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Veinticinco horas de pánico: crónica del paso del huracán Delta

A las 5:30 a.m. el huracán Delta tocó tierra. Me encantaría poder ver espectáculos naturales así de impresionantes en vivo sin poner en riesgo mi integridad, pues la naturaleza es bellísima con sus huracanes, tsunamis, volcanes y terremotos, pero somos como pequeñas hormiguitas vulnerables ante semejante imponencia.

Natalia Méndez Sarmiento
12 de octubre de 2020 - 07:13 p. m.
El miércoles en la tarde, con el cielo aún nublado y amagues de lluvia, caminamos hasta la playa para respirar aire fresco. No había ruido, nadie gritaba, nadie cantaba, nadie se divertía, lo que sí hacían - o hacíamos - era sonreír mientras contemplábamos el mar que estaba totalmente limpio, cristalino y con un oleaje poco común en el Caribe.
El miércoles en la tarde, con el cielo aún nublado y amagues de lluvia, caminamos hasta la playa para respirar aire fresco. No había ruido, nadie gritaba, nadie cantaba, nadie se divertía, lo que sí hacían - o hacíamos - era sonreír mientras contemplábamos el mar que estaba totalmente limpio, cristalino y con un oleaje poco común en el Caribe.
Foto: Archivo Particular

Lunes

11 p.m.

La luz de la pantalla del computador era la única que iluminaba la noche fría de ese lunes de octubre - veintiséis grados centígrados significan “noche fría” en el Caribe, así que no imaginen una noche con guantes y cobijas, era simplemente una noche con el ventilador apagado-.

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Hacía una moderna “TO DO LIST” para el martes. Ahora la llaman en inglés y la quieren hacer sonar más interesante para temas de productividad, sin embargo, es solo eso, una lista de cosas por hacer que aprendí de mi mamá y la que seguramente se habrá creado desde el boom de las lapiceras y el papel. El primer punto en la lista era pintar la esquina de la pared detrás de la cama, que había quedado manchada después de que escurriera agua por ella debido a una tormenta tropical que había pasado el fin de semana. Revisé el clima para el martes. Habría sido mejor hacerlo antes que la lista, pues se avecinaba otra tormenta tropical que amenazaba con convertirse en huracán, y sería inútil pintar la pared si iba a volver a mancharse antes de secarse. Sin embargo, creí muy lejana la posibilidad de una lluvia como la del fin de semana y se me ocurrió que las noticias estaban llenas de exageraciones. Cerré el computador, me abrigué con una sábana liviana y me dormí.

Martes

8:00 a.m.

(Comienzo de las 25 horas de pánico)

El frío había desaparecido. Me quité la sábana y no fue suficiente para amainar la temperatura, así que prendí el ventilador, abrí las ventanas y hasta la puerta. El sol era resplandeciente, los 31 grados normales de un día de otoño en el Caribe azotaban la terraza y se sentía un calor húmedo, ese bochorno fácilmente identificable que por lo general avisa que más tarde lloverá sin importar qué tan azul se vea el cielo. La costumbre de revisar el pronóstico del clima antes de comenzar el día ha sido casi por obligación. Es imposible no fijarse en los números enormes que ocupan la cuarta parte de la pantalla del celular, y que indican la temperatura con un ícono de sol o de lluvia. Eso sí, me he dado cuenta que casi nunca son atinados, si un día dice que hay 20% de probabilidad de lluvia salgo con impermeable, y en un día con 80% de probabilidad me voy a la playa.

En esta ocasión, la situación climática no parecía tan simple. “ALERTA SOS. HURACÁN CATEGORÍA IV IMPACTARÁ ESTA NOCHE EN LAS PLAYAS DE QUINTANA ROO”, decía un aviso grande y rojo. Este pronóstico me lo tomé más en serio.

Desperté a Re - mi novio - y nos alistamos en seguida sin tener la menor idea de qué hacer. Para ese momento yo no procesaba aún la palabra huracán, sólo podía vislumbrar lluvia torrencial y viento.

