y me propongo que cuando regrese voy a mandarla a arreglar. Dudo de si dejé la casa bien asegurada. Miro por la ventanilla y me doy cuenta de que lo hago no para vencer a mi soledad, sino para respaldarla. Me autopregunto: ¿cumbia o flamenco?, pero no logro decidir qué aprenderé a bailar primero. Me quedo estancada por más de cinco minutos en otra disyuntiva: ¿de anciana hablaré de los que sienta o de lo que recuerde? Al pasar un rato me convenzo de que no llegaré ni a los setenta y me entra un pánico al pensar que quizá los médicos que me atiendan se equivoquen en su dictamen y terminen por enterrarme viva. Me sacudo, dejo a un lado el tema de la vejez y me voy a la infancia: recuerdo cuando mi madre preparaba dulce de leche, que no dejaba probarlo hasta que estuviese tibio y que a escondidas lo comía y dejaba un reguero de pistas; me pregunto si mi mamá ya habrá descubierto que era yo la culpable de que el dulce no rindiera para todos. Pienso que en ese nuevo destino nadie me regalará nada, que las pisadas y las masticadas cuestan. Me asusta que se le cansen los brazos a la abuela. Me coge el aterrizaje llorando. Al enjugarme las lágrimas veo caras extrañas que, con la mirada, me dan a entender que no vale la pena quedarse despierto durante el vuelo.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Soledad angosta

                                                                                                                                Cuando llovía ella sacó la mano por la ventana y recogió un poco de agua. Acercó la mano a su pecho, miró cuidadosamente el líquido y musitó:

                                                                                                                                —El mar no cabe aquí.

                                                                                                                                Barro

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                —Uña de gato, niña.

                                                                                                                                En ese momento apretaba los dedos de los pies para imitar a las garras de los felinos y no patinar.

                                                                                                                                El día que me vine a la ciudad a estudiar en la universidad, ella me dijo al oído:

                                                                                                                                —El barro se puso duro.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Si está interesado en leer más de Cultura, ingrese acá: El libro más odiado por los dictadores

                                                                                                                                Bailar, la voz de lo oculto

                                                                                                                                ¿Será que al bailar develamos lo que está furtivo? Para Isadora Duncan si se decía lo que se sentía, no valía la pena bailarlo.

                                                                                                                                Entonces bailar es la voz de lo que nos cuesta transmitir de otras formas o de lo que ha permanecido dormido adentro.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                ***

                                                                                                                                Viernes casi seco

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Un viernes el abuelo se dirigió a la mesita sobre la que estaban algunas botellas de whisky. Agarró una. Al notar que lo que quedaba no lograba dejar el vaso a la mitad, dijo:

                                                                                                                                —Nada más hay una lágrima en la botella.

                                                                                                                                ***

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                                                                                                                                Él

                                                                                                                                Aquel día sentí a mi padre lleno de eternidad; solo bastó con preguntarle qué hora era.

                                                                                                                                —La tarde está fresca —me contestó.

                                                                                                                                Vaya manera de esquivar los números del reloj.

                                                                                                                                ***

                                                                                                                                Recomendaciones para no conciliar el sueño en un avión

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como abajo se queda la abuela levantando sus manos y encomendándome a Dios para que el avión se aleje de una mala hora, el vértigo no me gana. Me olvido del teléfono y de las plataformas de entretenimiento que ofrece la aerolínea. Procuro no molestar al pasajero de al lado. Leo durante un tiempo el libro que decidí llevar. Renuncio a la realidad de la historia leída en el momento en que guardo el libro en el morral. Cierro los ojos y recuerdo las canciones que he acumulado para escuchar con la persona que llegue a amar, pero como reconozco que no estoy enamorada y que en el amor me ha ido mal, abro los ojos y me preparo para recibir las lanzas de la nostalgia. Luego me acuerdo de que la puerta de mi habitación raspa el desnivel del piso y me propongo que cuando regrese voy a mandarla a arreglar. Dudo de si dejé la casa bien asegurada. Miro por la ventanilla y me doy cuenta de que lo hago no para vencer a mi soledad, sino para respaldarla. Me autopregunto: ¿cumbia o flamenco?, pero no logro decidir qué aprenderé a bailar primero. Me quedo estancada por más de cinco minutos en otra disyuntiva: ¿de anciana hablaré de los que sienta o de lo que recuerde? Al pasar un rato me convenzo de que no llegaré ni a los setenta y me entra un pánico al pensar que quizá los médicos que me atiendan se equivoquen en su dictamen y terminen por enterrarme viva. Me sacudo, dejo a un lado el tema de la vejez y me voy a la infancia: recuerdo cuando mi madre preparaba dulce de leche, que no dejaba probarlo hasta que estuviese tibio y que a escondidas lo comía y dejaba un reguero de pistas; me pregunto si mi mamá ya habrá descubierto que era yo la culpable de que el dulce no rindiera para todos. Pienso que en ese nuevo destino nadie me regalará nada, que las pisadas y las masticadas cuestan. Me asusta que se le cansen los brazos a la abuela. Me coge el aterrizaje llorando. Al enjugarme las lágrimas veo caras extrañas que, con la mirada, me dan a entender que no vale la pena quedarse despierto durante el vuelo.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Soledad angosta

                                                                                                                                Cuando llovía ella sacó la mano por la ventana y recogió un poco de agua. Acercó la mano a su pecho, miró cuidadosamente el líquido y musitó:

                                                                                                                                —El mar no cabe aquí.

                                                                                                                                Por Linda Esperanza Aragón

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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