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                                                                                                                                  Voltaire y las primeras chispas de la Revolución Francesa (Orígenes I)

                                                                                                                                  Un viaje a Inglaterra luego de haber sido liberado de prisión, y el conocimiento que tuvo de los trabajos e ideas de Isaac Newton y John Locke, fueron dándole forma al pensamiento y a la obra de un hombre que no dejó de enfrentarse a lo que le parecía vano e injusto, y a los personajes que encarnaban esas características. Primera entrega de la serie Orígenes.

                                                                                                                                  Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  Editor de Cultura
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                                                                                                                                  Una pelea, un desafío a duelo, el tufo de los tiempos que vivía, algo de hambre y un poco de locura, varias lecturas, un viaje casi obligado y nuevos aires. Voltaire fue aprendiendo de la vida en cada una de sus esquinas, y lo que parecía tenebroso lo volvió luz. Una noche cualquiera del año de 1726, en la Ópera de París, un aristócrata, el Chavellier Guy Auguste de Rohan, lo insultó porque se tropezó con él o porque dijo algo que no le agradó o porque había insultado a la nobleza. “M. De Voltaire, M de Arouet, ¿cuál es su verdadero nombre?”, le dijo. Voltaire se llamaba François-Marie Arouet, sin aquel “de” que implicaba honores y sangre azul. “El nombre que llevo no es muy grande, pero al menos sé cómo honrarlo”, respondió.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Spinoza y Bayle, cada uno a su manera, habían comenzado a romper con los viejos estigmas de la sociedad europea. Pregonaban un nuevo conocimiento, un nuevo saber, basados en la ciencia, en el estudio y la observación. Para Spinoza, Dios se encontraba en absolutamente todas las cosas del universo, y viceversa. Era. Estaba. Existía en ellas y para ellos. Por ellas. “Merecía -como lo aseguró Jacques Barzum en “Del amanecer a la decadencia”, y según sus propias palabras- el ‘amor intelectual’ de los hombres”. Para él, los textos que la iglesia había considerado sagrados e indiscutibles, eran una enorme suma de contradicciones y de hechos incomprobables.

                                                                                                                                  Bayle, por su parte, sacaría fuerzas y conceptos de las fórmulas de Spinoza. Según Barzun, “Hasta ese momento, la crítica culta estaba cargando baterías. Pero en breve se publicó una obra que hizo explotar la mina y abrió brecha en la fortaleza. Su autor era Pierre Bayle”. Refugiado en Holanda, como Spinoza, Bayle escribió y logró que le publicaran un profuso y profundo diccionario al que calificó como histórico. En palabras de Barzun, “Comparando, yuxtaponiendo, cuestionando y describiendo con ironía las partes conocidas de la revelación cristiana, dejaba al lector tan escéptico como lo era él mismo; o indignado por la blasfemia”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  En una de sus tantas definiciones, hablando de Sara, hermana y esposa de Abraham, decía que “Podríamos por consiguiente, afirmar, sin recurso alguno a los milagros, que deben reservarse en la medida de los posible para casos de gran necesidad, que la buena constitución de Sara, y el que estuviera libre de partos y de amamantar, podría haber conservado su belleza hasta la edad incluso de noventa años. Procopio considera que cuando otra vez se le dio capacidad para concebir, recuperó su perdida belleza. Procopio puede decir lo que le plazca”. Bayle ironizaba pues consideraba que la ironía era la mejor forma de llamar la atención de los lectores. De preparar el terreno.

                                                                                                                                  Luego, al final, con una sola frase, asestaba la puñalada. Unos cuantos de sus trabajos fueron esenciales para Voltaire, que los tomó, les dio vueltas y les puso su ingenio y su método, para multiplicarlos entre los lectores de tipo medio, los cultos y los no tan cultos, los burgueses, e incluso, los aristócratas. Para Barzun, “Su mensaje era simple: el Libro del Génesis no está equivocado en un aspecto: Dios creó, en efecto, el universo, pero nadie sabe cómo, y Él lo puso en movimiento según unas reglas -las leyes científicas- en las que no tiene motivo alguno para interferir. Eso es ‘deísmo’, la religión del hombre razonable. Por consiguiente, han de abandonarse el ritual, los rezos y las velas; y los temores”.

                                                                                                                                  Voltaire se había ido a Inglaterra después de que lo liberaron de la Bastilla. Estuvo allá por algo más de tres años, un tiempo que lo marcó a sangre y fuego, y que de alguna manera, determinó su influencia en hombres como Pierre de Beaumarchais y Denis Diderot, y por lo tanto, en la Revolución Francesa que estallaría diez años después de su muerte. Cuando regresó a Francia llegó cargado de nuevos conceptos y de una infinita admiración por Isaac Newton, quien falleció estando él en Londres, y por John Locke. La muerte de Newton lo llevó a prestarle atención a las leyes de la física, y en general, a la ciencia que se iba produciendo y desarrollando en Gran Bretaña, y que condujo años más tarde a la Revolución Industrial.