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Aunque la Defensa Civil a través de sus páginas pedía no hacer compras de pánico, pensamos en salir por víveres que no tuvieran que cocinarse. Las siete bolsas de arroz que aún conservamos de las cajas de mercado que nos dio el gobierno de Quintana Roo durante la cuarentena, no serían muy útiles sin electricidad y sin gas.

10:00 a.m.

Cerré las ventanas que con tanta emoción había abierto, Re cerró la puerta y al darle vuelta a la llave continuó girando sin parar. La giró hacia el otro lado para volver a abrir y el resultado fue el mismo, la chapa se había dañado y la puerta había quedado cerrada con nosotros afuera. No pudo haber sido el lunes o el jueves, ¿tenía que ser el mismo día de la alerta SOS?

Bajamos a informarle a la dueña de la casa y antes de poder hablar se tomó ella la palabra. Nos pidió mantener la calma, dijo que en la tarde vendría su esposo a sellar las ventanas de su casa y de la nuestra. Repitió lo mismo que la Defensa Civil había dicho acerca de las compras innecesarias y que no llenáramos la nevera porque no habría electricidad. Al final nos contó que su familia ya había sobrevivido al huracán Wilma de categoría V, que hacía 15 años había destrozado la Riviera Maya. Terminamos la conversación subiéndonos a la bicicleta y avisándole que, además, la chapa se había dañado y no podíamos entrar a la casa.

1:00 p.m.

La fila del cajero automático había sido eterna. En las ferreterías ya estaba agotada la cinta canela - hasta el martes no sabía que así llamaban en México a la cinta marrón de embalaje - que recomiendan poner en las ventanas durante un huracán para que los vidrios no causen accidentes. En el supermercado no había carritos ni canastas, todo estaba ocupado y en cada fila se contaban hasta diez personas. No había casi bolsas de pan ni cajas de leche. Me causó curiosidad que arrasaran con las bolsas de pan, aunque entiendo que sin poder cocinar, un sándwich es una buena opción, por eso nosotros también buscábamos una bolsa. La indicación de las autoridades fue que el día laboral acababa a la 1:00 p.m., a las cinco cerraban los negocios esenciales, y a partir de allí nadie podía estar en la calle. En momentos pasados de la vida es probable que esta indicación de encierro me hubiese asustado, pero la COVID- 19 nos curtió a la mayoría en cuanto a encierros se refiere.

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Con la prisa de los cierres inminentes, cargando una mochila llena de pan y aguacates, y esquivando en la bicicleta autos que atestaban las vías como no lo había visto en mucho tiempo, encontramos un cerrajero que nos sugirió lo más económico y rápido: comprar una chapa nueva para la puerta y cambiarla por nuestra cuenta.

A una cuadra del cerrajero encontramos una ferretería donde vendían una chapa igual a la que se había dañado, así como el destornillador para hacer el cambio. Escribiendo esto pienso en que no fue coincidencia que la cerradura vieja se dañara, tal vez ya no aguantaba un huracán. Gracias universo.

4:00 p.m.

Llegamos a la casa y el dueño estaba en trabajos de carpintería. Se veía nervioso, apresurado, nos pidió despejar toda la terraza para tener espacio de sellar las ventanas y para evitar que algo volara. Cualquier objeto puede convertirse en un proyectil con vientos de hasta 300 km por hora. Desatornillar la chapa por fuera no fue suficiente, tuvimos que quitar las ventanas para poder entrar y hacer lo mismo desde adentro. Por suerte, una de ellas era en forma de persiana y los cristales se soltaban fácilmente. El día seguía soleado, cálido, el cielo azul, solo quienes habían vivido huracanes lo veían como el preludio de una noche muy larga. Cambiamos la cerradura tan rápido como pudimos, ante la presión del casero que no decía ni una palabra, pero daba vueltas de un lado a otro clavando tablas y abriendo huecos con el taladro. Una vez guardamos todos los objetos de la terraza, comenzaron a sellar las ventanas desde afuera y las reforzaron con columnas desde adentro. Solo podía verse hacia el exterior a través de cristales pequeños en la parte de arriba de la puerta, a los que les pusieron un pedazo de cinta canela.

8:00 p.m.

