Vigencia de Simón Bolívar en “La Carta de Jamaica”
Aún hoy deslumbran por su claridad política las respuestas que Simón Bolívar fue entregando, paso a paso y con sólidos argumentos, a un jamaiquino preocupado con el futuro en libertad de nuestros pueblos.
Jorge Emilio Sierra Montoya*, especial para El Espectador
Como lo dice su nombre, “La Carta de Jamaica” es una carta de Bolívar, escrita (dictada, para ser precisos, a su secretario) el seis de septiembre de 1815, en respuesta a las preguntas que Henry Cullen, “un comerciante jamaiquino de origen británico”, le planteó sobre la situación política del momento y sus perspectivas. De ahí el título con el que fue bautizada desde un principio: “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla (Jamaica)”.
¿Qué preguntas, en particular? Ante todo, sobre cómo veía Bolívar la suerte de su patria, ya no sólo de Venezuela (donde nació y de la cual acababa de huir tras la caída de la segunda república), sino también de América en su conjunto y, especialmente, de la Nueva Granada, más aún cuando él recién había llegado a Jamaica desde Cartagena, escapando también de la temida reconquista española encabezada por Pablo Morillo, quien al final logró tomarse, en diciembre de ese año, a nuestra ciudad amurallada, cuya resistencia, durante tres largos meses, le merecería después el título de Ciudad Heroica.
De hecho, el jamaiquino iba añadiendo más y más interrogantes en su comunicación, no sin recordar, por ejemplo, “las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón”, mientras confiaba en la victoria final de la lucha librada por estas colonias contra su agresor, pidiéndole a su interlocutor que precisara cuál sería la política de cada provincia, con las formas de gobierno que tendrían al conseguir el éxito esperado.
A tales preguntas, Bolívar fue contestando, paso a paso y con sólidos argumentos que aún deslumbran por su claridad política, expuestos en un lenguaje limpio y contundente, acorde con las críticas circunstancias que nuestros pueblos atravesaban y ante el tortuoso e incierto camino que habrían de recorrer, bañados en sangre.
Es lo que abordaremos en la siguiente sección, empezando por el pasado que la América hispana traía a cuestas.
1- Visión del pasado
Para empezar, Bolívar aceptó la plena validez de lo dicho por su interlocutor sobre “las barbaridades” cometidas por los españoles desde el descubrimiento de América y durante tres largos siglos, en los pueblos conquistados del Nuevo Mundo, al tiempo que expresaba su satisfacción por oír dicho criterio en boca de un ciudadano inglés, como si éste fuera vocero de su lejana patria: Inglaterra, cuyo papel debería ser decisivo en la guerra de independencia, según veremos después.
Más aún: con su profundo espíritu racionalista, el ilustre caraqueño pasa a enunciar los argumentos que confirman la plena validez de tales acusaciones, refutando así a quienes la negaban por ser, en su opinión, infundados los cargos, productos de la fantasía o, al menos, de la exageración y tergiversación de los hechos.
¡No! Ahí estaban, como pruebas, las valientes denuncias del sacerdote español Bartolomé de las Casas, arzobispo de Chiapas (México), quien “denunció, ante su gobierno y contemporáneos, los actos más bochornosos de un frenesí sanguinario”, y, de otra parte, documentos oficiales de Sevilla, en cuyos archivos reposaban las investigaciones en tal sentido a los “conquistadores”, con los procesos respectivos que venían siguiendo los mismos historiadores, además de “los testimonios de personas respetables”, al decir de la Carta.
Pero no sólo eso. Bolívar hace alusión acá a situaciones específicas, bastante críticas, que reflejan la dolorosa realidad política, económica y social a través de los tiempos, acentuada precisamente en los años previos, tanto por las llamadas reformas borbónicas como por las drásticas medidas del rey Fernando VII cuando recuperó el trono al concluir la invasión napoleónica.
Enunciemos esto, a vuelo de pájaro: la existencia política de nuestros pueblos era nula, careciendo de libertad y lejos, por completo, del conocimiento y manejo de los asuntos públicos; los nativos (no los españoles, como es obvio) vivían en un estado de servidumbre, como esclavos, en su trabajo, cuya condición era lo único que contaba, además de ser simples consumidores.
No teníamos, pues, derechos mínimos, básicos: ni a cultivar los frutos que se producían en Europa, ni a competir con el monopolio real de los estancos, ni a tener los privilegios y facilidades comerciales de los peninsulares, pero sí soportando pesadas cargas tributarias, hasta por los pobres campesinos, cuyos cultivos de añil, caña, café y algodón eran el único camino que nos dejaban, con algo de ganadería y, por último, lo que en verdad era fundamental: la explotación del oro, ¡su maravilloso y codiciado Dorado!
Todo ello en medio del maltrato, la discriminación, los abusos y, para terminar, aquella “guerra de exterminio” que se venía dando, a lo largo y ancho de la región, en el marco de la citada reconquista española, con Pablo Morillo a la cabeza de su enorme y poderoso ejército.
La era del terror estaba en marcha.
2- Visión del presente
Pasemos ahora al presente que Bolívar veía entonces desde Jamaica. Como anotamos al principio, él estaba afligido, igual que su amigo británico, por los “tormentos” de su patria, tanto en Venezuela, su tierra natal, como en el resto del Nuevo Mundo.
Recordemos: estamos en 1815, después de que nuestros pueblos, tras la caída del rey Fernando VII por la invasión napoleónica a España, declararon su independencia por ese vacío de poder, el no reconocimiento de las autoridades francesas y la reacción ante los atropellos que venimos comentando. Fue lo que sucedió entre nosotros, en la Nueva Granada, el 20 de julio de 1810, y así en el resto de la región.
