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Vestido de caballero en caravana rodante: literatura, civilización y trenes

Los trenes en la literatura ha servido para comprender los avances económicos y tecnólogicos de una sociedad, pero también se convirtieron en un monopolio para las mafías, como ocurrió en Colombia.

Javier Ortiz Cassiani
20 de marzo de 2024 - 11:40 p. m.
Ferrocarril en Turbaco (Bolívar).
Ferrocarril en Turbaco (Bolívar).
Foto: Fototeca Histórica de Cartagena
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Trágase hoy el horizonte; /Y un férreo rinoceronte /Con su plumero humeante /Realizando al moro Atlante/ Carga con un pueblo entero/ Vestido de caballero en caravana rodante. (Rafael Pombo, 1888)

La mejor descripción del tren la dio una señora que lavaba ropa en el río bajo el sopor de un mediodía macondiano en la novela Cien años de soledad: “Ahí viene” –dijo alarmada–, “un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo”. El tren siempre fue literario.

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Desde su invención se convirtió en uno de los temas centrales de la literatura de viajes y en el entusiasmo por aquel artefacto de fuego y acero que alteraba la percepción del tiempo, se desarrolló en Europa una “literatura del ferrocarril”. En 1849 la editorial británica W.H. Routledge publicó una serie de ficción bajo el nombre de Biblioteca del Ferrocarril; el éxito sería proporcional al avance acezante de las locomotoras porque los viajeros la consumían profusamente ávidos de encontrarse en algunas de estas historias mientras viajaban en tren.

Muchos de los buenos relatos literarios se construyeron en travesías épicas a bordo de trenes: Paul Theroux y Maruja Torres fueron dos de los autores que se embarcaron en esta aventura de rieles chirriantes y locomotoras aceitosas. En 1976 Theroux viajó desde Boston, en los Estados Unidos, hasta la Patagonia, en Argentina, a bordo de ferrocarriles de todas las clases y condiciones; en su audaz travesía, que publicaría posteriormente con el título de El viejo expreso de la Patagonia, cruzó Estados Unidos, México, Guatemala, El Salvador, Costa Rica, Panamá́, Colombia, Ecuador, Perú́, Bolivia y Argentina, y durante ese largo viaje fue construyendo una fascinante crónica sobre la variedad de personajes y lugares con los que se iba encontrando.

Diez años después atravesaría todo el continente asiático para escribir el libro En el gallo de hierro, y más adelante no dudaría en consignar en La sombra de Naipaul, el maravilloso libro que recoge las memorias de su amistad truncada con el escritor trinitario V. S. Naipaul, las impresiones de la mañana en que juntos tomaron el tren en la estación de Paddington, al oeste de Londres, con dirección a Oxford, en su primera experiencia como pasajero de la British Rail. Theroux escribió́: “Hasta entonces mis experiencias auténticas con este medio de transporte se limitaban al tren nocturno a Nairobi, el expreso de Mombasa y las jadeantes locomotoras de vapor de Malaui y Rodesia. El tren me relajaba, me reconfortaba y estimulaba mi imaginación. Me ofrecía una visión de lo mejor de Inglaterra y me proporcionaba acceso a mi pasado activando mi memoria. Descubrí que en tren iría encantado a cualquier parte”.

Torres emprendió el mismo viaje que Theroux hizo en América pero a la inversa, y no tan encantada. Con el objetivo de escribir una serie de crónicas por encargo para El País Semanal, se embarcó en Puerto Montt, en Chile, donde está “la estación más austral del mundo” –como reza orgullosamente en una placa–, hasta Nuevo Laredo, en la frontera con Estados Unidos. La idea era recorrer la mayor parte de Latinoamérica en tren, pero se encontró con un cementerio ferroviario que evocaba mejores épocas, y en los pocos trenes donde pudo embarcarse se dio cuenta de que la privatización iba siempre como pasajera de primera clase. Aquel accidentado viaje se convirtió en el libro Amor América, y en un pretexto para que la autora española hiciera una interesante reflexión sobre la historia y el destino de los ferrocarriles en Latinoamérica. Dijo que no había otro medio de transporte que despertara en los seres humanos un sentimiento más genuino de romanticismo y aventura, pero que no podíamos olvidarnos que los trenes cargaban con una historia, tan pesada como los vagones que arrastraron durante tanto tiempo, de monopolios y explotación. Poco –señaló–, habían contribuido los ferrocarriles con la misión de unir a los pueblos y mucho menos a los países, porque las compañías extranjeras solo se habían concentrado en usarlos para sacar productos mineros, banano, cacao y café. “Hoy en día –concluyó– los núcleos de población que crecieron y prosperaron en torno a los puntos en donde el tren se detenía padecen la misma decadencia que estos vagones decrépitos, estas locomotoras cansinas”.