Almorzamos, terminé de trabajar - siendo freelance se trabaja hasta con un huracán - y esperamos. Cuando el casero terminó de recoger sus cosas subió para sellar la parte de abajo de la puerta con espuma en spray. Podría volverse a abrir de un jalón en caso de querer salir, pero justamente la idea era no volver a salir hasta que todo terminara. La espera estuvo llena de nerviosismo y ansiedad. La sensación era igual a la que románticamente llamamos “sentir mariposas en el estómago”, pero el vacío era aún mayor porque no esperábamos subir a una montaña rusa, no era emocionante, era un poco de pánico por esperar una cita a ciegas con el huracán Delta. La cita era a las 2 de la madrugada del miércoles 7 de octubre. Tal cual como lo hice cuando comenzó la pandemia, abrí Twitter, busqué #huracan #huracandelta #quintanaroo y me atiborré de tweets, algunos insulsos, otros con contenido y muchos con pánico, la mayoría de estos por parte de novatos - como nosotros - en el tema de huracanes. El hashtag que más me quitó el sueño fue la tendencia #wilma en la que todos contaban sus experiencias aterradoras con uno de los huracanes más devastadores que ha pasado por la Península de Yucatán, pues preveían que Delta podría ser similar a Wilma.

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Miércoles

2:00 a.m.

Propiamente dormir no fue lo que hice esa madrugada, aunque sí lo intenté. A esta hora estábamos terminando de ver una película entre dormidos y despiertos. Me preguntaba si realmente lo que pasaba afuera era un huracán, pues apenas se sentía un ligero viento y lluvia como la de cualquier noche.

La última noticia que vi era que Delta tocaría tierra como huracán categoría IV en una bahía de Playa del Carmen. Ya no era solo Quintana Roo, ahora todas las miradas estaban enfocadas en una ciudad en específico, en la ciudad donde vivimos. Olas de hasta 10 metros de altura, vientos sostenidos de 270 kilómetros por hora y ráfagas de hasta 300 kilómetros, lluvias torrenciales y tormenta eléctrica. Si, por supuesto que estaba asustada. En algún momento después de las 2 a.m. caímos dormidos.

5:30 a.m.

Repentinamente abrí los ojos. Todo estaba negro, no se veía ni un solo haz de luz por las ventanas de la puerta, ya no había electricidad. Volví a abrir Twitter para entender qué estaba pasando, los datos del celular aún funcionaban y aparecían varios tweets por segundo. Todos confirmaban que Delta acababa de tocar tierra en un punto entre Playa del Carmen y Cancún. Había comenzado. En un mensaje corto, copiado y pegado, avisé a toda mi familia que hasta el momento todo estaba bien. Segundos después perdí la conexión de los datos y de teléfono. Dejé la linterna encendida y miré por la ventana desde la cama, sentía pavor de levantarme aunque tenía curiosidad de ver qué pasaba afuera. Me encantaría poder ver espectáculos naturales así de impresionantes en vivo sin poner en riesgo mi integridad, pues la naturaleza es bellísima con sus huracanes, tsunamis, volcanes y terremotos, pero somos como pequeñas hormiguitas vulnerables ante semejante imponencia.

El sonido del viento hablaba por sí solo, no era necesario mirar para imaginar lo que pasaba de puertas para afuera. Estaba tensa, apretaba los brazos de Re cada vez que el viento hacía un ruido diferente al anterior. Él intentaba dormir, pero mis apretones y mi narración de los últimos tweets que había visto no se lo permitían. La puerta sonaba como queriendo abrirse, mantenía los ojos bien abiertos intentando ver algo en la oscuridad y esperando que los vidrios no salieran a volar. La esquina de la casa que iba a pintar debido al agua que había entrado con la tormenta volvió a convertirse en una ligera cascada. Ya comenzaban a hacerse charcos en el suelo.

