Una pequeña historia del rock nacional en el reencuentro con Guns N’ Roses

Un ensayo del profesor y editor de la revista Educación Estética, de la Universidad Nacional de Colombia, a propósito del reciente concierto de los Gunners a Bogotá. Repaso a treinta años de cultura marcada por la violencia.

Pablo Castellanos / Especial para El Espectador
31 de octubre de 2022 - 03:41 p. m.
El escritor destaca: "Treinta años después de esos hechos –habiendo corrido mucha agua bajo el puente–, regresaron los Gunners a Bogotá con sus tres integrantes emblemáticos: el cantante Axl Rose, el guitarrista Slash y el bajista Duff McKagan".
El escritor destaca: "Treinta años después de esos hechos –habiendo corrido mucha agua bajo el puente–, regresaron los Gunners a Bogotá con sus tres integrantes emblemáticos: el cantante Axl Rose, el guitarrista Slash y el bajista Duff McKagan".
Foto: Guns N' Roses
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En la serie documental sobre la historia del jazz, Ken Burns explica el complejo fenómeno cultural y social que dio origen a ese género musical a comienzos del siglo XX, en Nueva Orleans. El jazz, un arte popular creado por afroamericanos, contó en los años veinte con el swing, un registro musical interpretado por bandas en locales nocturnos, cabarés y salones de baile. En sentido general, el swing –gracias a su coherencia rítmica y sentimiento– es aquella actuación musical que incita al baile, al movimiento.

Ahora, pensando en el contexto social de Nueva Orleans en la época de músicos como Joe King Oliver, Burns expone una idea preciosa: “cada noche, esas personas negras que iban a bailar en los locales, lo hacían con la certeza de que el jazz podía llevarse el polvo que había dejado el día”. Acá, el polvo se refiere no solo a las marcas del trabajo ambulante o en las fábricas (p. ej., de niño, Louis Armstrong fue chatarrero), sino además al peso que los afroamericanos debían soportar por la pobreza, el abandono estatal y el extremo racismo de la mayoría blanca. Desde el punto de vista creativo, el jazz se constituyó gradualmente como una respuesta artística a esos problemas sociales. (Recomendamos: Lea otro ensayo de Pablo Castellanos sobre el cine y la violencia contra la mujer).

Heredero del blues, del jazz, del rocanrol y los ritmos que confluyeron en este, el rock se desarrolló también para responder a muchas circunstancias particulares, aunque con la afirmación de un rasgo ya inherente al arte musical: el ruido. Algunos músicos legendarios han definido el rock como el vehículo para dar un grito en medio de la multitud, de tal forma que se escuche una expresión o una protesta. Claro, en el actual momento de su desarrollo, el rock es muchas cosas.

A comienzos de los setenta, el potencial del rock para movilizar a los jóvenes causó tal preocupación entre las dictaduras militares imperantes en Latinoamérica, que estas lo prohibieron, en el marco de regímenes que desafiaban a las democracias del continente. En Colombia –donde no hubo dictaduras, pero sí gobiernos negligentes y ultraconservadores–, el conflicto armado interno y el fenómeno del narcotráfico produjeron una violencia que afectó la sociedad y nos aisló del mundo. Esto tuvo un impacto en el desarrollo de la cultura, pues por ejemplo la profesionalización artística y la gestión cultural en torno al rock no tenían cabida en un país dedicado a sobrevivir a la violencia o a convivir con ella.

A pesar de la precariedad cultural a la que fuimos confinados, la recepción del rock ya había comenzado en los años sesenta con la agrupación nacional Los Speakers y sus versiones musicales (The Beatles, The Rolling Stones, The Animals), y continuó en los setenta con grupos como Malanga (donde comenzó la carrera del célebre músico colombiano Chucho Merchán) y Crash; luego, fueron fundamentales la radio, el correo postal, la circulación de discos, los magazines y los videoclips, lo que permitió el surgimiento de una escena rockera conectada de cierta manera con Europa y toda América, y a su vez llevó a la formación en los ochenta y noventa de agrupaciones de metal, punk, hardcore, hard rock y rock alternativo, como Parabellum, Kraken, I.R.A., La Pestilencia, Krönös, Reencarnación, Masacre, Darkness y Aterciopelados, entre otras.