Pero, cuando el mencionado rey recupera el poder, lanza una fuerte arremetida por la recuperación total de sus colonias en América, conocida precisamente como La reconquista española. Fue una época de terror, insistamos. Y es esto lo que se describe, a continuación, en la Carta de Jamaica.
(Puede complementar con: ONU alerta sobre riesgos de “ansiedad demográfica” para la democracia, ¿por qué?)
“El lazo que nos unía a España está cortado”, señala Bolívar en forma tajante, contundente, si bien admite que antes estábamos unidos por cierta obediencia voluntaria, un comercio con intereses comunes, la religión católica y hasta el origen hispano de los padres, como era su caso y el de otros líderes patriotas que habían tomado el mando por lo dicho arriba. “El principio de adhesión parecía eterno”, concluye.
No obstante, lo que antes las unía -añade, con tono desafiante-, hoy las separa, pues nuestro odio a la Península es mayor incluso que el vasto océano que nos distancia, siendo más difícil unir a ambos continentes que lograr la reconciliación entre sus pueblos.
De los acuerdos fraternos, nada queda. En sus propias palabras, “sucede lo contrario: el deshonor, cuanto es nocivo nos amenaza y tememos”, para rematar con un duro mensaje, que es una verdadera declaratoria de guerra, hasta la muerte: “Todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra”.
Tampoco podemos dejar de citar lo que dice unas líneas más adelante: “Ya hemos visto la luz (o sea, la independencia de 1810) y se nos quiere volver a las tinieblas (con la reconquista española)”. Y agrega: “Ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos”.
De ahí pasa a dar un vistazo rápido a la sombría situación que los distintos países de América, desde el Río de La Plata y Chile, cruzando por Perú, la Nueva Granada y Venezuela, hasta Nueva España (México y Centroamérica), Puerto Rico y Cuba, donde 16 millones de personas aún defienden sus derechos, aunque habrían muerto, en esta guerra de exterminio, alrededor de una octava parte de la población.
“La Patria Boba”
¿Cuál era, pues, el estado actual de América en aquellos momentos, cuando se desató la reconquista que pretendía dar al traste con la independencia de nuestros países? Según Bolívar, era similar a la del Imperio Romano, cuando se desmembró por completo y en cada parte se formó un sistema político propio, diferente, que en gran medida contribuyó a ahondar su crisis y acelerar la extinción.
En efecto, cada estado en el Nuevo Mundo echó por su lado, a diferencia de los Estados Unidos, en Norteamérica, donde se impuso un régimen federal que, por cierto, fue promovido a nivel interno en nuestros incipientes estados nacionales, si bien con la oposición, a sangre y fuego, por parte de los amigos del centralismo, desembocando en guerras civiles.
Pero, aquí viene la actitud crítica, bastante realista, de nuestro futuro Libertador: según él, no estábamos preparados aún para la independencia, partiendo del hecho simple, evidente, de que esto se desató en forma súbita, como “efecto de las ilegítimas sucesiones de Bayona”, o, sea, cuando las colonias americanas se quedaron sin un rey al que obedecer, ante la caída sorpresiva de Fernando VII en manos de Napoleón.
Y no lo estábamos, aunque nos duela aceptarlo, porque en los tres largos siglos de dominio hispano nunca fuimos gobernantes, ni conocimos el ejercicio efectivo del gobierno, ni tuvimos el poder político, ni el religioso, ni siquiera en la diplomacia o la justicia, ni en el comercio y el sistema financiero.
“Jamás éramos virreyes, ni gobernadores, arzobispos y obispos, diplomáticos, militares, nobles, magistrados, financistas, comerciantes”, dice, no sin lamentarse con rabia y dolor.
“América no estaba preparada para desligarse de la metrópoli”, admite. Y no lo estaba -precisa- porque tal situación impedía, por principio, tener la capacidad suficiente para ejercer a cabalidad el poder político, máximo poder en la sociedad, del cual dependen los pueblos y sus correspondientes países.
De ahí que afirme, de manera enfática: “Sin conocimientos previos ni práctica en negocios públicos…, (se asumieron) dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades” se requieren para el manejo del Estado.
Hubo, sí, una estrategia común en América, tras esa independencia temprana: seguridad interna, en primer lugar, y luego, seguridad frente al exterior, donde lejos, muy lejos, se veía a España.
Y claro, aparecieron los nuevos gobiernos con sus juntas populares, todo ello en el marco del sistema democrático liberal, a la sombra de las revoluciones francesa y norteamericana, con su orden constitucional expresado en la separación de poderes públicos, el respeto debido a los derechos humanos, la justicia y la libertad en busca de la mayor felicidad posible, según las sabias enseñanzas de Montesquieu, cuyo “Espíritu de las Leyes” era seguido, al pie de la letra, por Bolívar, exaltado también por “El contrato social” de Rousseau.
(Quizás quiera leer: “La democracia se tramita a partir de los disensos”: Academia de Jurisprudencia)
Sólo que aquí y allá estallaron conflictos en la lucha por el poder, entre federalistas y centralistas, que, como se vio entre nosotros, en la Nueva Granada, casi le cuesta la vida al propio general Bolívar durante la histórica noche septembrina, fruto de la conspiración de sus enemigos.
Fueron los tiempos de “La Patria Boba”, en palabras de Antonio Nariño, que le abrió paso a la temida reconquista y el correspondiente avance de las tropas españolas para imponer de nuevo la sumisión al rey.
Llamado a Europa
Hagamos, sin embargo, un breve paréntesis para referirnos al llamado de Bolívar, en su Carta de Jamaica, a los países europeos y, en especial, a Inglaterra, en el sentido de darnos su apoyo en la guerra de independencia, antes de pasar a las formas de gobierno que él veía para nuestros pueblos y el futuro que les auguraba, cuyas predicciones se cumplirían, para fortuna de América. Veamos.