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El sonido estremecedor del viento se convertía por momentos en un chiflido como de lamento. De vez en cuando se escuchaban ruidos similares a explosiones que pudieron haber sido vallas, tejas, semáforos cayendo, o transformadores explotando, nunca sabré qué fueron, pero le sumaron terror a la escena auditiva. Traté de dormirme varias veces y lo lograba por tramos de 15 minutos, pero aun estando dormida seguía mentalmente allí. Todos los sueños que tuve en esos tiempos de “descanso” eran dentro de mi casa con un huracán afuera, pero a diferencia de la realidad estos eran catastróficos: la puerta se abría, se hacía un ciclón dentro de la casa y había miles de ventanas rotas en el piso. Soñé lo mismo una y otra vez durante toda la madrugada.

6:45 a.m.

La película de terror es fácil de imaginar ante un acontecimiento de este tipo, pero la belleza del amanecer no la vi registrada en las fotografías ni en los videos de los más aventados que se asomaron por la ventana para ver y filmar lo que pasaba afuera.

Los nubarrones que cubrían Quintana Roo dispersaron los primeros rayos del sol y el cielo se pintó totalmente de rojo por al menos cinco minutos. Desde mi cama saltaba para ver el amanecer por las ventanas porque el espectáculo era maravilloso. Junto al cielo rojo se veían las copas de los árboles bambolearse violentamente de un lado a otro.

Era una escena perfecta para poner a rodar una película de invasión alienígena. Fue el único momento del paso del huracán en el que me atrevo a decir que disfruté lo que estaba viviendo.

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9:30 a.m.

(Fin de las 25 horas de pánico)

Desperté de mis pesadillas una vez más. La última vez que había visto el reloj eran las 8 de la mañana y el huracán no amainaba. A las 9:30 escuché una voz afuera y me asomé temerosa por una de las ventanitas. Un árbol frente a la casa, aún de pie, seguía moviéndose, pero a un ritmo desacelerado. Entraba viento helado entre el marco y la puerta, pero ya no sonaba como en la madrugada. Re despertó del sueño intermitente y decidimos abrir la puerta. El huracán había pasado y estaba adentrándose en otro estado de México. Preguntamos cómo estaban todos y el dueño de la casa, visiblemente emocionado, nos contó que Delta había tocado tierra como categoría II, razón por la que sus efectos no habían sido catastróficos como se esperaba. “¡Nos salvamos. Si llegaba IV iba a ser como Wilma!”, decía con gran alivio.

2:00 p.m.

Hasta la tarde se restablecieron el fluido eléctrico y las comunicaciones. Afuera había inundaciones, tejados en el piso, vallas caídas, árboles doblados y otros arrancados de raíz. Desde Cancún circulaban fotos de semáforos en el piso, vidrios rotos y autos destrozados por objetos que les cayeron encima. No hubo olas de 10 metros ni vientos de 300 km por hora, y aun así fue aterrador. Entiendo ahora porque el dueño de la casa estaba tan asustado cuando anunciaban que el huracán venía como categoría IV, seguramente la historia que estoy contando hubiese sido muy diferente.

El miércoles en la tarde, con el cielo aún nublado y amagues de lluvia, caminamos hasta la playa para respirar aire fresco. Había mucha gente, pero nadie se veía pasando un día de playa como es común en Playa del Carmen. Todos caminaban lentamente, parecía una procesión, aunque no lo fuera. No había ruido, nadie gritaba, nadie cantaba, nadie se divertía, lo que sí hacían - o hacíamos - era sonreír mientras contemplábamos el mar que estaba totalmente limpio, cristalino y con un oleaje poco común en el Caribe. Fue un acto colectivo y silencioso de agradecimiento a la vida y al universo.

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Jueves

Hoy llegó el tiempo de restauración. La adrenalina de las horas pasadas me permitió actuar, pero no reflexionar. Este año, como ningún otro, ha venido con un torrente de lecciones de humildad y de aprecio por las cosas más sencillas de la vida. Hay quienes dicen que el 2020 fue un año perdido, pero yo lo considero uno de los regalos más grandes en 34 años que llevo transitando la Tierra, por la inmensa transformación interior que se ha decantado de los últimos acontecimientos. ¡Hoy solo puedo darle infinitas gracias a la vida por este año, por las lecciones de la pandemia, por vivir Delta sin consecuencias y por cada día de esta extraordinaria vida!

Por Natalia Méndez Sarmiento

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