Una sociedad selectiva en la seguridad y la muerte: entrevista a Laura Baeza
La narradora y editora mexicana Laura Baeza, finalista del Premio Ribera del Duero por Una grieta en la noche (2022) y antologadora de Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas (2021) nos entrega una novela nacida en la incomodidad hecha inquietud.
Juan Camilo Rincón
Mujeres que, de algún modo, son invisibles. Mujeres que cuando son miradas, son subestimadas, ninguneadas, maltratadas. Con prosa fluida la escritora mexicana Laura Baeza denuncia en El lugar de la herida (Alfaguara, 2024) algunas de las incontables formas que adopta el abuso, pero también las hechuras de los afectos, la amistad, la familia y las sociedades que, de tan complejas, a veces solo podemos comprender a través de la literatura.
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Mujeres que, de algún modo, son invisibles. Mujeres que cuando son miradas, son subestimadas, ninguneadas, maltratadas. Con prosa fluida la escritora mexicana Laura Baeza denuncia en El lugar de la herida (Alfaguara, 2024) algunas de las incontables formas que adopta el abuso, pero también las hechuras de los afectos, la amistad, la familia y las sociedades que, de tan complejas, a veces solo podemos comprender a través de la literatura.
Baeza se pone en el lugar Lucero, una adolescente a quien en la escuela le dicen “burra” o “repetidora”, que solamente encuentra solaz en sus clases de corte y confección para escapar de un hogar donde la madre, entre cansancio y reproches, la lleva a entender que cerrar los ojos es algo solo suyo, y que, al hacerlo, tal vez logre no sentir asco de su propio nombre, “entre sudor, saliva con olor a cerveza, calor, miedo y orines”.
A esa voz se suma la de Dolores, madre de Nancy (amiga de Lucero), esa que sabe que “te haces madre para empezar a morirte por tus hijos” y quien también se ve arrojada a un abismo de indiferencia tras la desaparición de su hija.
Esta novela señala sin titubeos el lugar de la herida, pero también el lugar de la mirada que no ve, de la culpa que es de todos y de nadie y, sobre todo, de esas mujeres que, como lo afirma Lucero, siempre tuvieron los inicios que querían, pero no los finales que esperaban.
¿Dónde nació esta historia y cómo nacieron sus personajes?
Ya había trabajado un poco con temas relacionados con la violencia de género, tanto en mi novela anterior, Niebla ardiente, como en mi último libro de cuentos, Una grieta en la noche, pero de cierta manera evitaba meterme de lleno en este tipo de violencia, a pesar de estar familiarizada con las voces juveniles en varios de mis textos. Sin embargo, poco a poco fui haciéndome a la idea de que la incomodidad hecha inquietud ya tenía forma y empezaba a ver con más claridad la vida de Lucero en el contexto que narro.
Usted hizo una investigación previa para llegar a la escritura de El lugar de la herida. ¿Cuál fue su punto de partida y cuáles fueron sus insumos?
Esa investigación también está emparentada con la de la novela anterior, solo que cuando definí de qué se trataría esta, perfilé mi investigación a cosas un poco más puntuales, como la desaparición forzada, los procesos que han seguido algunas familias con un miembro desaparecido o sustraído y la esclavitud sexual en México, sobre todo en el espacio donde se desarrolla la novela. Mi historia es totalmente ficción pero tomada de la realidad. Me documenté con lo que ya se ha escrito, desde notas en el periódico, documentales y libros, hasta artículos académicos. Es sorprendente la cantidad de información que hay y que aun así hagamos de cuenta que es un tema ajeno o que solo sucede del otro lado del mundo.
Hay un doble registro muy poderoso en las voces de Lucero y de Dolores. ¿Qué le permitió ese tipo de narradora en términos literarios y qué fue lo más complejo de ponerse en el lugar de esa adolescente y esa mujer adulta?
Desde el inicio pensé de ello. Usualmente, solo escribo si tengo las ideas bastante trabajadas y reflexionadas, y esto va desde el tema de la historia hasta las voces de los personajes y el desenlace. En este momento estoy más cerca de Dolores que de Lucero, pero con esta última, al igual que todas las mujeres de mi edad, comparto haber sido adolescente durante los dosmiles, una época con muchos matices, cambios tecnológicos, pero una educación que empezaba a sustentarse en el miedo, por lo que tenía que recordar esos años para darle un matiz a la experiencia de mi personaje. También tuve la ventaja de que durante un tiempo trabajé con adolescentes y siempre los he observado con la curiosidad del escritor de ficción. En el caso de Dolores, quizás fue un poco más complejo porque había que dimensionar desde la escritura todo el proceso emocional por el que ella y cualquier madre pasan ante una situación así.
Es muy interesante −y dolorosa− la idea constante de la “invisibilidad”, de sentir que no se es nadie para los otros y, como bien lo dice Dolores, el hecho que no veamos realmente a los demás.
Siento que es la constante, una muy incómoda y dolorosa, pero a este punto de la realidad, incluso válida como medio de supervivencia. En la novela hay apatía con el personal docente de la escuela de las jóvenes, con las autoridades, en la sociedad que ve en la desaparición de menores algo terrible, una amenaza latente, pero tampoco accionan por el simple hecho de evitar un problema. Aquí no quise poner buenos ni malos, porque sabemos quiénes ejecutan el mal, sino personajes cercanos, personas con los matices de cualquiera de nosotros y la indiferencia es uno de ellos.
