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Vargas Llosa se despide de sus libros

El nobel de Literatura, que inaugurará el 29 de abril la Filbo 2014 con Perú como país invitado, habló de cómo se desprenderá de su biblioteca, que encontró lugar en su natal Arequipa.

Nelson Fredy Padilla Castro / Enviado Especial - Lima
15 de abril de 2014 - 03:00 a. m.
Mario Vargas Llosa en su estudio en la ciudad de Lima. Atrás los clásicos que sólo entregará “una vez me muera”. /  Fotos: Luis Ángel - Enviado especial - El Espectador
Mario Vargas Llosa en su estudio en la ciudad de Lima. Atrás los clásicos que sólo entregará “una vez me muera”. / Fotos: Luis Ángel - Enviado especial - El Espectador
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En la cálida atmósfera de libros y maderas de su apartamento limeño encontramos a un Mario Vargas Llosa nostálgico, en el duelo de despedida de los libros que lo acompañaron desde que aprendió a leer a los cinco años, en la clase lasallista del hermano Justiniano. “La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura”.

Ayer lunes entregó a la ciudad de Arequipa los primeros 2.700 volúmenes de su biblioteca privada, que en un total de 30 mil constituirán la gran librería pública que honrará la memoria del premio nobel de Literatura 2010.

El novelista peruano cargaba una tristeza como la de Ambrosio, el interlocutor de Zavalita en Conversación en la catedral, de “cara reconcentrada” y “miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal”. Era el Vargas Llosa de Lima despidiéndose de “la cosa más importante que me ha pasado en la vida: los libros”.

Patricia, su amable y estricta esposa, guardiana de su agenda y de su memoria, “la prima de naricita respingada y carácter indomable”, como la pintó el escritor con quien se casó hace 48 años, nos recibió y se retiró a detallar los eventos de Arequipa, donde ayer también se inauguró un museo de vida y obra en la casa donde nació Jorge Mario Pedro en 1936.

Caminando entre anaqueles, Vargas Llosa pidió a un joven asistente encender las luces y el aire acondicionado. Bebió un vaso de agua al clima mientras hablábamos. Le digo: Usted está viviendo un momento espiritual único, porque esta biblioteca viva que nos rodea no va a volver a tenerla a la mano. “Sí —dice—. Estoy con un poco de tristeza, pero la casa donde va a estar es muy bonita, la he visto y eso me consuela un poco”.

¿Qué siente al empezar a despedirse físicamente de los libros que lo acompañaron toda la vida? “Siento pena, porque los libros son los mejores amigos que uno tiene”.

Fue una decisión de meses, con el espíritu de Conversación en la catedral: “¿Qué hacer piensa, los libros leídos y discutidos en el círculo, El origen de la familia, de la sociedad y del estado piensa, libros mal encuadernados y en letra minúscula, La lucha de clases en Francia piensa, que se quedaba estampada en la yema de los dedos? Previamente observados, rondados, sondeados…”.

“Estuve dando muchas vueltas a ver qué hacía con mi biblioteca y decidí dársela a Arequipa, que fue la ciudad donde nací, donde nacieron mi madre, mis tíos, mis abuelos. Aunque yo no tengo recuerdos personales porque salí cuando tenía un año, sí tengo recuerdos heredados. Crecí oyendo hablar de sus calles y sus barrios. Además, han sido muy generosos conmigo y me pareció que era una manera de retribuirles. Allá mi biblioteca puede servir más que en Lima, donde ya hay muchas”.

¿De cuáles libros se desprenderá solo al final?, le pregunto. “De estos (señala las repisas junto a su escritorio). Son mis favoritos. Puede revisar: ahí están Faulkner, Tolstói, Popper, Victor Hugo, Borges, los libros más queridos y los que pueden tener que ver con proyectos que espero poder realizar antes de morirme”.

Es consciente de sus últimos años y quiere disfrutarlos leyendo, releyendo, escribiendo, reescribiendo. No quiere que le pase lo de Dámaso Alonso, su profesor en la Universidad Complutense: “Siempre me ha dado mucha pena la gente que se muere en vida, sin ilusiones. En Asturias le dije a su esposa: ‘he visto a don Dámaso muy triste, no se puede hablar con él’. Me dijo: ‘desde hace dos años él, que vivía para leer, no ha vuelto a leer’. Decía: ‘para qué voy a leer si me voy a morir’”.