“¿La Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad -se preguntaba, recurriendo a su elocuencia, tanto como a sus principios políticos y morales-, permite que una vieja serpiente, por solo satisfacer su saña envenenada, devore la mayor parte de nuestro globo?”.
Sí, esa vieja serpiente es España, dispuesta a devorar a América, mientras Europa permanece “sorda”, indiferente al terrible drama de nuestros pueblos, sin pensar siquiera en sus particulares intereses, ni en la justicia, ni en los derechos humanos, ni siquiera en la democracia que en ella misma, como en Francia e Inglaterra, había dado su libertad.
“¿Tanto se ha endurecido (Europa) -interrogó con insistencia, reclamando a los gritos-, para ser de este modo insensible?”. Y agregaba, confundido: “Estas cuestiones, cuanto más las medito, más me confunden”, temiendo, por un instante, que allí se deseara también la destrucción de América. “Pero, América no es España”, admitía, confiado.
Recurría, entonces, por enésima vez, a sólidos argumentos para conseguir su propósito. De una parte, era inminente la derrota de España “sin marina, sin tesoro y casi sin soldados”, pero también sin manufacturas, ni producción suficiente, ni artes, ni ciencia, ni política. La suya, pues, era una “loca empresa” que tarde o temprano se iría a pique, aunque ahora venciera, cuando nuestros hijos emprendieran de nuevo, sin cansancio, su lucha.
De ahí que lance un prudente consejo a sus posibles aliados: “La Europa le haría bien a la España en su obstinada temeridad”, dice, aduciendo que en tal sentido ahorraría cuantiosos gastos y evitaría muchas muertes para dedicarse, más bien, a fundar su prosperidad y poder sobre “bases más sólidas que las de inciertos conflictos, ni comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y peligrosos”.
Sería ésta, en fin, una sana política europea, contribuyendo al “equilibrio del mundo” (anticipo, valga anotarlo, del análisis geopolítico, hoy en boga), fortaleciendo su comercio y respetando “todas las leyes de la equidad”, en beneficio propio o de sus intereses.
Un reclamo similar hace Bolívar a los Estados Unidos de América, “nuestros hermanos del norte”, también mudos espectadores en una contienda que, “por su esencia -proclama- es la más justa, y por sus resultados, la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos”.
Confianza en el triunfo
A todo lo largo de su Carta de Jamaica, Bolívar se muestra confiado en que, a pesar de las dificultades, las derrotas y las numerosas víctimas de nuestros pueblos en este período de reconquista española, al final saldremos triunfantes, como su propio interlocutor le aseguró también desde un comienzo.
“Yo tomo esta esperanza -le dice- por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres”. Ahí se refiere incluso a la justicia divina, afirmando lo siguiente: “Dios sostiene la justa causa de los americanos y les concederá su independencia”.
Más aún: tal justicia se fundamenta en los derechos naturales, uno de los grandes pilares de la democracia moderna, no sólo en Francia, a través especialmente de Rousseau, sino en Inglaterra, donde la teoría política de John Locke le abrió paso al régimen parlamentario y la monarquía constitucional aún vigente.
“Debemos -precisa- recobrar los derechos con que el creador y la naturaleza han dotado (a América)”, enunciando claramente los derechos naturales, consagrados en la histórica Declaración de los Derechos del Hombre en la Revolución Francesa, traducidos por Nariño.
De otra parte, el apoyo popular es indispensable para asegurar la victoria. “El pueblo que ama su independencia, por fin la logra”, sentencia. Por esto, al hacer un recorrido, similar al de antes, por los distintos países de la región, sus mensajes de optimismo se repiten una y otra vez, aquí y allá, por encima de todo. “Los mejicanos serán libres”, aseguraba, como muestra de ello.
Pero reclamaba una condición sine qua non para ganar la guerra: la unión entre los pueblos y en cada uno, que fue, hasta el último día de su vida, el principio básico de su doctrina, ya no sólo de palabra sino en la práctica. “Lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre es la unión”, observa, anticipando las palabras finales de su última proclama.
“Un gobierno libre”, subrayemos. “Seamos fuertes -añade-, bajo los auspicios de una nación liberal”. Con esto ya entramos al futuro político de América y sus posibles formas de gobierno, en respuesta las peticiones de Cullen.
Las formas de gobierno
Por último, la Carta de Jamaica vislumbra el futuro político de América y, por ende, sus posibles formas de gobierno, algo aventurado, difícil, pero donde Bolívar hizo sus propias conjeturas en cada país, dejando entrever, obviamente, sus preferencias. Ésta es, en definitiva, la etapa final de nuestro recorrido por dicho documento.
De hecho, él se inclina por la formación de repúblicas, cuyos gobiernos, según los principios de la democracia moderna, tienen su origen en la voluntad popular, expresada en las elecciones, y la correspondiente jefatura del Estado en manos del presidente de la República, si bien éste debe someterse al control debido de los demás poderes del Estado, como el legislativo (Congreso de la República) y el judicial, fundamento, a su vez, del llamado Estado de Derecho.
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“Los americanos -dice-, ansiosos de paz, ciencia, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas”, como de veras ocurrió en el continente, desde el norte hasta el centro y el sur, tras las guerras de independencia.
Al respecto, no obstante, mantiene sus reservas: admira, como vimos antes, el modelo democrático de Estados Unidos, aunque descarta de plano que sus “sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho -advierte- que vengan a ser nuestra ruina”, con lo cual cuestionaba tanta autonomía de los estados federales, del federalismo que aún entre nosotros, en la Nueva Granada, venía tomando fuerza.