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En realidad la mayoría de sus colegas en otros tiempos no lo vieron así. Antes, el ferrocarril era la esperanza, el ícono universal del progreso y el desarrollo; la manifestación más sorprendente del poder del hombre sobre la naturaleza, y su impacto se comparaba con el que había generado la imprenta. Era el arquetipo civilizatorio y moralizador que aparecía en las descripciones literarias internándose en la selva inhóspita, en la manigua, en los desiertos, en los valles solitarios, para llevar el progreso con su estela de humo al viento y su sonido de animal de vanguardia.

Charles Dickens lo describió como una especie de “poder que se forjó a sí mismo sobre sus vías de hierro, desafiando viejos senderos y caminos, perforando el corazón de todos los obstáculos”. Gustave Flaubert representó la civilización como la figura de Jesucristo conduciendo una locomotora que atraviesa una selva virgen, y un grabado europeo de amplia difusión recreó una especie de ferrocarril espiritual cuyo destino era el cielo: “De la tierra al Cielo la línea se extiende a la vida eterna que es donde termina”. En este infinito tránsito literario por las estaciones de la sublimación, el poeta Walt Whitman vio el tren como “la locomotora de feroz garganta”, que representaba “el prototipo de lo moderno”, “el pulso del continente”, con la que era posible “el matrimonio de continentes, climas y océanos”. Mientras que Robert Louis Stevenson, un escritor que hizo del viaje su forma de vida, dijo en El emigrante por gusto que el ferrocarril era la muestra más decantada de la época que se vivía; que condesaba en sí toda la “gama de categorías sociales”, y que el tren era por excelencia el tema más bullicioso, amplio y variado para una obra literaria duradera”. “¿Qué fue la ciudad de Troya comparado con esto?”, se preguntaba con el estilo de los que lanzan interrogantes cuando ya tienen la respuesta completamente analizada.

Nada de lo que había pasado anteriormente podía compararse con el ferrocarril. La locomotora era el punto más avanzado al que había llegado la civilización, y se convertiría en modelo de los cambios en el arte, la literatura, la tecnología, la economía, la política y la ciencia que vinieron posteriormente. En 1878 un colaborador de la Quarterly Review de Gran Bretaña escribió que “los monumentos más impresionantes de la época clásica o preclásica sólo fueron pobres triunfos de habilidad humana en comparación con el trabajo del ingeniero en ferrocarriles, en su cubrimiento de la faz de la tierra de vías de hierro que cruzaban valles y perforaban montañas, montando en fieros corceles más veloces que los de cualquier sueño poético”.

Esta metáfora locomotiva que alude a la aceleración del tiempo no podía ser más oportuna. Si algo caracteriza a la modernidad y establece un punto de ruptura con otros momentos históricos de la humanidad, es la concepción del tiempo. La aceleración ya no se relaciona con la escatología que hace inminente la llegada del apocalipsis y la destrucción, sino con un sentido secular mediante el cual los hombres autónomos logran con sus acciones que el tiempo avance a mayor velocidad para producir los cambios en la humanidad.

