Una reseña del libro “La mitad evanescente”, de Brit Bennett
Autoayudarse, autoatacarse. Autodenominarse, autodestruirse. Autocensurarse, autoidentificarse. Cuando leí “La Mitad Evanescente” de Brit Bennett, pensé en todas estas acciones que realizamos día a día y que, sin embargo, guardamos del mundo.
Juliana Vargas @jvargasleal
Identificarse con una raza, un pueblo o una historia no es un asunto que surja únicamente de un tarjetón electoral y se torne en no más que una burla para después de las onces. A lo mejor, todos estamos desesperados por pertenecer, porque ser único conlleva la condena de ser especial. Ser especial no tiene nada bueno si su consecuencia directa es vivir en soledad.
En “La Mitad Evanescente”, dos gemelas tienen una pigmentación de piel que no habla de sus orígenes. No son ni de aquí ni de allá. Viven en un pueblo que ni siquiera sale en los mapas, cuyo calor no quema, cuyo frío no congela. Pensaron que escapando encontrarían su lugar en el mundo, pero escapando uno no se “encuentra a sí mismo”, como si su identidad estuviera esperándolo a uno en algún sitio. Hay que forjarla. Hay que convertirse en la persona que uno quiere ser. Desiree se casó con un hombre cuya pigmentación era tan oscura como el carbón que nace de las hojas y, cuando se aburrió del abuso al que la sometió, como una hoja volvió al pueblo de donde venía. En cambio, Stella se hizo pasar por “blanca” e hizo lo posible por eliminar todo rastro de su pasado, aunque fuera improbable lograrlo, porque el lugar de donde uno viene no es sólido, es más bien de gelatina que se moldea a los recuerdos de uno. Quizás sea más bien un fantasma, que viene cada tanto a atormentarnos.
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Autoayudarse, autoatacarse. Autodenominarse, autodestruirse. Autocensurarse, autoidentificarse. Somos la única especie destinada a preguntarnos todos los días quiénes somos realmente, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Que si pertenezco aquí, que si soy como ellos, que no quiero volver, que quisiera algo más. Siempre más. Algo más que oro bajo tierra, y sangre en el pelotón, y algodón junto a un machete, y muertos que aún caminan por las calles. Algo más que un rosario bajo el colchón y sueños de papel esperando a que los alcancemos. Algo más que ser la persona que nos tocó ser ¿Por qué no ser uno hoy y otro mañana? ¿Por qué estar atrapados en las personas que somos? ¿Por qué no ser una y mil personas en una misma vida? Porque eso, tal vez, solo tal vez, sería una traición. Traición a nuestro pueblo, a nuestra nación, a nuestros ancestros, a nosotros mismos… ¿Pero por qué? ¿A quién le debemos esta manía de autoayudarnos y autoatacarnos y autodenominarnos y autodestruirnos?
Sin importar qué hagamos, la identidad está en los pequeños detalles. Por lo tanto, más nos vale hacer y rehacer, andar y caer y sobre todo vivir solo por nosotros.
“Si yo pudiera volver atrás, lo haría todo distinto.
—Por ejemplo, ¿qué? —dijo ella.
—Pues todo. —Se volvió de nuevo hacia el espejo—. Este viejo mundo tan grande, y solo disponemos de una vez para pasar por él. No hay nada más triste, si quieres saber mi opinión”.
-”La Mitad Evanescente”, Brit Bennett.
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Identificarse con una raza, un pueblo o una historia no es un asunto que surja únicamente de un tarjetón electoral y se torne en no más que una burla para después de las onces. A lo mejor, todos estamos desesperados por pertenecer, porque ser único conlleva la condena de ser especial. Ser especial no tiene nada bueno si su consecuencia directa es vivir en soledad.
En “La Mitad Evanescente”, dos gemelas tienen una pigmentación de piel que no habla de sus orígenes. No son ni de aquí ni de allá. Viven en un pueblo que ni siquiera sale en los mapas, cuyo calor no quema, cuyo frío no congela. Pensaron que escapando encontrarían su lugar en el mundo, pero escapando uno no se “encuentra a sí mismo”, como si su identidad estuviera esperándolo a uno en algún sitio. Hay que forjarla. Hay que convertirse en la persona que uno quiere ser. Desiree se casó con un hombre cuya pigmentación era tan oscura como el carbón que nace de las hojas y, cuando se aburrió del abuso al que la sometió, como una hoja volvió al pueblo de donde venía. En cambio, Stella se hizo pasar por “blanca” e hizo lo posible por eliminar todo rastro de su pasado, aunque fuera improbable lograrlo, porque el lugar de donde uno viene no es sólido, es más bien de gelatina que se moldea a los recuerdos de uno. Quizás sea más bien un fantasma, que viene cada tanto a atormentarnos.
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Sin importar qué hagamos, la identidad está en los pequeños detalles. Por lo tanto, más nos vale hacer y rehacer, andar y caer y sobre todo vivir solo por nosotros.
“Si yo pudiera volver atrás, lo haría todo distinto.
—Por ejemplo, ¿qué? —dijo ella.
—Pues todo. —Se volvió de nuevo hacia el espejo—. Este viejo mundo tan grande, y solo disponemos de una vez para pasar por él. No hay nada más triste, si quieres saber mi opinión”.
-”La Mitad Evanescente”, Brit Bennett.
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