García Márquez tachaba la palabra “soledad” y la reemplazaba por “felicidad”
Presentamos un texto que aborda la relación entre la pasión y la felicidad a través de la vida y obra de Gabriel García Márquez. Explora cómo el escritor se enfrentó a las preguntas existenciales que plantea la vida humana, cuestionando los límites y las consecuencias de entregarse a las pasiones.
Apasionarse es renunciar a la felicidad. El mundo sólo tiene belleza si recuerda a aquella pasión, como si toda la evolución hubiera desembocado en el objeto de la pasión. Apasionarse es renunciar a la felicidad, pero la agonía que le sigue es la verdadera vida.
García Márquez tachaba la palabra “soledad” y la reemplazaba por “felicidad” cuando daba un autógrafo, como si él mismo la estuviera buscando en algún rincón del alma que se le hubiera perdido.
Si Emil Cioran estuvo en lo correcto, García Márquez se entregó a una pasión plagada de pueblos fantásticos, incestos, esperas, devoción remilgada y, sobre todo, amores contrariados porque solo se ama cuando se ha renunciado a la felicidad. Todas las veces que nos creamos un nuevo vínculo nos introducimos un dolor más, como un clavo, en el corazón.
El precio de la pasión y, por ende, de la felicidad, fue su salud. La memoria se le iba de a pocos, como deshilvanando un tejido, hasta que a García Márquez no le quedó más que amarse a sí mismo indebidamente, no perderse de nada de lo que era, con todas sus imperfecciones en forma de frases repetidas y nombres olvidados. Oh sí, a él también lo encontró la peste del olvido. ¿Será que sus últimos párrafos no son más que un intento de nombrar los objetos, los sentimientos y el pasado que se le escaparon?
Con esta enfermedad, que pareció haber salido de su más grande obra, García Márquez comenzó la verdadera vida que comienza con la agonía, o al menos eso pensaba León Tolstói, que en el ocaso de su vida se obsesionó con la sinrazón de la vida. Contrario a García Márquez, gozaba de vitalidad. Trabajaba ocho horas sin cansarse y segaba el campo casi sin esfuerzo, y aun así tenía que valerse de artimañas para no matarse. García Márquez perecía, mientras que Tolstói exhumaba vigor, pero ambos eran presos de las preguntas que surgen una vez las pasiones nos absorben toda la exquisitez, para dejar sólo la congoja:
“Cenaban y los amigos volvían a sus casas mientras Ivan Illich se quedaba solo, consciente de que la vida estaba emponzoñada para él, de que él, a su vez, emponzoñaba la vida de los demás y de que esa ponzoña no cedía, sino que embargaba más y más todo su ser”.
“En las calles, todo le pareció triste. Los cocheros estaban tristes; las casas, tristes; los transeúntes y los comerciantes, tristes también. Y el dolor aquel, roedor y sordo, que no cesaba ni un instante, parecía adquirir una significación distinta, más seria, debido a las nebulosas explicaciones del doctor”.
“¿Será posible que sólo ella (la muerte) sea la verdad?”
“‘¿Para qué has hecho todo esto? ¿Para qué me has traído al mundo? ¿Por qué razón, por qué razón me haces sufrir de esta manera?’ No esperaba respuesta y lloraba precisamente porque no había ni podía haber respuesta”.
“La Muerte de Ivan Illich” es la prueba que nos dejó León Tolstói de su obsesión última. A pesar de la vitalidad, se centró en la futilidad y los pensamientos internos de quien se sabe muerto. La vida –con todas sus aventuras, conflictos y sueños–, no nos da las respuestas.
“Había momentos en que, después de una prolongada crisis dolorosa, y aunque le diese rubor confesarlo, lo que hubiera deseado era que alguien le mimase como a una criatura enferma. Hubiera querido que le acariciasen, le besaran y llorasen con él, lo mismo que se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era imposible –debido a la importancia de su posición social, a su barba entrecana– y, sin embargo, lo deseaba”.
Ivan Illich, y tal vez Tolstói, desearon tener la ignorancia de los niños, la única capaz de dar felicidad. ¿Con la pérdida de la memoria García Márquez volvió a ser feliz? Es lo más probable. Las pasiones nos introducen el dolor y, cuando nos dejan tirados en el suelo, hechos jirones, nos olvidamos de los fundamentos que sostienen nuestra vida.
Así que contraatacamos, buscando pasión a pesar del dolor. Por eso mismo, García Márquez, todavía después de muerto, tacha la palabra “soledad” para reemplazarla por “felicidad”, el santo grial de todos nuestros esfuerzos. Por eso, en sus últimos instantes, Ivan Illich descubrió claridad en el lugar de la muerte: “¡Ah! Es eso (…) ¡Qué alegría!”.
