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Visiones (Cuentos de sábado en la tarde)

Al abandonar la lucidez, P recibió casi que instantáneamente la capacidad de proyectar asociaciones más amplias. Si su vida era caótica ¿por qué no podía expresarla en términos caóticos?

G Jaramillo Rojas
11 de septiembre de 2021 - 09:17 p. m.
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No parecía una pose fácil de adoptar, pero sí otra forma menos restringida de soportar el trozo de existencia que pasaba como propia. P pidió otro ron doble para sobrellevar el reggaetón de tugurio que rebotaba lúbricamente en las entrepiernas adyacentes.

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La simple presencia del enajenamiento lo movía entre los desconocidos como si fuera un espermatozoide que intuye la convulsión. Era tan pura la oscuridad de su mente, que se sentía habitando una maravillosa escena de cautiverio, escena a su vez sórdida, pero que era capaz de compaginar perfectamente con la belleza de la noche.

Se quedó mirando el serpenteo de una pareja y logró leer el miedo que la unía. Dobló su cabeza hacia un distrito indeterminado de la barra y atestiguó la lerda vigilancia de una cucaracha que no se decidía a encaramarse en el vaso de las propinas. Después, vio al mozo dar muerte a un sándwich, situando toda su atención en la trágica vitalidad que tienen los últimos bocados. Eran visiones. No más que simples visiones. Una suma de hechos cotidianos que reflejaban su inocencia.

P abandonó la lucidez y no tardó en descubrir que la vida, en sí misma, contiene la ventaja mayor del arte abstracto: es más molestia que curiosidad. Se sintió vulgar, pero, con la certeza de que la vulgaridad es vecina del alma, renunció inmediatamente a la idea de elegancia. Ron doble, por favor. P sabía que no era muy coherente cuando le hacía falta el tabaco.

Ansiedad: esa parte intacta de su infancia chocaba con el hombre en el que se había convertido. Nieve seca. Esa era la imagen que se le presentaba como habitual en la introspección. No sabía qué lo amenazaba más: si el exagerado volumen del reggaetón, lo soporífero del ambiente o su primigenia soledad. La cucaracha seguía ahí, generándole la sensación profunda y turbadora de parentesco.

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Todo es mentira, pensó P, y de inmediato salió del bar, a colisionar, otra vez, con las intransitables leyes de la realidad. Solicitó la hora a un peatón. Advirtió el desespero de un toxicómano. Tiró una limosna a una vieja pordiosera. Se estacionó a esperar un taxi y, cuando lo agarró, pidió ser llevado de vuelta al cementerio. ¿Está borracho? Preguntó el conductor. No señor, se llama cansancio, respondió P.

Por G Jaramillo Rojas

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