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El tráfico se ha detenido por un accidente, me puedo dar el lujo de mirar los pilones en forma de triángulos que sostienen la vía. El Viaducto se alza sobre el vacío, unen dos puntos distantes, pero ¿y si acaso este puente fuera una grieta en el camino?, una herida que se abre en el espacio para romper lo que son las ciudades. Sus dos pilones asemejan dos puñales que hieren el firmamento que se desangra a la misma hora todos los días.
Eso pensaba hace algunas horas. Ahora que camino por los andenes del Viaducto me siento tranquilo, la madrugada quita la preocupación por los ladrones. Pero eso no importa, si me roban o no, no me interesa. Mientras observo el río que pasa, desde arriba, sobre el vacío, las luces de las calles siguen encendidas, asemejan una galaxia con sus estrellas, planetas; una galaxia que reposa debajo mis pies. Todo está abajo, el mundo, las galaxias y las basuras que arrastra el río.
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Solo es un movimiento, un tomar aire y fundirme con el universo que yace estático allá abajo. Ese movimiento de las rodillas, de aferrarse por un momento a la estructura metálica de un puente para luego despegar hacia la nada. Es solo eso: un movimiento sin palabras, ni ideas, ni pasado, un simple salto que lo resuelve todo. Las rodillas se tensan, tiemblan —imposible fuera que no— los músculos se contraen y luego el silencio.
Un cuerpo atraviesa el vacío que separa El Viaducto del universo, asemeja un asteroide que choca contra un cuerpo celeste de mayor tamaño. El trayecto dura unos segundos. El impacto genera un sonido seco. La implosión del cuerpo al colisionar contra el pavimento rompe con todo: órganos y huesos, dejando una huella de sangre en el lugar.
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Abro los ojos y sigo en el mismo bus observando los carros que pasan. A un lado están las mismas personas, como recién aparecidas, puestas. Las observo, y no dicen palabra alguna, están ahí, quietas, sin moverse. Sombras que son movidas de un lugar a otro o, mejor dicho, llevadas por las vías de una ciudad que va de puente a puente y de infierno en infierno.