Otra idea que nos confronta en la novela (derivada del “no ver”) es la que nos lleva a comprender que nunca conocemos verdaderamente a quienes están en nuestra vida o que pasan por ella, y así lo vemos en las preguntas de Dolores sobre su propia hija, a quien se dio cuenta de que no conocía realmente.
Pienso que también fue pensando en los adolescentes que muchos de nosotros fuimos, unos en casa y otros fuera de ella. Al día de hoy siento que funcionamos de la misma manera: nadie nos conoce plenamente. Lucero y Nancy son totalmente distintas entre ellas, vienen de contextos y familias diferentes, y ante eso es muy fácil caer en el prejuicio, pero poco a poco se va desvelando una capa más profunda, la desconocida.
El flujo de conversación de Lucero se siente verosímil y auténtico. ¿Cómo fue el trabajo literario para lograr ese registro?
Con total libertad. No me costó trabajo porque estoy acostumbrada a escuchar con atención a las personas, y si escribo ficción, primero ensayo mucho su léxico y forma de relacionarse con el mundo por medio de la palabra. Para mí las voces de los personajes son muy importantes, siempre me fijo en ello como me fijo en la forma de hablar de las personas. Quizás con eso trato de aproximarme a ellas.
También es interesante la narración de la experiencia física del cuerpo, la emocionalidad y el pensamiento, no como dicotomía, sino como una sola entidad que somos.
En la novela esto está presente todo el tiempo. Es una historia sumamente física, no solo por el terrible tema que aborda, sino porque las adolescentes están conscientes de su cuerpo, y cuando inician la etapa del descubrimiento son víctimas de lo peor que puede sucederle a alguien, que es perder la libertad. Experimentan el encierro desde los sentidos, sus emociones también pasan por el pecho y el estómago, pierden el habla, tienen reacciones involuntarias y todo esto está estrechamente vinculado con los recuerdos, el instinto de supervivencia, la furia, la tristeza y otras emociones. La historia no podía contarse sin tener esto en cuenta.
La novela es una especie de denuncia sobre nuestras instituciones (la familia, la policía, la escuela, el aparato judicial), anquilosadas e incapaces de responder a las realidades. ¿Cómo desarrolló esa impronta narrativa?
De una forma u otra, la ficción siempre expone temas y, dependiendo de su naturaleza, los va desarrollando. Quizás ahí es donde esta novela denuncia la manera en que vivimos el dolor propio y ajeno, la apatía, el sistema que nos ayuda y solo pone trabas, la idea del amor romántico, todo aquello que tiene que ver con la suerte de los personajes, pero está en las manos incorrectas. Hay frustración y coraje porque los personajes solo encuentran puertas cerradas cuando piden ayuda, como suele suceder en situaciones así, pero siempre dependiendo de quién seas y qué relevancia mediática o social tengas, será la respuesta.
Sus personajes no son del todo malos ni buenos; ¿cómo trabaja sus matices?
Me gusta pensar que todos somos así en la vida real, no hay buenos ni malvados absolutos; tenemos un poco de todo. Estamos en un punto en el que hemos superado los arquetipos de la ficción y descubierto que en los matices caben muchas posibilidades, son más cercanos a lo que vemos y podemos identificarnos con ellos. Dolores es una maestra de kínder, como alguna vecina nuestra, su esposo trabaja en una mueblería. Ninguno de ellos es un ser bondadoso y tampoco Nancy es una niña etérea, y pese a ello o precisamente por ello les sucede lo que podría pasarle a cualquier familia de este país.
En una entrevista usted decía que Lucero no es una víctima perfecta, y me hizo recordar a Dahlia de la Cerda cuando afirma que “también está el estereotipo de la buena víctima, que nos afecta un montón porque se espera que una víctima sea buena, amable, inmaculada, una princesa bien portada, y si tú también has sido violenta o has estado en conflicto con la ley, de pronto eres menos víctima”. ¿Cómo lee la manera en que, como sociedad, rotulamos y, en consecuencia, actuamos respecto a víctimas y victimarios?
Uno de mis principales intereses era dejar clara la diferencia entre los dos personajes porque sabía que en sociedad hay desapariciones que importan y otras que pasan desapercibidas, lo cual es injusto y horrible. A la buena víctima se le busca, se le hacen perfiles desde el cariño, la preocupación y la empatía; a las que no cumplen con esta construcción, no, ni siquiera se les menciona. Como sociedad, somos horriblemente selectivos en todo, hasta en la seguridad, violencia y muerte.
Con esta novela reconocemos claramente el lugar de la herida (la indiferencia familiar, social e institucional; las violencias física y simbólica; los dolores de la vida adolescente y adulta), pero es más difícil reconocer el lugar de la culpa. ¿Cuál lo es, para usted?
También vivimos atravesados por la culpa y la vergüenza, y en esta novela, como en la vida real, la culpa y vergüenza tendrían que estar del otro lado, no pesar sobre dos adolescentes y las familias de ellas. Sabemos que situaciones así suceden por el simple hecho de que pueden y se reproducen, porque la culpa y la vergüenza recaen en el lado contrario.