Era amigo, por tanto, del centralismo y de un régimen presidencial, como todos sabemos. Y se enfrentaba, por consiguiente, al denominado “espíritu de partidos” y sus luchas partidistas, sectarias, que desembocaron, hacía poco, en guerras civiles que podían repetirse y acentuarse tras la siguiente y definitiva independencia de nuestros países.
Nada de monarquías, ni de carácter universal, para toda América, sino pequeñas repúblicas en los cerca de 20 Estados independientes que habrían de nacer tan pronto derrotaran a los españoles en su intento fallido de la reconquista.
Y siempre, siempre, el camino de la unión, como dijo en su célebre Proclama, antes de su fallecimiento en 1830: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
3- Vigencia de La Carta
Acabamos de exponer, en forma amplia pero también resumida, el contenido de la Carta de Jamaica, con la mayor objetividad posible, al margen de criterios partidistas o tendencias ideológicas que, por lo general, han sido la constante entre quienes abordan el pensamiento bolivariano, por lo cual es común alinearlo en la izquierda o la derecha, el liberalismo o el conservatismo, y la democracia popular, socialista, o la democracia liberal, capitalista.
A mi modo de ver, tales posiciones son respetables, si bien parcializadas, y poco contribuyen a la formación de una auténtica historia de las ideas políticas en Colombia y América Latina, como intenté demostrarlo, en el marco de la Ciencia Política, con mi libro sobre las ideas políticas de Jorge Eliécer Gaitán, cuya nueva edición fue recientemente publicada en Amazon.
Éste es, sin duda, el primer aspecto que confirma la vigencia de Bolívar en la actualidad, más aún cuando el documento en cuestión contiene elementos políticos, históricos, filosóficos, literarios, culturales, económicos y éticos, que pudimos apreciar en su recorrido. He ahí algo que confirma cuán válido es en la actualidad, de cara al futuro.
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Pero volvamos a él en tal sentido y subrayemos algunos de dichos elementos, dignos de consideración en las circunstancias presentes.
En su análisis político, es claro que, fuera del hondo sentimiento y las emociones que envuelven al escrito, lo fundamental en él son sus argumentos, obviamente con el propósito fundamental de convencer a los países europeos y, en especial, a Inglaterra (de donde era oriundo su amigo jamaiquino), de sumarse a nuestra lucha de independencia para asegurar su triunfo frente a la reconquista española. Acá se impone, pues, el análisis racional, característico -repito- de la Ciencia Política, donde la objetividad científica es imprescindible.
En igual sentido, dicho análisis se centra en aspectos históricos, consciente su autor de que tales hechos sociales, colectivos, tienen su origen en el pasado, en la tradición, en el camino ya recorrido por nuestros pueblos, que es también una forma de proclamar, según la regla básica de las ciencias humanas y sociales, la importancia de la historia, sin la cual los fenómenos contemporáneos no son comprensibles.
Y ahí es fundamental, al hablarse del conocimiento indispensable de la historia, la importancia misma de la educación, pilar fundamental de la democracia moderna y sin la cual ésta no tiene cómo formarse, quedándose en un estado incipiente, infantil, como la que Bolívar denunciaba en su momento.
Preguntas a granel
¿Tenemos en Colombia -cabe preguntar- una democracia sólida, madura, con alta cultura política o, por el contrario, es ajena a la historia y la educación, un terreno abonado para el populismo, el sectarismo y el fanatismo, características propias de sociedades atrasadas, sin formación?
De otra parte, primaba en Bolívar, en su Carta de Jamaica, el afán de independencia patria, libertad y justicia, es decir, la primacía de sus sueños e ideales, trascendiendo el racionalismo descrito y el realismo pragmático de que hizo gala en tan pocas páginas.
¿Ahora, en nombre de la vigencia que invocamos, sí poseemos un espíritu pleno de trascendencia o, en cambio, vivimos sólo el momento, sin importarnos el pasado ni el futuro, con indiferentes a los mayores retos de la existencia humana?
¿Se imponen, pues, la indiferencia en medio de un egoísmo desbordado, dedicado al goce personal, no colectivo, y al entretenimiento, sólo pasando el tiempo, sin preocuparnos, en lo más mínimo, por el futuro de nuestra patria, ni por su historia, cuyas representaciones simbólicas han sido atacadas en recientes manifestaciones públicas?
Recordemos: Bolívar cuestionó a la que dio en llamarse “Patria boba”. ¿Será que estamos en ella todavía? Como entonces, ¿no estamos preparados para asumir los retos que nos corresponde librar, como la inteligencia artificial que empieza a tomarse el mundo? ¿La educación que tenemos sí nos garantiza alcanzar tal propósito, tanto o más necesario que el presenciado por nuestro Libertador en su época?
No olvidemos que las guerras civiles fueron el resultado natural de aquella “Patria boba”, por la lucha entre federalistas y centralistas, la cual se prolongó, entre nosotros, durante la segunda mitad del siglo XIX, hasta la Guerra de los mil días; en la violencia política de los años cincuenta, cuyas huellas aún pisamos, y en el terrorismo de las últimas décadas, sea de grupos guerrilleros, narcotraficantes o bandas criminales, mientras la polarización política en el país es pan de cada día.
Ante esto, no nos queda sino invocar de nuevo, por enésima vez, el llamado bolivariano a la unión, consignado en su Última Proclama: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Como es evidente, no hubo paz a su muerte, ni después, ni ahora, en gran medida por iguales o similares causas a las que él señalaba.
A pesar de esto, debemos sumarnos, en coro, al pedido de unión nacional, de concertación en el manejo del Estado y, sobre todo, del compromiso personal y colectivo para ser fieles a la democracia y la república que Simón Bolívar nos legó, la mayor herencia de nuestro pueblo.