Apasionarse es renunciar a la felicidad. El mundo sólo tiene belleza si recuerda a aquella pasión, como si toda la evolución hubiera desembocado en el objeto de la pasión. Apasionarse es renunciar a la felicidad, pero la agonía que le sigue es la verdadera vida.
García Márquez tachaba la palabra “soledad” y la reemplazaba por “felicidad” cuando daba un autógrafo, como si él mismo la estuviera buscando en algún rincón del alma que se le hubiera perdido.
Si Emil Cioran estuvo en lo correcto, García Márquez se entregó a una pasión plagada de pueblos fantásticos, incestos, esperas, devoción remilgada y, sobre todo, amores contrariados porque solo se ama cuando se ha renunciado a la felicidad. Todas las veces que nos creamos un nuevo vínculo nos introducimos un dolor más, como un clavo, en el corazón.
El precio de la pasión y, por ende, de la felicidad, fue su salud. La memoria se le iba de a pocos, como deshilvanando un tejido, hasta que a García Márquez no le quedó más que amarse a sí mismo indebidamente, no perderse de nada de lo que era, con todas sus imperfecciones en forma de frases repetidas y nombres olvidados. Oh sí, a él también lo encontró la peste del olvido. ¿Será que sus últimos párrafos no son más que un intento de nombrar los objetos, los sentimientos y el pasado que se le escaparon?
Con esta enfermedad, que pareció haber salido de su más grande obra, García Márquez comenzó la verdadera vida que comienza con la agonía, o al menos eso pensaba León Tolstói, que en el ocaso de su vida se obsesionó con la sinrazón de la vida. Contrario a García Márquez, gozaba de vitalidad. Trabajaba ocho horas sin cansarse y segaba el campo casi sin esfuerzo, y aun así tenía que valerse de artimañas para no matarse. García Márquez perecía, mientras que Tolstói exhumaba vigor, pero ambos eran presos de las preguntas que surgen una vez las pasiones nos absorben toda la exquisitez, para dejar sólo la congoja:
“Cenaban y los amigos volvían a sus casas mientras Ivan Illich se quedaba solo, consciente de que la vida estaba emponzoñada para él, de que él, a su vez, emponzoñaba la vida de los demás y de que esa ponzoña no cedía, sino que embargaba más y más todo su ser”.
“En las calles, todo le pareció triste. Los cocheros estaban tristes; las casas, tristes; los transeúntes y los comerciantes, tristes también. Y el dolor aquel, roedor y sordo, que no cesaba ni un instante, parecía adquirir una significación distinta, más seria, debido a las nebulosas explicaciones del doctor”.
“¿Será posible que sólo ella (la muerte) sea la verdad?”
“‘¿Para qué has hecho todo esto? ¿Para qué me has traído al mundo? ¿Por qué razón, por qué razón me haces sufrir de esta manera?’ No esperaba respuesta y lloraba precisamente porque no había ni podía haber respuesta”.
“La Muerte de Ivan Illich” es la prueba que nos dejó León Tolstói de su obsesión última. A pesar de la vitalidad, se centró en la futilidad y los pensamientos internos de quien se sabe muerto. La vida –con todas sus aventuras, conflictos y sueños–, no nos da las respuestas.
“Había momentos en que, después de una prolongada crisis dolorosa, y aunque le diese rubor confesarlo, lo que hubiera deseado era que alguien le mimase como a una criatura enferma. Hubiera querido que le acariciasen, le besaran y llorasen con él, lo mismo que se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era imposible –debido a la importancia de su posición social, a su barba entrecana– y, sin embargo, lo deseaba”.
Ivan Illich, y tal vez Tolstói, desearon tener la ignorancia de los niños, la única capaz de dar felicidad. ¿Con la pérdida de la memoria García Márquez volvió a ser feliz? Es lo más probable. Las pasiones nos introducen el dolor y, cuando nos dejan tirados en el suelo, hechos jirones, nos olvidamos de los fundamentos que sostienen nuestra vida.
Así que contraatacamos, buscando pasión a pesar del dolor. Por eso mismo, García Márquez, todavía después de muerto, tacha la palabra “soledad” para reemplazarla por “felicidad”, el santo grial de todos nuestros esfuerzos. Por eso, en sus últimos instantes, Ivan Illich descubrió claridad en el lugar de la muerte: “¡Ah! Es eso (…) ¡Qué alegría!”.