El fantasma: esa obsesión literaria
Desde la antigüedad, los fantasmas figuran como una presencia constante en la literatura, reflejan el temor humano a la muerte y el interés en lo sobrenatural. Estos personajes, que transitan desde las tragedias griegas hasta las narrativas góticas, simbolizan la tensión entre la razón y la superstición. Movimientos como el Romanticismo impulsaron esta figura hacia una estética oscura y melancólica, convirtiendo al fantasma en un símbolo de misterio y nostalgia que mantiene su fascinación entre los lectores.
Maikel José Rodríguez Calviño
Octubre es el mes del miedo, de lo siniestro y lo terrorífico. Atrás quedan los colores primaverales, las lluvias veraniegas, el frescor de los pastos y las frutas en sazón. Inician las cosechas, comienzan los preparativos para enfrentar el difícil invierno, los animales son conducidos a los corrales, se corta y apila la leña que habrá de mantenernos calientes durante los meses fríos. En octubre las noches se hacen más largas, oscuras y densas. Nos invade una peculiar sensación de tristeza, de melancolía y soledad: el Sol habrá de despedirse por un buen tiempo; da la impresión de que el mundo toca a su fin. Los sobrenatural tiene, pues, más tiempo y mejores condiciones para manifestarse.
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Octubre es el mes del miedo, de lo siniestro y lo terrorífico. Atrás quedan los colores primaverales, las lluvias veraniegas, el frescor de los pastos y las frutas en sazón. Inician las cosechas, comienzan los preparativos para enfrentar el difícil invierno, los animales son conducidos a los corrales, se corta y apila la leña que habrá de mantenernos calientes durante los meses fríos. En octubre las noches se hacen más largas, oscuras y densas. Nos invade una peculiar sensación de tristeza, de melancolía y soledad: el Sol habrá de despedirse por un buen tiempo; da la impresión de que el mundo toca a su fin. Los sobrenatural tiene, pues, más tiempo y mejores condiciones para manifestarse.
Entonces, aparecen los fantasmas.
Las historias sobre almas en pena son tan antiguas como la Humanidad. Ya las encontramos en la obra de Sófocles, Eurípides y Esquilo. Ulises y Eneas descienden al inframundo e interactúan con los espectros de los difuntos que permanecen allí. También hay fantasmas en La Jerusalén liberada, Los lusiadas, la Divina Comedia, el Decamerón, las leyendas de Quevedo y las narraciones de Rabelais.
Una de las primeras historias sobre espectros que arrastran cadenas (símbolo de penas por purgar o asuntos inconclusos) figura en las Cartas de Plinio el Viejo. La historia gira en torno a una vivienda ateniense donde solía aparecerse un anciano encadenado. Varios escépticos (el incrédulo juega un papel fundamental en los cuentos de miedo) habían prácticamente enloquecido al entrar en contacto con él; por consiguiente, la casa permanecía sin alquilar. El filósofo Atenodoro de Tarso decide pasar una noche allí y entabla una conversación (filosófica, claro está) con el fantasma, quien, mano descarnada de por medio, le enseña un amasijo de rocas ubicado en un rincón del patio. A la mañana siguiente dos o tres voluntarios escarban en el sitio y encuentran un esqueleto envuelto en cadenas al que inmediatamente dan un enterramiento adecuado. Con posterioridad, la casa fue purificada y pudo ser rentada. El espectro penaba precisamente porque no había «disfrutado» de un funeral apropiado.
Especial atención merece William Shakespeare, cuyas obras están repletas de apariciones fantasmales. De hecho, gran parte de los recursos narratológicos que los autores del gótico habrían de emplear en el futuro ya figuran en Macbeth: el asesinato, la alucinación, el sonambulismo, la sexualidad reprimida… En su llamada obra escocesa (sobre la que pesa una interesantísima leyenda negra repleta de accidentes y muertes), el Bardo de Avón introduce la llamada opacidad shakesperiana, fundamentada en dudas que experimentan tanto los personajes como el espectador: cuando Macbeth ve la daga colgando del techo se cuestiona si es un arma real que alguien puso allí para recodarle el asesinato de Duncan, una aparición o una alucinación producto de su mente corroída por los remordimientos. Así, Shakespeare plantea por vez primera la posibilidad de que lo sobrenatural no sea más que un invento del personaje, una fantasía, adelantándose casi tres siglos a Henry James y su novela Otra vuelta de tuerca, cuya notable ambigüedad plantea la posibilidad de que los acontecimientos sobrenaturales sean producto de la imaginación de la institutriz encargada de velar por el bienestar de Miles y Flora.