Y, como él, avancemos confiados hacia el futuro, cueste lo que cueste.
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Como lo dice su nombre, “La Carta de Jamaica” es una carta de Bolívar, escrita (dictada, para ser precisos, a su secretario) el seis de septiembre de 1815, en respuesta a las preguntas que Henry Cullen, “un comerciante jamaiquino de origen británico”, le planteó sobre la situación política del momento y sus perspectivas. De ahí el título con el que fue bautizada desde un principio: “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla (Jamaica)”.
¿Qué preguntas, en particular? Ante todo, sobre cómo veía Bolívar la suerte de su patria, ya no sólo de Venezuela (donde nació y de la cual acababa de huir tras la caída de la segunda república), sino también de América en su conjunto y, especialmente, de la Nueva Granada, más aún cuando él recién había llegado a Jamaica desde Cartagena, escapando también de la temida reconquista española encabezada por Pablo Morillo, quien al final logró tomarse, en diciembre de ese año, a nuestra ciudad amurallada, cuya resistencia, durante tres largos meses, le merecería después el título de Ciudad Heroica.
De hecho, el jamaiquino iba añadiendo más y más interrogantes en su comunicación, no sin recordar, por ejemplo, “las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón”, mientras confiaba en la victoria final de la lucha librada por estas colonias contra su agresor, pidiéndole a su interlocutor que precisara cuál sería la política de cada provincia, con las formas de gobierno que tendrían al conseguir el éxito esperado.
A tales preguntas, Bolívar fue contestando, paso a paso y con sólidos argumentos que aún deslumbran por su claridad política, expuestos en un lenguaje limpio y contundente, acorde con las críticas circunstancias que nuestros pueblos atravesaban y ante el tortuoso e incierto camino que habrían de recorrer, bañados en sangre.
Es lo que abordaremos en la siguiente sección, empezando por el pasado que la América hispana traía a cuestas.
1- Visión del pasado
Para empezar, Bolívar aceptó la plena validez de lo dicho por su interlocutor sobre “las barbaridades” cometidas por los españoles desde el descubrimiento de América y durante tres largos siglos, en los pueblos conquistados del Nuevo Mundo, al tiempo que expresaba su satisfacción por oír dicho criterio en boca de un ciudadano inglés, como si éste fuera vocero de su lejana patria: Inglaterra, cuyo papel debería ser decisivo en la guerra de independencia, según veremos después.
Más aún: con su profundo espíritu racionalista, el ilustre caraqueño pasa a enunciar los argumentos que confirman la plena validez de tales acusaciones, refutando así a quienes la negaban por ser, en su opinión, infundados los cargos, productos de la fantasía o, al menos, de la exageración y tergiversación de los hechos.
¡No! Ahí estaban, como pruebas, las valientes denuncias del sacerdote español Bartolomé de las Casas, arzobispo de Chiapas (México), quien “denunció, ante su gobierno y contemporáneos, los actos más bochornosos de un frenesí sanguinario”, y, de otra parte, documentos oficiales de Sevilla, en cuyos archivos reposaban las investigaciones en tal sentido a los “conquistadores”, con los procesos respectivos que venían siguiendo los mismos historiadores, además de “los testimonios de personas respetables”, al decir de la Carta.
Pero no sólo eso. Bolívar hace alusión acá a situaciones específicas, bastante críticas, que reflejan la dolorosa realidad política, económica y social a través de los tiempos, acentuada precisamente en los años previos, tanto por las llamadas reformas borbónicas como por las drásticas medidas del rey Fernando VII cuando recuperó el trono al concluir la invasión napoleónica.
Enunciemos esto, a vuelo de pájaro: la existencia política de nuestros pueblos era nula, careciendo de libertad y lejos, por completo, del conocimiento y manejo de los asuntos públicos; los nativos (no los españoles, como es obvio) vivían en un estado de servidumbre, como esclavos, en su trabajo, cuya condición era lo único que contaba, además de ser simples consumidores.
No teníamos, pues, derechos mínimos, básicos: ni a cultivar los frutos que se producían en Europa, ni a competir con el monopolio real de los estancos, ni a tener los privilegios y facilidades comerciales de los peninsulares, pero sí soportando pesadas cargas tributarias, hasta por los pobres campesinos, cuyos cultivos de añil, caña, café y algodón eran el único camino que nos dejaban, con algo de ganadería y, por último, lo que en verdad era fundamental: la explotación del oro, ¡su maravilloso y codiciado Dorado!
Todo ello en medio del maltrato, la discriminación, los abusos y, para terminar, aquella “guerra de exterminio” que se venía dando, a lo largo y ancho de la región, en el marco de la citada reconquista española, con Pablo Morillo a la cabeza de su enorme y poderoso ejército.
La era del terror estaba en marcha.
2- Visión del presente
Pasemos ahora al presente que Bolívar veía entonces desde Jamaica. Como anotamos al principio, él estaba afligido, igual que su amigo británico, por los “tormentos” de su patria, tanto en Venezuela, su tierra natal, como en el resto del Nuevo Mundo.
Recordemos: estamos en 1815, después de que nuestros pueblos, tras la caída del rey Fernando VII por la invasión napoleónica a España, declararon su independencia por ese vacío de poder, el no reconocimiento de las autoridades francesas y la reacción ante los atropellos que venimos comentando. Fue lo que sucedió entre nosotros, en la Nueva Granada, el 20 de julio de 1810, y así en el resto de la región.
Pero, cuando el mencionado rey recupera el poder, lanza una fuerte arremetida por la recuperación total de sus colonias en América, conocida precisamente como La reconquista española. Fue una época de terror, insistamos. Y es esto lo que se describe, a continuación, en la Carta de Jamaica.
