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Volumen bajo: Botero, el pintor que se murió de amor

Fernando Botero Angulo se va apenas unos meses después de enterrar a su esposa, la pintora griega Sophía Varí. Fueron uno desde que se vieron en una cena. Ella era casada y el antioqueño conquistó su alma para que eso cambiara.

Daniel Grajales Tabares *Periodista cultural y crítico de arte | Especial para El Espectador
17 de septiembre de 2023 - 05:56 p. m.
El colombiano falleció cuatro meses después de que su esposa muriera, la también artista Sophia Vari.
El colombiano falleció cuatro meses después de que su esposa muriera, la también artista Sophia Vari.
Foto: Cortesía Museo de Antioquia

El Metro de Medellín tiene, durante su recorrido de norte a sur y de sur a norte, un claroscuro particular: antes de llegar a algunas estaciones hay una pequeña oscuridad, como un paso durante unos seis segundos por un cuarto oscuro que luego es impactado por la luz.

Los rayos luminosos entran por las ventanas del Metro y, si alguien va parado en una puerta, que tiene ventanas más alargadas, se ve más evidentemente cómo su rostro pasa de oscuridad a luz, o de la luz a la oscuridad.

Esta vez, un día cualquiera de clima primaveral, no frío, con sol moderado, al que se le ilumina la cara en una de esas puertas es a Fernando Botero (Medellín, 1932), el más famoso de los artistas visuales colombianos, que monta en Metro con destino la estación Parque Berrío, donde está su museo, el Museo de Antioquia, que en la ciudad es llamado popularmente “Museo Botero”, ya que alrededor el escultor más famoso de Latinoamérica ubicó una veintena de sus formas monumentales. Ha donado hasta su colección personal al museo.

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Recuerda Pilar Velilla -exdirectora y gestora de la donación Botero a Medellín- que primero el maestro dijo que serían catorce las esculturas que donaría y fue engrosando la cifra, como engrosaba sus figuras voluminosas, hasta 26.

“Una de las grandes cosas que hay que recordar del maestro Botero es su generosidad. Lo que hizo por la ciudad y por el Museo fue un acto de amor y una muestra de la grandeza de su corazón”, considera Pilar.

Es el museo que está en el corazón de los antioqueños al fin y al cabo, así como lo está -sin duda- el maestro Botero. Particularmente, ese fue el primer museo al que asistí en mi vida y él fue el primer artista exhibido en un museo con una sala completa dedicada a su trabajo. A varias generaciones de niños, niñas y jóvenes de la capital paisa y de municipios cercanos del Valle del Aburrá nos llevaron a este centro cultural para que conociéramos en monografía y fotos a Botero.

Y ahora, sentado en el vagón del Metro y como parte de la comitiva de periodistas a quienes aceptó darles una entrevista, lo veo a menos de metro y medio, y me llama la atención cómo mira su ciudad después de cuatro décadas de vivir en Europa, de pasar algunos de esos tiempos también en Nueva York, Estados Unidos.

Vale apuntar que Botero fue también uno de los líderes en cambiarle la cara a Medellín, que fue su marca la que también llevó al mundo otra historia de la ciudad sede del Cartel de Medellín.

Botero regresó a su ciudad en 2015, en la que sería su última visita pública, masiva y cercana a la gente, con motivo de la inauguración de su exposición “El circo sw Botero”. El vagón de la Cultura Metro en el que viaja esta historia estaba dedicado a él, una década y media después de que ya circularan vagones con su firma. El usuario del Metro famoso, mas cotizado que nunca en el mercado del arte, con obras cotizadas en varios millones de dólares, retornaba vencedor a las montañas de su tierra.

“Hacia allá queda mi barrio, Boston, aquella es la parte del Centro”, le señala a su esposa, la pintora griega Sophía Varí, segunda mujer suya, después de Gloria Zea, exdirectora del Museo de Arte Moderno de Bogotá y mamá de sus hijos.

Hacen chistes. Él pregunta a la entonces directora del Museo de Antioquia, Ana Piedad Jaramillo, por cada arquitectura de la ciudad que es nueva, ella le explica y también le va dando cuenta de cómo Medellín se está transformando.

No le suelta la mano a Sophía cuando se sienta en la banca del Metro. Y ella, cuando aparentemente nadie se da cuenta, le acaricia la oreja.