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El mundo no renuncia a la idea de la salvación, pero no es una salvación en términos religiosos, no es producto de la Providencia, sino el resultado de los cambios terrenales y mundanos, y en este proceso el tren cumple un papel importante. Que lo anterior estuvo presente desde los inicios de la tecnología ferroviaria, lo demuestra la entrada referida al ferrocarril en el diccionario enciclopédico Conversations-Lexikon der Gegenwart, del editor alemán Friedrich Arnold Brockhaus, publicado en Leipzig en 1838, cuando dice que el objetivo de la paz mundial que siempre ha perseguido la humanidad, “sobre las ruedas de los ferrocarriles que avanzan impetuosamente, se alcanzará con algunos siglos de adelanto”, y que sobre las vías férreas, el siglo XIX rodaba con vertiginosa velocidad “hacia una meta resplandeciente y magnífica”.

Los sueños en locomotora –como decía la Quarterly Review– iban más rápido que los sueños poéticos y la velocidad, que con el ferrocarril ya no era algo metafórico sino físico, preocupó a los especialistas de la salud de la época. En 1835, cuando se proyectó la primera línea ferroviaria en la región de Baviera (Alemania) –lo dice Walter Benjamin en uno de sus famosos Pasajes–, la facultad de medicina de la ciudad de Erlangen dictaminó en un informe que la velocidad producía enfermedades cerebrales y que, incluso, estas se podían presentar con la simple observación de un tren transitando rápidamente. Para evitarlo, el informe médico recomendó una solución –descabellada si tenemos en cuenta que mirar el paso del tren también era una de las atracciones del momento– que consistía en poner a ambos lados de la vía vallas de cinco pies de altura para impedir la visión del tren en tránsito.

El ferrocarril había generado tal revuelo que la misma ciencia parecía transitar los terrenos de la superstición y los miedos. Aunque el teólogo protestante y predicador alemán Karl Heinrich Christian Plath escribió en un libro publicado en 1871 sobre el significado sagrado del ferrocarril Atlántico-Pacífico en los Estados Unidos, y su condición de herramienta para la difusión de la cristiandad de costa a costa –como lo dijo el filósofo de la historia Reinhardt Koselleck–, la locomotora no escapó a la clasificación de bestia imponente, de animal salvaje, de “máquina peligrosa y desesperada”. Cuando “el tren de hierro atraviesa las puertas amuralladas de la montaña –sentenció Dolf Sternberger en su libro sobre el siglo XIX, publicado en 1938– parece regresar a su propia patria, donde reside la materia de la que ha sido hecho”. No se trataba del tren sometiendo a la naturaleza salvaje, sino de una simbiosis entre ferrocarril y naturaleza, porque el mismo tren era un artefacto salvaje. No todo era optimismo ferroviario.

La construcción del Ferrocarril de Panamá a mediados del siglo XIX –el primero que se construyó en Colombia–, convirtió el territorio en un escenario para el consumo de opio y en un cementerio de obreros chinos. Cuando la droga –que introducían los empresarios norteamericanos para evitar la disminución de la mano de obra– no lograba disipar las penas, muchos optaron por el suicidio como alternativa para escapar de la agonía laboral: se iban a las playas y esperaban apacibles a que los consumiera el mar con la subida de la marea. Los viajeros e inversionistas belgas George y Louis Verbrugghe contaron en sus memorias que una mañana amanecieron siete chinos ahorcados de un mismo árbol. Habían decidido quitarse la vida en un sitio conocido como Matachín, y la inventiva humorística caribeña, que en ocasiones transita los terrenos de la crueldad, no dudó en rebautizar el sitio como Matachinos. Pese a todo, para la mayoría de los países latinoamericanos a diferencia de Europa, el siglo XIX no representaba la fábrica y sus miserias, el conflicto social y el deterioro de la clase obrera, de modo que quizá esto contribuyó a que el ferrocarril no perdiera su imagen benefactora. El pito del tren alegraba los corazones de la gente y su estela de humo siguió siendo una especie de desinfectante contra los prejuicios y los atavismos de otras épocas.