El fantasma como creencia y personaje literario se fundamenta en el miedo a la muerte, el más profundo de cuantos sufre el ser humano, según aclara con notable acierto el maestro Howard Phillips Lovecraft en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura, publicado por vez primera en 1927. A esta peculiar familia literaria se suman vampiros, resucitados, momias, zombis, espíritus y demonios: seres que alguna vez estuvieron vivos y tras la muerte adquirieron capacidades y conocimientos que antes no poseían. Incluso podemos incluir a los hombres-lobo, pues la pérdida de la humanidad implícita en la licantropía implica, de cierto modo, un tipo de muerte. La Parca les enseñó cosas desconocidas para los mortales, les dotó de capacidades nuevas, de otro mundo, el de los misterios, lo incomprensible y lo incognoscible: habilidades que despliegan al volver de la tumba para molestar, advertir, asustar o torturar a los vivos.
El miedo al muerto, al regreso del muerto y su horrible venganza conforman las esencias de la literatura gótica. Los muertos se resisten al olvido; son contagiosos, condicionan nuestro comportamiento, nos aterrorizan, poseen y transforman. Se comportan según leyes que somos incapaces de comprender, por cuanto no responden a la ciencia como método epicrítico para aprehender, poseer y modificar el mundo. En materia literaria este principio básico coagula con fuerza al calor de esa reacción emotiva, irracional, intuitiva e imaginativa que fue el Romanticismo. Hastiados de tanta ciencia y tanto enciclopedismo, los autores románticos protagonizaron un regreso al pasado. Fue como si dijeran: «estamos hartos de tanto conocimiento y tanto Iluminismo. ¡Queremos regresar a la oscuridad de la Edad Media, a sus ambientes lúgubres y sus castillos siniestros! ¡Volvamos a ese período de la Historia en que éramos más inocentes y crédulos, nos asustábamos con más facilidad y, al escuchar ruidos extraños, buscábamos refugio en nuestra cama, bajo las mantas, igual que el niño huye del espanto escondiéndose entre las faldas de su madre!»
Si el Romanticismo implica una vuelta al pasado, nada lo simboliza mejor que el fantasma y, por extensión, el castillo donde se manifiesta: insomnes fragmentos de lo ocurrido renuentes a desaparecer. Solo que, si bien para los autores anteriores al siglo XVIII, el espectro es una creencia para ser temida, algo de cuya existencia no se duda (por consiguiente, es cualquier cosa menos irracional), los románticos lo convierten en una creencia para ser disfrutada a través del arte y la literatura. Huyendo del miedo, los seres humanos nos hemos encontrado con el miedo; solo la vacuna cientificista del Enciclopedismo nos preparó para abandonarnos sin reticencias al ligero estremecimiento (verbigracia, Walter Scott) que hoy experimentamos cuando leemos un buen cuento de miedo antes de dormir. Nadie ha resumido esa estetización de lo sobrenatural y su pleno disfrute por medio de la literatura como la escritora francesa Madame du Deffand, célebre por sus historias de aparecidos y gran amiga de los enciclopedistas. Debido al tema que, en cuanto autora, solía tratar con insistencia, cierta vez le preguntaron si creía en fantasmas, a lo que ella respondió: «No, pero me dan miedo».
La primera novela gótica propiamente dicha es la celebérrima El castillo de Otranto, de Horace Walpole, escrita en 1764. Según se cuenta, Walpole se inspiró en una pesadilla que sufrió en Strawberry Hill House, la casa de estilo neogótico donde vivía. En el sueño vislumbró una especie de mano fantasmal, gigantesca, enfundada en una armadura… y el resto es historia. Nacía así un género literario que, con posterioridad, trabajarían autores tan significativos como Clara Reeve, Ann Radcliff, William Thomas Beckfort, Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Mary Shelley. Punto y aparte merecerían las autoras decimonónicas de cuentos de miedo, cuya obra, dotada con características muy particulares, va siendo «desempolvada» en varios círculos editoriales interesados en rescatarla, como ha sido el de Panamericana, entre muchas a nivel mundial. El impacto de lo fantasmagórico sobre la novela decimonónica es particularmente notable en obras tan populares como La abadía de Northanger (1803), de Jane Austen, y Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, extendiéndose hasta narradoras más contemporáneas como Daphne du Maurier, autora de esa maravilla centrada en lo espectral de corte psicológico que es Rebeca (1938). Asimismo, influyó decisivamente en la importancia concedida a los personajes femeninos dentro de novelas escritas por hombres. Tal es el caso de Drácula (1987), de Bram Stoker.
Con El castillo de Otranto, Walpole establece los principios básicos del gótico: entornos exóticos, castillos malditos, atmósferas opresivas y oníricas, sexualidad reprimida, fascinación por lo antiguo, manifestaciones espectrales, personajes maniqueos… La fórmula terminó por agotarse y dio origen a comentarios tan jocosos como el publicado en 1798 por un periodista inglés que ofrecía «consejos» a los autores interesados en cultivar la nueva modalidad literaria:
Tómese un viejo castillo medio en ruinas. Un largo corredor lleno de puertas, varias de las cuales tienen que ser secretas. Tres cadáveres sangrando aún. Tres esqueletos bien empaquetados. Una vieja ahorcada con varias puñaladas en el pecho. Ladrones y bandidos a discreción. Una dosis suficiente de susurros, gemidos, ahogados y horrísonos estruendos. Mézclese, agítese y escríbase. El cuento está listo.