“Fernando es dos cosas: un genio -realmente es un hombre inteligente- y segundo un caballero. Nos conocimos y nos vimos a los ojos y supe que lo amaba. Estaba casada y fue correcto, creo que siempre hemos sido correctos los dos”, dice la esposa de Botero entonces, maestra de la abstracción geométrica, bella al estilo de Sofía Loren y elegante como sus joyas, porque también ama la moda bien hecha que es obra de arte. Le guste el collage, el grabado y también hace esculturas. Una moderna que en su continente también ha triunfado.

Botero era un seductor. La poeta Olga Elena Mattei conserva en su casa en Medellín una servilleta en la que el maestro Botero le manda un beso, adornada con su firma voluminosa. Decía Gloria Zea que jamás olvida las primeras rosas que le dio Botero.

De eso hablaba Sophia…

Contaba también que cada año había visita a Colombia. Algunas más privadas que otras y dedicadas a su casa en el Oriente Antioqueño y a la familia, a amigos cercanos. Ella lo disfrutaba, aseguraba.

“Medellín para mí es el centro de la obra, porque yo venía por ejemplo a la Catedral, con mi mamá, a misa, el Parque de Boston lo recuerdo mucho, toda la avenida La Playa. Yo andaba por ahí y me recuerdo como un muchacho con muchas ganas, caminaba feliz así no tuviera tanto y siempre tenía uno amigos en todas partes”, relata Fernando Botero con lentes oscuros, y depronto señala un lugar más de su ciudad que tiene una nueva anécdota.

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Morir de amor

Por correo electrónico, Sophia dice que si logro llegar a Italia, me hablará de su amor por Botero por horas.

“Solo te doy un adelanto, podrás ver con tus propios ojos a dos seres que se aman. Eso sí, aunque he asumido apoyo en ser gestora de algunos aspectos de su obra, él se mete poco en lo que tiene que ver con la mía. Es respetuoso y yo he decido ser la mujer que va a su lado con algún liderazgo”, pone de posdata en ese email que cruzamos.

Hay una fotografía que tiene como foto de perfil en el correo ella: una de la revista Time en la que dan un paseo en bicicleta. Llevan cuarenta años juntos.

Relata Ana Piedad Jaramillo -amiga cercana de la pareja- que ella está siempre pendiente del maestro. Si tiene que tomarse una pastilla o si los cuadros colgados en una exposición están bien ubicados y todo luce acorde. Sophía Varí era la mujer de Botero, y no era así como plantea aquella frase “detrás de cada gran hombre hay una gran mujer”, porque ella estaba a su lado, al mismo nivel, era su mano derecha, y siempre al frente, luciendose, amada por fotógrafos y paparazzis. Una bella dama a su lado que faltó un día. La mujer con la que decidió envejecer como ha sido tradición en las tierras montañosas de la Antioquia de Botero. Sus ideales del amor con Sophía eran al estilo “hasta que la muerte los separe”.

La maestra Vari luchó contra el cáncer de la mano de su esposo y la batalla la perdió este 2023. En Mónaco, Botero quería los mejores médicos para ella. Silenció sus apariciones en medios y su participación en la fiesta que hubo por sus 90 años. Ella era el centro, la prioridad. Negativas a eventos por doquier. Mientras muchos creían que Botero estaba celebrando a lo grande, estaba en rol de “cuidador”. Ser compañero de una paciente con cáncer es también ver cómo un ser amado se deteriora y ni la ciencia, ni el Dios en el que se crea pueden evitarlo.

¿Cómo se sentía Fernando Botero si el amor de su vida estaba compitiendo contra la oscuridad suprema?

Fue evidente su dolor, amigos paisas que lo veían en tierras europeas predecían que no iba a superarlo. “Se le nota el dolor a ese señor, Daniel, pobre hombre”, decían. Opinaba lo mismo: en alguna redacción en la que escribía la muerte de Sophía lo advertí, vendría la muerte para Botero, el genio que se hizo mundial, saliendo del barrio Boston de Medellín.

El escultor de bronces monumentales, de carácter a veces seco, rudo, era vulnerable, no quería perderla. Quizás los nervios de estar sin ella le hacían ya muy pesado respirar.

Eso sí, al pie del taller. Quería que la muerte lo agarrara con el pincel en la mano dijo en aquel viaje en Metro.

Fue así hasta hace poco más de una semana, porque aunque estaba deseoso de pintar, cuenta su hija Lina, quien confirmó su muerte esta semana.

Llegó la muerte a bajarle el volúmen al más importante expositor de la volumetría en el arte moderno, y tras cuatro días de una pulmonía se lo llevó, aunque ese aparente roble de cabellos blancos les expresó a sus hijos también que quería salir del hospital.

El dictamen médico puede ser ese u otro, pero la creencia popular plantea que no.