Veo en un lugar destacado a Guerra y paz de Tolstói y le muestro mi ejemplar de La guerra del fin del mundo, “la novela suya que más me gusta junto a Conversación en la catedral”, ideal para repasar la convulsionada historia del Brasil del siglo XIX, del fanatismo y de la política. ¿Qué tanto hay aquí de don León? “Guerra y paz de Tolstói ha influido mucho en mí como escritor, porque la tengo como una de las grandes novelas paradigmáticas de la historia, en ambición, en talento descriptivo; para mí es un modelo. Seguramente detrás de lo que he escrito y detrás de una novela épica como ésta, que me costó mucho trabajo, la influencia debe haber sido constante”.

Justo ahora volvemos a hablar de Crimea por las tensiones entre Ucrania y Rusia, digo. “Sí. Hay un material riquísimo para continuar con las líneas de Tolstói (sonríe). Es increíble lo que está ocurriendo, porque uno pensaba que Rusia después de 80 años de comunismo había salido y que entró a una etapa de democratización, ahora resulta que resucitan los zares a través del señor Putin, que quiere reconstruir el imperio”. Lo dice con el interés del que quiere volver a escribir esa historia inspirado en los Relatos de Sebastopol. Sobre el escritorio está abierto el Decamerón de Boccaccio. Ya sabremos el resultado de estas relecturas.

Mientras tanto, como Zavalita en la librería, “recorrió los estantes del zaguán, hojeó los libros averiados por el tiempo”. Se detuvo frente a una pintura figurativa de un autor peruano que no recuerda. Está inquieto, revisa en plan de inventario.

Me atrevo a preguntarle por qué en libros suyos como Travesuras de la niña mala o El sueño del celta uno encuentra lo que él llama la arquitectura de la novela, pero no el mismo aliento poético de su primera etapa. ¿Es un proceso natural o el cambio de su percepción sobre la condición humana? Me responde con cierta compasividad: “Quizá puede ser una cuestión de la edad”.

¿Qué opina de que toda su vida regrese al origen, no sólo por lo de su biblioteca sino porque El héroe discreto (su más reciente novela, editada por Alfaguara) es un regreso a Piura? Ríe con cierta ironía. “Dicen que los elefantes cuando se sienten viejos regresan al lugar donde nacieron. De repente es eso. Yo regresando a los lugares donde nació mi vocación de escritor”.

¿El mismo proceso de revisión y donación de libros incluye sus bibliotecas de Madrid y París?

“Sí, señor. Mientras siga con vida voy a enviar grupos de libros y el resto cuando me muera”. Parece que sigue la de París, porque me dice que quiere escribir las memorias sobre los siete años que vivió allí, al tiempo que Sartre y Camus. Buena parte de sus textos son franceses. Siempre estuvo “deslumbrado” con esa literatura, “creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor”. La lista de lecturas parisinas es larga: Flaubert, Ionesco, Beckett, Bataille, Cioran, Brecht, Gide, Malraux.

Después vendrá Madrid, el piso repleto de libros en la calle de la Flora. Muchos los compró en la Librería Méndez, en el número 20 de la calle Mayor, donde el librero, Antonio Méndez, lo describió al diario El País como “un hombre decidido en lo que toca a las letras. No pide recomendación. Trae las ideas clarísimas”. Dos compras para hacerse una idea: El hombre sin atributos, de Musil, y la Poética de Aristóteles.

¿Y la biblioteca inglesa que tenía en Londres hasta el año 2000? ¿Y la de Nueva York? Todo está siendo catalogado.

En Lima quisiera revisar estante por estante, pero no hay tiempo. Veo ejemplares con aspecto de librería de viejo, obras de culturas prehispánicas y miles más, como él dice, “mentiras de la literatura que se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores”.

Me pregunto si tendrá libros de su época procubana, prosoviética, la filosofía de Politzer que sirvió de argumento en Conversación en la catedral. ¿Libros prohibidos? ¿Cuántos con dedicatorias suyas y de otros? ¿Qué de García Márquez? Dice que lo ha repasado porque dictó un curso sobre realismo mágico hasta hace cuatro años en la Universidad de Princeton.

Habrá que ir a ver el rastro del Vargas Llosa lector y su historia audiovisual a los nuevos museos de Arequipa. En especial las anotaciones al margen y en las últimas páginas las calificaciones de uno a diez que él acostumbra a dar a cada autor y cada obra.

Me quedo con una frase de su discurso “Elogio de la lectura y la ficción”, en la recepción del Nobel, “seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos”; con el autógrafo que me estampó en La guerra del fin del mundo, “para Nelson, con un abrazo”, y con un anuncio: “Que se preparen en Bogotá, porque esa Feria del Libro va a estar muy divertida”.

 

npadilla@elespectador

 

Por Nelson Fredy Padilla Castro / Enviado Especial - Lima

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