(Puede complementar con: ONU alerta sobre riesgos de “ansiedad demográfica” para la democracia, ¿por qué?)
“El lazo que nos unía a España está cortado”, señala Bolívar en forma tajante, contundente, si bien admite que antes estábamos unidos por cierta obediencia voluntaria, un comercio con intereses comunes, la religión católica y hasta el origen hispano de los padres, como era su caso y el de otros líderes patriotas que habían tomado el mando por lo dicho arriba. “El principio de adhesión parecía eterno”, concluye.
No obstante, lo que antes las unía -añade, con tono desafiante-, hoy las separa, pues nuestro odio a la Península es mayor incluso que el vasto océano que nos distancia, siendo más difícil unir a ambos continentes que lograr la reconciliación entre sus pueblos.
De los acuerdos fraternos, nada queda. En sus propias palabras, “sucede lo contrario: el deshonor, cuanto es nocivo nos amenaza y tememos”, para rematar con un duro mensaje, que es una verdadera declaratoria de guerra, hasta la muerte: “Todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra”.
Tampoco podemos dejar de citar lo que dice unas líneas más adelante: “Ya hemos visto la luz (o sea, la independencia de 1810) y se nos quiere volver a las tinieblas (con la reconquista española)”. Y agrega: “Ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos”.
De ahí pasa a dar un vistazo rápido a la sombría situación que los distintos países de América, desde el Río de La Plata y Chile, cruzando por Perú, la Nueva Granada y Venezuela, hasta Nueva España (México y Centroamérica), Puerto Rico y Cuba, donde 16 millones de personas aún defienden sus derechos, aunque habrían muerto, en esta guerra de exterminio, alrededor de una octava parte de la población.
“La Patria Boba”
¿Cuál era, pues, el estado actual de América en aquellos momentos, cuando se desató la reconquista que pretendía dar al traste con la independencia de nuestros países? Según Bolívar, era similar a la del Imperio Romano, cuando se desmembró por completo y en cada parte se formó un sistema político propio, diferente, que en gran medida contribuyó a ahondar su crisis y acelerar la extinción.
En efecto, cada estado en el Nuevo Mundo echó por su lado, a diferencia de los Estados Unidos, en Norteamérica, donde se impuso un régimen federal que, por cierto, fue promovido a nivel interno en nuestros incipientes estados nacionales, si bien con la oposición, a sangre y fuego, por parte de los amigos del centralismo, desembocando en guerras civiles.
Pero, aquí viene la actitud crítica, bastante realista, de nuestro futuro Libertador: según él, no estábamos preparados aún para la independencia, partiendo del hecho simple, evidente, de que esto se desató en forma súbita, como “efecto de las ilegítimas sucesiones de Bayona”, o, sea, cuando las colonias americanas se quedaron sin un rey al que obedecer, ante la caída sorpresiva de Fernando VII en manos de Napoleón.
Y no lo estábamos, aunque nos duela aceptarlo, porque en los tres largos siglos de dominio hispano nunca fuimos gobernantes, ni conocimos el ejercicio efectivo del gobierno, ni tuvimos el poder político, ni el religioso, ni siquiera en la diplomacia o la justicia, ni en el comercio y el sistema financiero.
“Jamás éramos virreyes, ni gobernadores, arzobispos y obispos, diplomáticos, militares, nobles, magistrados, financistas, comerciantes”, dice, no sin lamentarse con rabia y dolor.
“América no estaba preparada para desligarse de la metrópoli”, admite. Y no lo estaba -precisa- porque tal situación impedía, por principio, tener la capacidad suficiente para ejercer a cabalidad el poder político, máximo poder en la sociedad, del cual dependen los pueblos y sus correspondientes países.
De ahí que afirme, de manera enfática: “Sin conocimientos previos ni práctica en negocios públicos…, (se asumieron) dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades” se requieren para el manejo del Estado.
Hubo, sí, una estrategia común en América, tras esa independencia temprana: seguridad interna, en primer lugar, y luego, seguridad frente al exterior, donde lejos, muy lejos, se veía a España.
Y claro, aparecieron los nuevos gobiernos con sus juntas populares, todo ello en el marco del sistema democrático liberal, a la sombra de las revoluciones francesa y norteamericana, con su orden constitucional expresado en la separación de poderes públicos, el respeto debido a los derechos humanos, la justicia y la libertad en busca de la mayor felicidad posible, según las sabias enseñanzas de Montesquieu, cuyo “Espíritu de las Leyes” era seguido, al pie de la letra, por Bolívar, exaltado también por “El contrato social” de Rousseau.
(Quizás quiera leer: “La democracia se tramita a partir de los disensos”: Academia de Jurisprudencia)
Sólo que aquí y allá estallaron conflictos en la lucha por el poder, entre federalistas y centralistas, que, como se vio entre nosotros, en la Nueva Granada, casi le cuesta la vida al propio general Bolívar durante la histórica noche septembrina, fruto de la conspiración de sus enemigos.
Fueron los tiempos de “La Patria Boba”, en palabras de Antonio Nariño, que le abrió paso a la temida reconquista y el correspondiente avance de las tropas españolas para imponer de nuevo la sumisión al rey.
Llamado a Europa
Hagamos, sin embargo, un breve paréntesis para referirnos al llamado de Bolívar, en su Carta de Jamaica, a los países europeos y, en especial, a Inglaterra, en el sentido de darnos su apoyo en la guerra de independencia, antes de pasar a las formas de gobierno que él veía para nuestros pueblos y el futuro que les auguraba, cuyas predicciones se cumplirían, para fortuna de América. Veamos.