“Ave María si a Botero no se lo llevó fue el dolor porque se le murió la mujer”, comenta una señora de unos 60 años que camina por el Centro de la ciudad, donde hoy las instituciones alzan banderas a media asta y ponen flores en nombre del pintor y escultor paisa.

Creo lo mismo que ella. Es que Botero hubiera dado su propia vida en los últimos años para curarla, perderla fue el ocaso. El duelo en cuatro meses era mucho para un señor de nueve décadas y la intensidad del éxito.

Se fue al más allá con ella y con la satisfacción de pasar a la historia por ser una marca mundial que cada que pasan unos minutos cuesta más en el acelerado mercado del arte.

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Se fue vencedor: Botero triunfó

Botero conquistó las más altas condecoraciones, los más destacados honores y una de las más importantes presencias en los medios de comunicación y lo seguirá haciendo. Vendrán subastas de Christies pronto en las que duplique el valor comercial alcanzado antes con una pintura suya.

Vale cinco millones de dólares un Botero ahora, quedan pocos meses para que se acabe el año y hay martillos de subastas que se atreven a decir que subirá a dos dígitos la cifra en diciembre, cuando abran las ferias de arte en capitales como Miami y seguro le dediquen más dignidades.

De su arte, me parece valioso señalar una idea que a algunos les parece extraña, y es que Botero (como pintor específicamente) es una muestra del folclore antioqueño.

En sus pinturas está la historia de Antioquia, están las tejas de los techos de nuestros caserones de tapias pisadas, las calles estrechas nuestras y las prostitutas de las casas de citas de Lovaina, las iglesias, varios curas, las palomas, las chivas, los toros, las montañas más voluminosas que se puedan pintar, los diablos que según las abuelas habitán por aquí, y hasta está la muerte de Pablo Escobar, que fue una victoria institucional a bala, que quiso celebrar Botero al óleo.

“Sí, es una escena que quise pintar porque fue también el momento en el que nos dimos cuenta del inicio de una nueva historia para Medellín”, confesaba al respecto el maestro.

Si hemos establecido que el conjunto de “tradiciones, leyendas, creencias, costumbres, proverbios” y demás rasgos populares que mantenemos son nuestro folclore; ¿no es entonces la obra de Botero parte del folclore nuestro?

Se fue quien rindió con altura un homenaje a la bondad paisa, a dar y dar, a que las formas establecidas pueden cambiar, porque fue revolucionario en maneras, en colores, en que lo popular nuestro tuviera relevancia internacional.

De ello habrá mucho marketing, muchas oficinas de prensa y relaciones públicas, un gran negocio sin duda, pero vale la pena ver el gestor que hubo en él, porque es otro rasgo más de nuestra identidad “paisa”, emprendedora y que cree en el amor. Botero puso sus esculturas en las capitales del mundo, en los grandes museos y a su ciudad no la dejó atrás. Es símbolo también de nuestra violencia, recordemos su “Paloma”, instalada en el Parque de San Antonio, en el Centro de Medellín, que sufrió un atentado de quienes han creído que el miedo es la manera. Botero pidió que quedara el símbolo destruído por el ataque y mandó una nueva, donada también, como haciendo énfasis en que la violencia nos ha perseguido y hasta persiguió su obra.

Es que con la muerte del artista se baja el volúmen en la historia del arte mundial, porque se haya muerto o no Fernando Botero de amor por Sophía, demostró que siempre se murió de amor por Medellín y por Colombia, tanto que no hubo en su obra una gran temática como su país, que con ese talento para dar imágenes increíbles de músicos tocando y hasta bailarinas de ballet talla XL, lo folclóricas que puedan ser las escenas de aquí inspiró a un artista para abrirse un espacio en el arte moderno y hacernos universales. Botero cierra el capítulo de los modernos colombianos que bendijo Marta Traba y que vendió como el grupo de más talentosos hombres artistas.

Hoy los extranjeros visitan a Medellín como nunca, el turismo ha crecido 40% en los últimos dos años, siendo una de las muchas razones Fernando Botero. Su imagen seguirá dando frutos a los antioqueños y a los colombianos.

Descanse en paz, maestro Botero, al final hasta muchos que hemos visto con respeto su trabajo para cuestionarlo, también estamos ahora “muertos de amor”. Que sea el momento de rendirle un homenaje a su generosidad y a su amor por estas tierras montañeras. Ojala que como usted quería en el cielo haya una tiendecita bien paisa, donde vendan aguardiente. Gracias por ese paseo en Metro.

Por Daniel Grajales Tabares *Periodista cultural y crítico de arte | Especial para El Espectador

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