Volar por la ciudad
Al ocultar lugares o realzar otros, el transporte masivo que se usa en la ciudad define muchas de las relaciones establecidas en la misma. En algunas áreas la gente no quiere circule cerca: se incrementa el ruido o la inseguridad. Hay quienes lo reclaman.
Alberto Beron Ospina y John Harold Giraldo Herrera
En Colombia, la discusión tiene varios matices: que si el metro conviene más en el aire o por debajo de tierra; que si los cables aéreos van o no por cierto territorio; que si los megabuses ocupan una o varias vías; que si el aeropuerto debería estar en una zona barrial. Todos estos puntos hablan de la cultura de la ciudad, así como dibujan múltiples discusiones acerca del acceso al bienestar de quienes habitan la ciudad.
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En Colombia, la discusión tiene varios matices: que si el metro conviene más en el aire o por debajo de tierra; que si los cables aéreos van o no por cierto territorio; que si los megabuses ocupan una o varias vías; que si el aeropuerto debería estar en una zona barrial. Todos estos puntos hablan de la cultura de la ciudad, así como dibujan múltiples discusiones acerca del acceso al bienestar de quienes habitan la ciudad.
Tranvías y trenes ocuparon la imaginación de los poetas en la modernidad. Así lo muestra Oliverio Girondo en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía: todo el mundo compare una locomotora a una manzana y algunos opten por la locomotora, otros por la manzana. Por su parte, Oquendo de Amat escribió: Desde un tranvía/ el sol como un pasajero lee la ciudad. Para Jorge Luis Borges, en el texto titulado Mateo XXV, 30, se trata de un fragor de trenes que tejían laberintos de hierro. / Humo y silbatos escalaban la noche. Pierre Paolo Pasolini defiende el derecho del trabajador que roba los minutos de su viaje en tren hacia el trabajo, para pensar: Poeta, es verdad, /pero mientras heme aquí en este tren, /cargado tristemente de tareas, /como por broma, blanco de cansancio, /heme aquí sudando mi salario.
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Cada uno de estos escritores coinciden en el impacto de las invenciones tecnológicas para transformar las experiencias de los seres humanos por medio de la velocidad del movimiento, los encuentros, las imágenes observadas, las aglomeraciones.
Baudelaire reconoce el esfuerzo que debe realizar un poeta moderno para no perder allí su arrobamiento, por los riesgos que implica la proximidad de un cruce de las vías. En La lentitud, Milan Kundera reflexiona sobre el sentido de la velocidad en la novela del siglo XX: “la velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre”. Se pregunta entonces: ¿por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? ¡Ay¡, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? En escritores como Fernando Pessoa el tranvía es un objeto donde acontecen encuentros y desencuentros, en una Lisboa a la luz del vagón amarillo que asciende a la parte alta de la ciudad, como escribe su heterónomo Álvaro de Campos: Y ahora aparece el eléctrico, el que estaba esperando/ojalá fuese otro, tener que subir ya/ ninguno me obliga, pero ¿por qué dejarlo pasar? /a menos que deje pasar a todos, a mí mismo, a la vida.
Algunos medios de transporte masivos fueron satanizados en su momento por su impacto sobre el paisaje, su alteración en la vida de las comunidades obligándolos a caminar lento o apurar el paso, debido a la proximidad de circulación de la máquina. La combustión de su motor, el ruido y el efecto sobre las construcciones por donde pasaban veloces y potentes, convulsionaron los cimientos de predios aledaños que perdieron su precio. Hasta los jumentos y otros animales de tracción fueron, en su momento, expulsados de la ciudad y ahora sólo son vistos en provincias de poca población y flujo, por afear las calles, arriesgar la salud o ser ejemplo de barbarie contra especies vivas. Paradójico: una civilización que envejece como la nuestra, resulta a su vez más veloz; pues la rapidez se independiza de su propósito por alcanzar un punto de llegada, quedando la pulsión de la partida y del abandono, como lo enfatizaba Paul Virilio: “abandonar lo vivo en provecho del vacío de la rapidez”. Pero ni Fernando Pessoa, Walter Benjamin, Jorge Luís Borges u Oliverio Girondo tuvieron la oportunidad de un viaje aéreo por la ciudad, descubrir partes de su memoria desde una dimensión aérea, la cual insinúa otro tipo de vuelo y de conocimiento. Los teleféricos invitan a que poetas y filósofos se enfrenten a nuevas preguntas como: ¿tiene precio el horizonte? Esta es una inquietud emergente cuando se considera un transporte metálico, movido por cables y poleas, sustentado en pilones, insertados entre el suelo y el cielo. El sueño de Ícaro lo pone en símbolos Raquelinamor cuando dice: “Volando hasta el sol, fueron bañados de amor”.
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Elevarse de la tierra provoca sugestivas emociones. Al atardecer, la estación del cable aéreo -más de 130 mil millones de pesos costó-, situada en el Parque Olaya Herrera de Pereira, bulle de población afrodescendiente y venezolana: abordan el transporte luego de un día de trabajo. La fila se extiende con cien, doscientos habitantes de la parte más elevada de la ciudad, laderas de barrios como Las Brisas, Tokio, Málaga; tumultos urbanos que, en los años ochenta del siglo pasado, surgieron por demandas populares de vivienda, marcados a fuego por el desplazamiento y la violencia que los trajo hacia Pereira. Para ellos, el servicio de cable aéreo que conecta con el servicio articulado, favoreció que su salida y el retorno a las viviendas fuera más pronta y efectiva. “Me ahorro hora y media de compañía con mis hijos”, expresa una joven madre que labora en los servicios generales de una universidad, así como el capital gana al tener la mano de obra más rápida en los sitios de producción. Tampoco faltaron los vecinos que observaron su construcción como un riesgo latente, porque la estación impactaría sobre sus improvisadas viviendas, obligándoles a iniciar un nuevo viaje a la incertidumbre, tal como estuvo a punto de ocurrir con el asentamiento de “Brisitas” en el año 2021 a raíz del cable aéreo.
Para algunos habitantes de la que fue la zona más privilegiada de la Pereira de los años noventa del siglo XX, el barrio Pinares, su incomodidad se debió a perder parte de su privacidad: al abrir las ventanas, se encontraban con la góndola del cable. Las mujeres dejaron de broncearse en terrazas y balcones. “Los apartamentos se desvalorizaron, tuvimos que poner cortinas”, contaron. Antes de su activación fueron dos años de trabajo que comenzaron a las 2 de la mañana y terminaron a las nueve de la noche. Se generó ruido desde las cinco de la mañana por las obras de construcción. Se afectaron los jardines, guaduales y hubo desestabilización de tierra e impactos ambientales. Los beneficios mayores se impusieron.
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Cuando el Cable de Pereira pasa por encima del barrio “Travesuras” o “La Churria”, alguna bandera del deportivo Pereira ondea en un palo de guadua que simboliza las afugias y esperanzas de quienes habitan este último círculo de Dante. El viajero descubre, en su experiencia por el aire, la vida que pasa. Así corrobora que en estos tiempos la privacidad parece un privilegio. Tanto así que nos topamos a improvisados paparazzis que, sin consultar, se apropian de nuestra imagen, incluso hasta de nuestros secretos. Las líneas de cable aéreo que conectan distintos puntos de la ciudad abren los ojos de los exploradores hacia aspectos recónditos de la vida cotidiana, convirtiendo esta nave de hierro en objeto democratizador. Favoreciendo el encuentro, la proximidad y el saludo entre trabajador, estudiante y turista. Potenciando el valor de uso inspirador que le pueden otorgar los poetas.