“¿La Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad -se preguntaba, recurriendo a su elocuencia, tanto como a sus principios políticos y morales-, permite que una vieja serpiente, por solo satisfacer su saña envenenada, devore la mayor parte de nuestro globo?”.
Sí, esa vieja serpiente es España, dispuesta a devorar a América, mientras Europa permanece “sorda”, indiferente al terrible drama de nuestros pueblos, sin pensar siquiera en sus particulares intereses, ni en la justicia, ni en los derechos humanos, ni siquiera en la democracia que en ella misma, como en Francia e Inglaterra, había dado su libertad.
“¿Tanto se ha endurecido (Europa) -interrogó con insistencia, reclamando a los gritos-, para ser de este modo insensible?”. Y agregaba, confundido: “Estas cuestiones, cuanto más las medito, más me confunden”, temiendo, por un instante, que allí se deseara también la destrucción de América. “Pero, América no es España”, admitía, confiado.
Recurría, entonces, por enésima vez, a sólidos argumentos para conseguir su propósito. De una parte, era inminente la derrota de España “sin marina, sin tesoro y casi sin soldados”, pero también sin manufacturas, ni producción suficiente, ni artes, ni ciencia, ni política. La suya, pues, era una “loca empresa” que tarde o temprano se iría a pique, aunque ahora venciera, cuando nuestros hijos emprendieran de nuevo, sin cansancio, su lucha.
De ahí que lance un prudente consejo a sus posibles aliados: “La Europa le haría bien a la España en su obstinada temeridad”, dice, aduciendo que en tal sentido ahorraría cuantiosos gastos y evitaría muchas muertes para dedicarse, más bien, a fundar su prosperidad y poder sobre “bases más sólidas que las de inciertos conflictos, ni comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y peligrosos”.
Sería ésta, en fin, una sana política europea, contribuyendo al “equilibrio del mundo” (anticipo, valga anotarlo, del análisis geopolítico, hoy en boga), fortaleciendo su comercio y respetando “todas las leyes de la equidad”, en beneficio propio o de sus intereses.
Un reclamo similar hace Bolívar a los Estados Unidos de América, “nuestros hermanos del norte”, también mudos espectadores en una contienda que, “por su esencia -proclama- es la más justa, y por sus resultados, la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos”.
Confianza en el triunfo
A todo lo largo de su Carta de Jamaica, Bolívar se muestra confiado en que, a pesar de las dificultades, las derrotas y las numerosas víctimas de nuestros pueblos en este período de reconquista española, al final saldremos triunfantes, como su propio interlocutor le aseguró también desde un comienzo.
“Yo tomo esta esperanza -le dice- por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres”. Ahí se refiere incluso a la justicia divina, afirmando lo siguiente: “Dios sostiene la justa causa de los americanos y les concederá su independencia”.
Más aún: tal justicia se fundamenta en los derechos naturales, uno de los grandes pilares de la democracia moderna, no sólo en Francia, a través especialmente de Rousseau, sino en Inglaterra, donde la teoría política de John Locke le abrió paso al régimen parlamentario y la monarquía constitucional aún vigente.
“Debemos -precisa- recobrar los derechos con que el creador y la naturaleza han dotado (a América)”, enunciando claramente los derechos naturales, consagrados en la histórica Declaración de los Derechos del Hombre en la Revolución Francesa, traducidos por Nariño.
De otra parte, el apoyo popular es indispensable para asegurar la victoria. “El pueblo que ama su independencia, por fin la logra”, sentencia. Por esto, al hacer un recorrido, similar al de antes, por los distintos países de la región, sus mensajes de optimismo se repiten una y otra vez, aquí y allá, por encima de todo. “Los mejicanos serán libres”, aseguraba, como muestra de ello.
Pero reclamaba una condición sine qua non para ganar la guerra: la unión entre los pueblos y en cada uno, que fue, hasta el último día de su vida, el principio básico de su doctrina, ya no sólo de palabra sino en la práctica. “Lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre es la unión”, observa, anticipando las palabras finales de su última proclama.
“Un gobierno libre”, subrayemos. “Seamos fuertes -añade-, bajo los auspicios de una nación liberal”. Con esto ya entramos al futuro político de América y sus posibles formas de gobierno, en respuesta las peticiones de Cullen.
Las formas de gobierno
Por último, la Carta de Jamaica vislumbra el futuro político de América y, por ende, sus posibles formas de gobierno, algo aventurado, difícil, pero donde Bolívar hizo sus propias conjeturas en cada país, dejando entrever, obviamente, sus preferencias. Ésta es, en definitiva, la etapa final de nuestro recorrido por dicho documento.
De hecho, él se inclina por la formación de repúblicas, cuyos gobiernos, según los principios de la democracia moderna, tienen su origen en la voluntad popular, expresada en las elecciones, y la correspondiente jefatura del Estado en manos del presidente de la República, si bien éste debe someterse al control debido de los demás poderes del Estado, como el legislativo (Congreso de la República) y el judicial, fundamento, a su vez, del llamado Estado de Derecho.
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“Los americanos -dice-, ansiosos de paz, ciencia, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas”, como de veras ocurrió en el continente, desde el norte hasta el centro y el sur, tras las guerras de independencia.
Al respecto, no obstante, mantiene sus reservas: admira, como vimos antes, el modelo democrático de Estados Unidos, aunque descarta de plano que sus “sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho -advierte- que vengan a ser nuestra ruina”, con lo cual cuestionaba tanta autonomía de los estados federales, del federalismo que aún entre nosotros, en la Nueva Granada, venía tomando fuerza.
