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                                                                                                                                Contenido Patrocinado
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                                                                                                                                Viktor Frankl: “La libertad interior confiere a la vida intención y sentido”

                                                                                                                                A pesar de las bajezas físicas y mentales, Frankl entendió que en medio del campo de concentración se podía cultivar la vida espiritual. Aunque parecía que el control sobre la vida propia lo tenían los demás, que el cuerpo funcionaba bajo las decisiones arbitrarias de otros, argumentó que, a pesar de todo, el ser humano tiene la capacidad de decidir, la posibilidad de alimentar su espíritu.

                                                                                                                                "El hombre en busca de sentido", de Viktor Frankl, narra cómo sobrevivir a la barbarie entendiendo que, en medio del sufrimiento, la vida es digna de ser vivida.
                                                                                                                                Foto: Prof. Dr. Franz Vesely
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Foto: Prof. Dr. Franz Vesely
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                                                                                                                                Sobrevivir era una lucha diaria. Mientras que a las autoridades les interesaba únicamente el número con el que sustituían la identidad de todo aquel que llegaba al campo de concentración, el día, eterno ante los ojos de los prisioneros, transcurría entre el hambre, las torturas, los trabajos forzados, las enfermedades y la muerte. Tratar de conseguir un trozo de pan, así como buscar las formas de mantenerse con vida o salvar a un amigo, hacían parte de una realidad en la que despertar era lo más difícil de hacer en un lugar que consumía cualquier rasgo de humanidad, en un espacio en el que la apatía se fue abriendo espacio y se fue consolidando como un escudo protector ante los abusos. “No es el dolor físico lo que más me hiere, sino la humillación y la indignación por la injusticia, el sinsentido de todo eso”, escribió Frankl. Así, conservar la vida, la propia y la de los amigos, era la necesidad de cada segundo de cada día.

                                                                                                                                La reducción a los instintos más básicos para sobrevivir redujo casi a ceros la capacidad de sentir, la disposición a dejarse permear por las sensaciones que los acontecimientos por sí solos provocaban. “Yo mismo lo comprobé en el traslado de Auschwitz a un campo filial de Dachau, en Baviera. El tren, atestado con unos dos mil prisioneros, atravesaba Viena. Cerca de medianoche pasamos por una estación de la ciudad. El trayecto del tren nos acercaba a la calle donde había nacido y vivido durante tantos años (hasta el día de mi internamiento) (…). Alzándome de puntillas y mirando desde atrás, por encima de las cabezas, conseguí atisbar, tras los barrotes, una imagen fantasmagórica de mi ciudad natal. Todos nos sentíamos más muertos que vivos, pues sospechábamos que el transporte se dirigía al campo de Mauthausen y que nos quedaban una o dos semanas de vida. Tuve la intensa sensación de mirar las calles, las plazas y las casas de mi niñez con los ojos de un muerto que regresa del otro mundo a contemplar una ciudad fantasma. Tras un retraso de varias horas, el tren arrancó lentamente de la estación y entonces vi la calle donde había nacido, ¡mi calle! Los jóvenes, tras años de cautiverio, se agolpaban en los ventanucos contemplando la ciudad; aquel viaje era para ellos un acontecimiento. Les rogué, les supliqué que me dejaran un momento acercarme al ventanuco. Intenté explicarles cuánto significaba para mí volver a ver mi calle. Imploré en vano; me rechazaron con rudeza y cinismo: ‘¿Que has vivido ahí tantos años? Entonces ya lo tienes muy visto’”.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Le puede interesar: Frente a la soledad y a la desconexión del ser humano, la literatura

                                                                                                                                Apreciar los pequeños detalles, los sucesos insignificantes, pero también recordar el mundo al que pertenecían, pues si el intento era arrebatarles el futuro, el pasado era su fuente de energía, ese nada ni nadie se los podía arrebatar. Coger el bus, abrir la puerta del apartamento, contestar el teléfono y prender las luces eran pensamientos recurrentes. Deslumbrarse con el crepúsculo tras los puntos altos de los bosques y apreciar el cielo repleto de nubes, mientras construían un almacén secreto de munición, eran actitudes que también hacían parte del asombro.

                                                                                                                                La lucha por sobrevivir, por físicamente despertar al otro día, provocaba una tensión entre las acciones y la jerarquía de valores que cada persona tenía. En un entorno en donde la vida y la dignidad humana no tenían valor alguno, cada quien corría el riesgo de perder sus principios morales. “Si en un supremo esfuerzo por conservar la dignidad, el prisionero no luchaba por mantener sus principios, terminaba por perder la conciencia de su individualidad –un ser con mente propia, con voluntad e integridad personal- y se consideraba una simple fracción de una enorme masa de gente: la vida descendía al nivel animal”. Y es que decidir fue una habilidad que les arrebataron, y atreverse a hacerlo, a optar por una cosa y dejar de lado otra, causaba temor, miedo. Aun así, según lo que vivió y presenció, Frankl defendió la idea de que en los campos de concentración era posible para el ser humano mantener su capacidad de elección. “El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles estados de tensión (…). Los supervivientes de los campos recordamos a los hombres que iban a los barracones a consolar a los demás, ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizás no fueron muchos, pero esos pocos son una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad humana, la libre elección de la acción personal ante circunstancias, para elegir el propio camino”.

                                                                                                                                Dostoyevski lo dijo: “Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos”, y a los ojos de Viktor Frankl varias personas con las que vivió la decadencia humana fueron prueba de que “el reducto íntimo de libertad nunca se pierde. Ellos fueron dignos de su sufrimiento; la manera en que lo soportaron supuso una verdadera hazaña interior. Precisamente esa libertad interior, que nadie puede arrebatar, confiere a la vida intención y sentido”.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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