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El momento ¡eureka! de Carlos Cruz-Diez llegó mientras miraba el programa de un concierto de la Sinfónica de Nueva York. Así como Isaac Newton con la manzana que cayó de un árbol y Arquímedes con el agua que desbordó su bañera, las páginas satinadas de un folleto fueron la llave para que el artista desarrollara su propia teoría. La contraportada, a la izquierda, era roja y la página de la derecha era blanca, pero debido a la luz esta última se percibía rosada, un efecto que aumentaba mientras más se acercaban las dos hojas de papel. La epifanía.
Cruz-Diez llevaba varios años buscando este momento. “Creía que el deber de un artista era hacer como un reportero: decir lo que pasaba ante mis ojos”, contó en entrevista con Andrés Oppenheimer en 2019, haciendo referencia a la miseria y los problemas sociales. “Al cabo de unos años me di cuenta de que los cuadros se vendían muy bien, pero la miseria era peor, entonces me dije: ‘Como que estoy haciendo el payaso, tengo que buscar qué es el arte’”. Así empezó su época de búsqueda. Más que pintar, su objetivo era inventar el arte, tomar de la mano a los grandes maestros del pasado y crear un discurso, punto al que llegó mientras miraba el programa de la Sinfónica. “¿El color por qué tiene que estar sobre un soporte? Si el color nos invade por todos lados, ¿por qué tiene que ser una materia aplicada con una brocha sobre una tela?”, dijo en el mencionado diálogo.
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De este modo, e influenciado por la teoría del color de Johann Wolfgang von Goethe, se dedicó a hacer del color el protagonista del espacio, como sucede en la vida. “Al pintarlo sobre una tela queda fijo, queda muerto. El color debe estar en un proceso de evolución permanente. El color de la mañana no es el mismo de la tarde”, afirmó. De aquel momento de genialidad, que lo tomó por sorpresa en los años cincuenta, Cruz-Diez desarrolló su trabajo artístico. Sus obras se tomaron ciudades como Nueva York, Miami, París y, desde hoy, por segunda vez Bogotá.
Se trata de una creación circular de 20 metros de diámetro y tres de ancho, integrada con la superficie de la plazoleta principal de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En el “Anillo de inducción cromática” los colores están en constante transformación. De 408.000 piezas de cerámica, los tonos se alzan desde el suelo y juegan con el espacio. Aparecen y desaparecen dependiendo de la luz. Es el arte como experiencia y el color como situación, no como un impuesto absoluto.
No es la primera vez que una obra del venezolano-francés puede ser vista en la capital. Ayer, su hijo Carlos Cruz Delgado visitaba la parroquia San Norberto, ubicada en el norte de la ciudad. El lugar de culto, diseñado por el arquitecto Carlos Campuzano, tiene el toque de su padre. Se trata de dos largos vitrales que dotan de color el interior de la iglesia. “Lo que sucede ahí durante el día depende de la luz, del sol, es realmente mágico. Mi padre trabajó mucho estudiando la luz para saber en qué momento iban a estar juntos los colores”, mencionó en entrevista con este diario. Campuzano y Cruz-Diez se habían conocido en Cartagena y, aunque el primero había hecho los primeros bocetos de los vitrales, invitó al segundo a hacerse cargo de la tarea. La llamó transcromía.
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El venezolano-francés desarrolló pasos peatonales en Cali y Barranquilla, y en el Cerro Nutibara, en Medellín, hizo “Cromoestructura vegetal”, en donde incorporó su teoría del color a las flores y plantas del espacio. De hecho, la historia del “Anillo de inducción cromática” comenzó hace casi 30 años. En 1993, Cruz-Diez se encontraba en Bogotá con motivo de la primera edición de ARTFI, la Feria de Arte Latinoamericano, cuando Evaristo Obregón, entonces rector, lo invitó a conocer la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Pasarían 20 años para que el maestro y la institución retomaran la comunicación, pero sucedió en el momento preciso: en 2013, cuando Cruz-Diez vino a inaugurar su muestra en la galería La Cometa, también se desarrollaba el plan de mejoras del campus, que incluía la construcción de la plazoleta principal de acceso. Así concibió una obra especialmente para aquel espacio público y la donó formalmente en 2014.
Gracias a la colaboración del Atelier Cruz-Diez París y de las directivas de la universidad, “Anillo de inducción cromática” se integra desde hoy al paisaje urbano del centro histórico de la ciudad. Así lo afirmó el artista al empezar el proyecto: “Las obras de arte en el paisaje urbano adquieren un valor emocional y afectivo, contribuyendo a afianzar el sentido de referencia, pertenencia y orgullo del ciudadano en relación con el entorno patrimonial de su hábitat, comunidad, pueblo, ciudad o región”.
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Y aunque la obra la comenzó él, son los ciudadanos quienes la terminan. Así lo expresó el hijo del maestro y director del Atelier Cruz-Diez París, Carlos Cruz Delgado: “Es un escenario donde los usuarios de la plaza, al interactuar con la obra, se convierten en coautores de esta, percibiendo el color como un acontecimiento, una realidad autónoma y evolutiva que invade el contorno de la obra”. Y es que como lo expresó en vida su padre, “las obras de arte en los espacios públicos o en las edificaciones despiertan las percepciones dormidas del que las observa, sacándolo de su rutina y estimulando su imaginación a otras lecturas de la realidad, del tiempo y del espacio”. Según él, su arte es un acontecimiento real, cambiante e invita a la participación de quien lo mira, como una puesta de sol.