En diciembre de 1948, Luis Tejada publicó La locomotora, una crónica en la que se dejó tentar por todo ese imaginario poetizado de rieles, durmientes, polines y calderas exultantes y otorgó condiciones sobrenaturales a este artefacto que consideraba superior en belleza, perfección y funcionalidad a cualquier otra criatura creada, incluso desde los tiempos antediluvianos: La locomotora es la síntesis de la fuerza suprema y de la alada ligereza. Poderosa y tierna, va por los campos veloz como la mariposa, pero aplasta como el formidable alud. Es un ser vivo y completo; tiene ojos que escrutan en la noche con intensidad sobrehumana; tiene un corazón detonante, cálido y nervioso, que arroja hacia nosotros su hálito vivificador, confianzudo y loco como el respirar fragoso de un ser que nos ama y solloza sobre nuestro pecho; tiene pies perfectos y ligeros, más que el casco del caballo y que la planta del hombre; porque el mecanismo de sus bielas y su ruedas la hace deslizar ágil, esbelta y desmelenada, semejante a una aparición ultraterrestre.

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En Colombia los ferrocarriles estuvieron en el centro de los debates doctrinarios. En 1872 Rafael Núñez hizo un enérgico llamado desde Liverpool: “¡Que se guarden bien los gobiernos de entregar el tránsito al monopolio de individuos o compañías particulares!”, decía. Dos años después, en un artículo publicado en París a propósito del ferrocarril del Norte, dijo que prescindir de los ferrocarriles era “condenarse al aniquilamiento”, y que estaba absolutamente convencido de que ese ferrocarril era un obra necesaria pero bajo el control del gobierno, y se opuso a quienes –de acuerdo con el economista Jean-Baptiste Say–, consideraban que los estados era malos administradores. Ilustró su ejemplo acudiendo a Inglaterra –”la tierra clásica de las compañías anónimas, de la descentralización y de la iniciativa individual”–, donde los correos eran asunto de administración estatal. Núñez fue más lejos, señaló que entregar la construcción y explotación del ferrocarril a compañías extranjeras en nombre del progreso, era una forma de administrar el territorio al estilo de los adelantados españoles, de modo que carecía de todo sentido que “después de habernos emancipado, a costa de torrentes de sangre, de las instituciones opresoras que nos legó el régimen colonial, viniésemos a caer en el monopolio de la locomoción”.

Más adelante, Miguel Antonio Caro –quien haría mancuerna política con Rafael Núñez cuando el cartagenero ya había morigerado el discurso liberal a sus ‘justas proporciones’–, dijo que valía “más el Evangelio, que cuantos libros antes y después de él se han escrito; y que el decálogo, que solo consta de diez renglones, ha hecho más bien a la humanidad que todos los ferrocarriles y telégrafos, y velas y vapores y máquinas cuyas resurrecciones, si no invenciones, aprecio como es justo y disfruto agradecido”.

Pero no sería desde los pulpitos ni desde el ascetismo literario del decálogo evangelista que se marcaría la pauta del propagandismo y la crítica ferroviaria en Colombia. El caballero en caravana rodante del que hablara Rafael Pombo en un poema de finales del siglo XIX, encontró en la visión secular, mundana y humana las metáforas precisas para regular la presión los vapores que salían de su caldera. El poeta León de Greiff –que trabajó durante varios años como pagador o contador en el Ferrocarril Troncal, en el tramo que iba desde Tulio Ospina hasta Anzá, bordeando la margen izquierda del río Cauca, en el afán del gobierno colombiano de construir una verdadera red nacional y no regional que conectara a Cartagena de Indias con Ipiales–, escribió en 1927 un poema sobre un ferrocarril que disciplinaba las lomas, los riscos y las colinas y los convertía en “insignes terraplenes”, en “simétricos taludes”. Quizá era lo más parecido a aquel asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo que describió la señora que lavaba ropa en el río de lecho de piedras como huevos prehistóricos de Macondo.

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Dagoberto(51763)21 de marzo de 2024 - 12:44 a. m.
¡Ah, buena columna, documentada y llena de historias fascinantes, que nos ofrece otra mirada sobre un medio de transporte que desapareció de Colombia hace mucho tiempo! Y como si fuese un apéndice de Cien Años de Soledad, cada cierto tiempo, por los meses de abril, un grupo de gitanos nos seducen con la promesa de la resurrección del tren. Gracias por su columna de hoy.
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