En esta época, mientras la guerrilla, el narcotráfico y un creciente paramilitarismo sumían al pueblo colombiano en otro momento crudo de su historia, los grupos de rock nacionales se apoyaban ideológicamente en la anarquía y en una oscuridad sacrílega, oponiéndose a la situación social y a una religión católica regresiva e inútil para comprender el presente; también, describían el duro comando de asesinos del narcotráfico, los sicarios; otras veces, denunciaban la muerte de inocentes y la matanza del toro en la arena; por su parte, un grupo como Masacre disparaba notas para intentar frenar las balas de verdad, un motivo que vuelve en la canción “La guerra” (2014): “Muerte guerra, guerra / soñamos la paz / anhelando vivir en calma / entregando nuestros hijos al terror / muerte maldad / guerra destrucción muerte guerra / falsas dominantes por un pueblo masacrado”. De otro lado, Aterciopelados componía letras sugestivas, verbigracia: “Vivir en esta tierra es una maravilla [...] / Te vas te vas y no la olvidas”.

Estas líneas de la canción “Colombia conexión” (1995) contrastaban con un texto del historiador inglés Eric Hobsbawm, quien tituló así su bien documentado escrito sobre la violencia del país en los ochenta: “Murderous Colombia” (1986), traducido “Colombia te mata” o “Colombia asesina”. Tal contraste lleva a dos conclusiones: la primera, que Hobsbawm tenía más razón que Aterciopelados, y la segunda, que la canción era más estimulante que el texto del historiador, pues aquella recordaba o hacía emerger lo que la violencia hundía en el olvido.

Así, cuando los rockeros colombianos veían a esos grupos en garajes y bares de las ciudades, sentían que el rock, así como el jazz de los años veinte, tenía el poder de sacudir el polvo, pues la música producía saltos (¡de baile, de pogo!) y además se percibía como una especie de gigante en cuyos hombros uno podía pararse para evitar el naufragio y ver más allá. Realmente las bandas de rock nacionales podían ofrecer esta experiencia. El mismo Aterciopelados a comienzos de los noventa ya era un par musical de Café Tacuba, Jaguares y, desde la distancia, de The Cranberries y The Smashing Pumpkins; todo un logro este, si tenemos en cuenta lo difícil que era dedicarse al rock en Colombia por las razones mencionadas.

En noviembre de 1992, se nos presentó por primera vez la oportunidad de ver en vivo a un gigante del rock mundial, Guns N’ Roses, que estaba en el momento más deslumbrante de su carrera. Sin embargo, su concierto se malogró: el montaje y los equipos del espectáculo quedaron atrapados en Venezuela tras el intento golpista de Hugo Chávez; debido a esto, se canceló una de las dos fechas programadas del evento en Bogotá; luego, el techo de la tarima instalada en el estadio se derrumbó; en el día tan esperado, la banda tocó poco más de una hora, en parte por un intenso aguacero que empezó a caer justo cuando interpretaban la balada “November Rain” y que amenazaba con electrocutar a los músicos en el escenario destechado.

Y entonces se desató la rabia de las personas por la frustración del concierto fallido, lo que provocó caos y destrucción en la ciudad. Nada de esto pudo ser previsto por los organizadores, la fuerza pública o los mismos fans. (Días después, en un estadio casi vacío y con fallas de sonido, David Gilmour de Pink Floyd y Roger Daltrey de The Who se presentaron en Cali). Acá, jugó en contra la falta de experiencia que se tenía en el país entre bastidores de grandes conciertos de rock, otro reflejo de nuestro estancamiento cultural a causa de la violencia.

Treinta años después de esos hechos –habiendo corrido mucha agua bajo el puente–, regresaron los Gunners a Bogotá con sus tres integrantes emblemáticos: el cantante Axl Rose, el guitarrista Slash y el bajista Duff McKagan. Pero curiosamente el clímax del concierto se produjo faltando unos pocos minutos para que este empezara, a eso de las 8 p.m., justo después de la apertura que hizo Aterciopelados: en la gramilla la gente daba saltos y en las graderías empezó a verse una gran ola, encendida con luces de celulares, donde los asistentes emergían de la oscuridad, renovados por la cultura. Este fue un momento democrático y simbólico. En seguida, entró en escena Guns N’ Roses, tocando la canción “It’s So Easy” del álbum Appetite for Destruction, obra clásica del rock. Entre aplausos y gritos, el público celebró el reencuentro, donde los músicos y asistentes vivieron un buen momento que se extendió durante tres horas.

Aunque es cierto que somos “bambucos torbellinos cumbias guabinas”, según la canción citada de Aterciopelados, también somos Guns N’ Roses, somos Pink Floyd, The Beatles, Louis Armstrong... Esto significa que tenemos derecho a la cultura del mundo, una experiencia de la que no podemos volver a ser privados por la violencia. Ejercer tal derecho nos permite conocer y valorar el arte foráneo, así como compararnos, vernos reflejados, distinguirnos y pensarnos individual y colectivamente.

Por Pablo Castellanos / Especial para El Espectador

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