                                                                                                                                  Locke, por su parte y esencialmente, lo condujo a esclarecer lo que era y no era la razón humana.

                                                                                                                                  Voltaire escribió más de 20,000 cartas durante su vida. Esta vasta correspondencia incluye cartas a muchos de los grandes pensadores y líderes de su tiempo.

                                                                                                                                  Una pelea, un desafío a duelo, el tufo de los tiempos que vivía, algo de hambre y un poco de locura, varias lecturas, un viaje casi obligado y nuevos aires. Voltaire fue aprendiendo de la vida en cada una de sus esquinas, y lo que parecía tenebroso lo volvió luz. Una noche cualquiera del año de 1726, en la Ópera de París, un aristócrata, el Chavellier Guy Auguste de Rohan, lo insultó porque se tropezó con él o porque dijo algo que no le agradó o porque había insultado a la nobleza. “M. De Voltaire, M de Arouet, ¿cuál es su verdadero nombre?”, le dijo. Voltaire se llamaba François-Marie Arouet, sin aquel “de” que implicaba honores y sangre azul. “El nombre que llevo no es muy grande, pero al menos sé cómo honrarlo”, respondió.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Spinoza y Bayle, cada uno a su manera, habían comenzado a romper con los viejos estigmas de la sociedad europea. Pregonaban un nuevo conocimiento, un nuevo saber, basados en la ciencia, en el estudio y la observación. Para Spinoza, Dios se encontraba en absolutamente todas las cosas del universo, y viceversa. Era. Estaba. Existía en ellas y para ellos. Por ellas. “Merecía -como lo aseguró Jacques Barzum en “Del amanecer a la decadencia”, y según sus propias palabras- el ‘amor intelectual’ de los hombres”. Para él, los textos que la iglesia había considerado sagrados e indiscutibles, eran una enorme suma de contradicciones y de hechos incomprobables.

                                                                                                                                  Bayle, por su parte, sacaría fuerzas y conceptos de las fórmulas de Spinoza. Según Barzun, “Hasta ese momento, la crítica culta estaba cargando baterías. Pero en breve se publicó una obra que hizo explotar la mina y abrió brecha en la fortaleza. Su autor era Pierre Bayle”. Refugiado en Holanda, como Spinoza, Bayle escribió y logró que le publicaran un profuso y profundo diccionario al que calificó como histórico. En palabras de Barzun, “Comparando, yuxtaponiendo, cuestionando y describiendo con ironía las partes conocidas de la revelación cristiana, dejaba al lector tan escéptico como lo era él mismo; o indignado por la blasfemia”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  En una de sus tantas definiciones, hablando de Sara, hermana y esposa de Abraham, decía que “Podríamos por consiguiente, afirmar, sin recurso alguno a los milagros, que deben reservarse en la medida de los posible para casos de gran necesidad, que la buena constitución de Sara, y el que estuviera libre de partos y de amamantar, podría haber conservado su belleza hasta la edad incluso de noventa años. Procopio considera que cuando otra vez se le dio capacidad para concebir, recuperó su perdida belleza. Procopio puede decir lo que le plazca”. Bayle ironizaba pues consideraba que la ironía era la mejor forma de llamar la atención de los lectores. De preparar el terreno.

                                                                                                                                  Luego, al final, con una sola frase, asestaba la puñalada. Unos cuantos de sus trabajos fueron esenciales para Voltaire, que los tomó, les dio vueltas y les puso su ingenio y su método, para multiplicarlos entre los lectores de tipo medio, los cultos y los no tan cultos, los burgueses, e incluso, los aristócratas. Para Barzun, “Su mensaje era simple: el Libro del Génesis no está equivocado en un aspecto: Dios creó, en efecto, el universo, pero nadie sabe cómo, y Él lo puso en movimiento según unas reglas -las leyes científicas- en las que no tiene motivo alguno para interferir. Eso es ‘deísmo’, la religión del hombre razonable. Por consiguiente, han de abandonarse el ritual, los rezos y las velas; y los temores”.

                                                                                                                                  Voltaire se había ido a Inglaterra después de que lo liberaron de la Bastilla. Estuvo allá por algo más de tres años, un tiempo que lo marcó a sangre y fuego, y que de alguna manera, determinó su influencia en hombres como Pierre de Beaumarchais y Denis Diderot, y por lo tanto, en la Revolución Francesa que estallaría diez años después de su muerte. Cuando regresó a Francia llegó cargado de nuevos conceptos y de una infinita admiración por Isaac Newton, quien falleció estando él en Londres, y por John Locke. La muerte de Newton lo llevó a prestarle atención a las leyes de la física, y en general, a la ciencia que se iba produciendo y desarrollando en Gran Bretaña, y que condujo años más tarde a la Revolución Industrial.

                                                                                                                                  Locke, por su parte y esencialmente, lo condujo a esclarecer lo que era y no era la razón humana.

                                                                                                                                  Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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