Era amigo, por tanto, del centralismo y de un régimen presidencial, como todos sabemos. Y se enfrentaba, por consiguiente, al denominado “espíritu de partidos” y sus luchas partidistas, sectarias, que desembocaron, hacía poco, en guerras civiles que podían repetirse y acentuarse tras la siguiente y definitiva independencia de nuestros países.
Nada de monarquías, ni de carácter universal, para toda América, sino pequeñas repúblicas en los cerca de 20 Estados independientes que habrían de nacer tan pronto derrotaran a los españoles en su intento fallido de la reconquista.
Y siempre, siempre, el camino de la unión, como dijo en su célebre Proclama, antes de su fallecimiento en 1830: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
3- Vigencia de La Carta
Acabamos de exponer, en forma amplia pero también resumida, el contenido de la Carta de Jamaica, con la mayor objetividad posible, al margen de criterios partidistas o tendencias ideológicas que, por lo general, han sido la constante entre quienes abordan el pensamiento bolivariano, por lo cual es común alinearlo en la izquierda o la derecha, el liberalismo o el conservatismo, y la democracia popular, socialista, o la democracia liberal, capitalista.
A mi modo de ver, tales posiciones son respetables, si bien parcializadas, y poco contribuyen a la formación de una auténtica historia de las ideas políticas en Colombia y América Latina, como intenté demostrarlo, en el marco de la Ciencia Política, con mi libro sobre las ideas políticas de Jorge Eliécer Gaitán, cuya nueva edición fue recientemente publicada en Amazon.
Éste es, sin duda, el primer aspecto que confirma la vigencia de Bolívar en la actualidad, más aún cuando el documento en cuestión contiene elementos políticos, históricos, filosóficos, literarios, culturales, económicos y éticos, que pudimos apreciar en su recorrido. He ahí algo que confirma cuán válido es en la actualidad, de cara al futuro.
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Pero volvamos a él en tal sentido y subrayemos algunos de dichos elementos, dignos de consideración en las circunstancias presentes.
En su análisis político, es claro que, fuera del hondo sentimiento y las emociones que envuelven al escrito, lo fundamental en él son sus argumentos, obviamente con el propósito fundamental de convencer a los países europeos y, en especial, a Inglaterra (de donde era oriundo su amigo jamaiquino), de sumarse a nuestra lucha de independencia para asegurar su triunfo frente a la reconquista española. Acá se impone, pues, el análisis racional, característico -repito- de la Ciencia Política, donde la objetividad científica es imprescindible.
En igual sentido, dicho análisis se centra en aspectos históricos, consciente su autor de que tales hechos sociales, colectivos, tienen su origen en el pasado, en la tradición, en el camino ya recorrido por nuestros pueblos, que es también una forma de proclamar, según la regla básica de las ciencias humanas y sociales, la importancia de la historia, sin la cual los fenómenos contemporáneos no son comprensibles.
Y ahí es fundamental, al hablarse del conocimiento indispensable de la historia, la importancia misma de la educación, pilar fundamental de la democracia moderna y sin la cual ésta no tiene cómo formarse, quedándose en un estado incipiente, infantil, como la que Bolívar denunciaba en su momento.
Preguntas a granel
¿Tenemos en Colombia -cabe preguntar- una democracia sólida, madura, con alta cultura política o, por el contrario, es ajena a la historia y la educación, un terreno abonado para el populismo, el sectarismo y el fanatismo, características propias de sociedades atrasadas, sin formación?
De otra parte, primaba en Bolívar, en su Carta de Jamaica, el afán de independencia patria, libertad y justicia, es decir, la primacía de sus sueños e ideales, trascendiendo el racionalismo descrito y el realismo pragmático de que hizo gala en tan pocas páginas.
¿Ahora, en nombre de la vigencia que invocamos, sí poseemos un espíritu pleno de trascendencia o, en cambio, vivimos sólo el momento, sin importarnos el pasado ni el futuro, con indiferentes a los mayores retos de la existencia humana?
¿Se imponen, pues, la indiferencia en medio de un egoísmo desbordado, dedicado al goce personal, no colectivo, y al entretenimiento, sólo pasando el tiempo, sin preocuparnos, en lo más mínimo, por el futuro de nuestra patria, ni por su historia, cuyas representaciones simbólicas han sido atacadas en recientes manifestaciones públicas?
Recordemos: Bolívar cuestionó a la que dio en llamarse “Patria boba”. ¿Será que estamos en ella todavía? Como entonces, ¿no estamos preparados para asumir los retos que nos corresponde librar, como la inteligencia artificial que empieza a tomarse el mundo? ¿La educación que tenemos sí nos garantiza alcanzar tal propósito, tanto o más necesario que el presenciado por nuestro Libertador en su época?
No olvidemos que las guerras civiles fueron el resultado natural de aquella “Patria boba”, por la lucha entre federalistas y centralistas, la cual se prolongó, entre nosotros, durante la segunda mitad del siglo XIX, hasta la Guerra de los mil días; en la violencia política de los años cincuenta, cuyas huellas aún pisamos, y en el terrorismo de las últimas décadas, sea de grupos guerrilleros, narcotraficantes o bandas criminales, mientras la polarización política en el país es pan de cada día.
Ante esto, no nos queda sino invocar de nuevo, por enésima vez, el llamado bolivariano a la unión, consignado en su Última Proclama: “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Como es evidente, no hubo paz a su muerte, ni después, ni ahora, en gran medida por iguales o similares causas a las que él señalaba.
A pesar de esto, debemos sumarnos, en coro, al pedido de unión nacional, de concertación en el manejo del Estado y, sobre todo, del compromiso personal y colectivo para ser fieles a la democracia y la república que Simón Bolívar nos legó, la mayor herencia de nuestro pueblo.
Y, como él, avancemos confiados hacia el futuro, cueste lo que cueste.
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