Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Ofreció comprarle la banderita azul por cien pesos. En esa época, un mango pequeño con limón y sal costaba diez, a la salida del colegio. Para una pequeña de nueve años, cien pesos era una suma considerable.
Ella no dijo nada, miraba con ojos gigantes al niño que quería conseguir el pedazo de tela que tenía sujeta con un gancho en la solapa de su camisa. Lo miró sin gesto, sin emoción evidente, fría, paralizada.
Le sugerimos leer: El resurgir de Ságan
— No sé, respondió finalmente con un volumen de voz muy bajo.
El niño salió corriendo, quizás porque entendió que no se la vendería, aún sin oír las palabras de respuesta. Para la pequeña, al fin y al cabo, la banderita azul no significaba mucho. Se la había ganado cada semana, por varios años seguidos. Era una condecoración que le entregaba la maestra, un premio al esfuerzo académico, que era más un premio por ser la niña más callada, más disciplinada de la clase.
Un día, su compañera María le dijo que así era muy fácil ganarse una medalla, simplemente callando. Entonces prometió que ella también permanecería con la boca cerrada y la ganaría esa semana. La niña la miró con ojos gigantes, sin gesto, sin emoción aparente, paralizada. No respondió, pero deseó que lo lograra.
A los diez minutos, María estaba hablando sin parar. “No puedo, no puedo dejar de hablar”, dijo desesperada. La niña entendió perfectamente, porque a ella le pasaba lo mismo. Hacía años quería hablar, pero no podía. Eso parecían no notarlo su maestra ni María ni sus padres ni nadie. Le ocurría en muchos escenarios, sobre todo, en la escuela. Una mezcla de dolor, ansiedad y miedo le cerraba la garganta.
Podría interesarle leer: Las excusas o justificaciones de la censura a la cultura rusa
Otra niña, Dina Gutkin Saposnik, a mediados de los años cuarenta, en Chile, experimentó por un breve momento ese tipo de silencio involuntario, punzante. Ella y su madre se habían permitido el lujo de soñar con pertenecer al Santiago College, una institución exclusiva y distinguida de la ciudad. El día decisivo para aplicar a la beca, después de mucho esfuerzo y de calificaciones impecables por parte de Dina, finalmente comprendieron que ese sueño no estaba a su alcance. “Solo otorgamos becas para hijas de estadounidenses nativos”, les dijo cortante la encargada.
En su autobiografía, publicada en el 2006, ella cuenta que ese día, luego de esa respuesta afilada, caminó de la mano de su madre, mientras sostenían juntas un largo silencio. Describe en el libro cómo los árboles enormes, en ese parque extenso que atravesaron buscando el portón de salida, las hicieron sentir aún más pequeñas. Ella experimentó la frustración, la rabia y el dolor en su garganta, al menos por unas horas.
Entendió que a veces no se vale soñar cierto tipo de sueños, pero comprobó que, después de un largo rato, su garganta parecía despejada y ella aún podía seguir sonando. No obstante, el episodio es narrado en función de mostrarle al lector cómo, en su ejercicio de cantante y pedagoga de la voz, comprendió que las heridas emocionales que quedan encapsuladas, dejan marcas en el cuerpo, en la vida y en la voz de las personas. Ella trabajaba la respiración para la liberación de tensiones que impidieran un sano ejercicio del canto. El episodio de la infancia no se agotó en la anécdota, sino que dejó profundas impresiones.
Dina argumenta en el libro cómo “toda incomprensión, desentendimiento, esfuerzo, tensión o confusión en la espiración o en la inspiración pueden provocar un conflicto en las cuerdas vocales durante la fonación”. Para hablar y aún más para cantar, las cuerdas vocales deben trabajar movilizadas libremente. Ella experimentó distintas técnicas de meditación, que conllevan prácticas de control de la respiración, como un camino necesario para explorar cuerpo y psiquis en la compresión de su propio acto fonatorio. La voz de los últimos trabajos discográficos grabados por Dina, distinta a los iniciales, es un deleite que da cuenta de los resultados de su exploración.
“Inspirar, inspiración, inspirado: ¿qué es estar inspirado? ¿Estar “tocado” por el aire de forma diferente?”, escribió.
A finales de los setenta, Dina Rot, como la conoció el público, fue vetada por la dictadura de Videla en Argentina, donde vivía hacía varios años. La razón: había cantado un poema de Juan Gelman, durante una emisión televisada. Emigrante del silencio, ante la censura se instaló con su familia en España. Su marido y sus hijos, Ariel y Cecilia Rot, la acompañaron en la travesía.
En el diccionario, Dina significa unidad de fuerza en un sistema cegesimal. Y, paradójicamente, DINA también son las siglas de La Dirección de Inteligencia Nacional, policía secreta de la dictadura militar chilena. Estamento que fue responsable de los capítulos más escabrosos en aquellos tiempos de dictaduras vecinas: las de Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla.
En su libro ‘Recuerdos de mi inexistencia’, Rebeca Solnit dice que le costó una década y docena de ensayos feministas el darse cuenta de que, después de todo, no hablaba de la violencia contra las mujeres, sino sobre qué significa tener voz. Lo suyo era una lucha “a favor de la redistribución de ese poder esencial”. Silenciar a otro es una manifestación de violencia, silenciarse involuntariamente, por la razón que sea, es un acto doloroso.
Le sugerimos leer una de las columnas de El Caminante: Y volver a perder
“Tener voz no implica solo la capacidad animal de emitir sonidos, sino también la posibilidad de participar plenamente en las conversaciones que configuran la sociedad, las relaciones con las demás personas y la vida propia”, escribe quien vivió su propio ensimismamiento y cargó sus propios pesos. Solnit cuenta que en 1987 soñó con volar, con huir de un hombre violento en las vías del tren y convertirse en buho.
El pasado 5 de marzo se cumplieron noventa años del natalicio de Dina. Ese día, por pura casualidad, la mujer en la que se convirtió esa niña de la banderita azul empezó a leer el libro de la cantante. Mientras avanzaba en la lectura, recordó a Rebeca Solnit, en su defensa de la voz equitativa, y su manía de coleccionar datos talismanes para protegerse de un universo que ella califica de punitivo e incoherente. “A fin de cuentas, Alí Babá abre una cueva pronunciando las palabras correctas”.
Y entonces, esas lecturas le parecieron piezas claves de su propio rompecabezas. Hace años, ella construyó un vocablo a partir de un juego de palabras. Como un abracadabra, como un ábrete sésamo que le ha permitido afianzar su voz, no solo su sonido, su voz. Ese talismán es íntimo y a su vez colectivo, compartido con muchos. Mezcla de santa, santera, sanadora, cantora, ese vocablo es Santaora.