Sin embargo, el gran triunfo de Walpole consistió en «crear» al lector ideal del cuento de miedo: un insaciable devorador de historias truculentas y macabras que, según Lovecraft, debe poseer cierta imaginación y capacidad para deshacerse de la vida cotidiana; esto es: debe creer nuevamente, por un momento, durante los minutos que dura la lectura de un cuento de miedo, pues toda historia de terror busca precisamente la suspensión de la incredulidad y, con ello, la experimentación momentánea de lo numinoso, ese conjunto de emociones (miedo, curiosidad, angustia) que desde los albores de la Humanidad experimentamos ante el misterio tremendo y fascinante.
Con el paso de los años el gótico ha demostrado una asombrosa capacidad de reinvención. Pocos autores han soportado la tentación de escribir una historia de miedo, protagonizada o no por fantasmas. Algunos, en tono humorístico, como Washington Irving y su magistral cuento La leyenda de Sleepy Hollow; otros, más adustos, serios, sin pizca de comicidad, o teatrales y profundamente inquietantes, victimas del delirium tremens producto del alcoholismo (como E. T. A. Hoffman) o empeñados en asustar al lector a como dé lugar mediante exclamaciones que demuestran la tormenta emocional experimentada por la víctima del fenómeno sobrenatural (en este sentido, ¿Quién sabe?, de Maupassant, constituye un magnífico ejemplo).
Otro gran renovador del cuento de miedo fue M. R. James, encargado de desplazar el miedo del protagonista al lector y de reconfigurar la idea del espectro desde una perspectiva mucho más contemporánea. M. R. James modernizó al fantasma: sus apariciones ya no tendrán necesariamente forma humana y moverán a la pena o la compasión, como ocurre en las novelas góticas; antes bien, los seres fantasmagóricos que deambulan por sus historias pueden ser enormes patas de insectos materializándose en habitaciones desocupadas, criaturas amorfas cubiertas de pelo o de cabello que se ocultan tras las cortinas o emergen de tumbas olvidadas, personajes representados en un grabado, espantapájaros con cadenas al cuello o ráfagas de viento envueltas en sábanas, con un paño arrugado por rostro. Un magnífico ejemplo de ello es Silva y acudiré, de lectura obligatoria para los amantes del género.
Sea como fuere, los fantasmas se resisten a desaparecer. Son contagiosos, ya sabemos, y el virus que no inoculan (el germen de la curiosidad, de lo morboso y lo escalofriante) opera sobre nuestro temor más atávico, ese que desde el comienzo de los tiempos nos hizo soñar monstruos y dioses, dando origen a las mitologías y las religiones, a la literatura y al arte. Aún hoy nos fascinan, conduciéndonos de forma trémula hacia los libros y al cine; nos enfrentan a nuestra efímera humanidad e interpelan con las preguntas más importantes de cuantas podamos formular: ¿qué es la vida?, ¿qué sucede con nosotros después de morir?, ¿es posible volver de la muerte?
Luego, una vez nos han estremecido de pies a cabeza, nos sumergieron por un instante en los océanos de la locura y transformaron nuestra espina dorsal en un largo carámbano quebradizo, se disuelven en el aire, quedan encerrados en las páginas de un libro, tras los créditos finales de una película o en los capítulos de esa serie que nos mantuvo en vilo toda la noche, y nosotros, simples mortales, podemos respirar tranquilos, recuperar nuestra incredulidad, decirnos en voz queda que todo ha pasado, que cuanto hemos leído o visto no es real. Volvemos, entonces, al orden, al control, a la realidad, o a lo que consideramos como tal, y recuperamos la cordura, el Sol brilla nuevamente, la vida nos sonríe…
Pero, cuidado, mucho cuidado. Los fantasmas no se dejan vencer fácilmente. Ellos regresan; siempre lo hacen. Lo más probable es que nos hayamos tropezado con algunos sin saberlo. A veces los desenmascaramos demasiado tarde: tras inyectarnos una buena dosis de miedo, dicen «hasta luego» y se machan, convencidos de que pensaremos en ellos. Y de que volverán, de que son y existen, aunque no podamos explicarlos. La reafirmación individual es inherente a todo fantasma, tal y como demuestra uno de los personajes de Un creyente, microrrelato atribuido a Jorge Luis Borges, pues no se han encontrado evidencias fehacientes sobre la existencia de su supuesto autor, el inglés George Loring Frost.
El cuento, incluido por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en la Antología de la literatura fantástica, dice así:
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
—Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted?
—Yo sí —dijo el primero, y desapareció.