Wade Davis y el arte de caminar Colombia
A propósito de su más reciente libro, Bajo la superficie de las cosas (Crítica), realizamos un recorrido por la vida del antropólogo y etnobotánico canadiense, quien se interesó en profundizar en los conocimientos, sabiduría y tradiciones nativas colombianas, a través de sus viajes a lo largo del país.
Desde principios de 1970, Wade Davis comenzó a tejer su relación con Colombia y los pueblos indígenas. Su interés comenzó por estudiar la hoja de coca, la planta de la inmortalidad para las diferentes comunidades nativas del país. Con su andar y curiosidad por esta amalgama de verdes, comenzó a realizar distintos viajes a pie a las profundidades del país, encontrando así una infinidad de historias, mitos, culturas, ritos y conocimientos ancestrales, que con el tiempo fue plasmando, poco a poco, en cada uno de sus libros, los cuales se han convertido en una guía para conocer, desde otra perspectiva, la historia de un territorio maltratado por españoles y ‘occidentales’. Libros como Magdalena, historias de Colombia y El río, por poner algún ejemplo, nos acercan, desde un relato personal, a los distintos escenarios que han vivido los indígenas; desde los koguis, en la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta los indígenas del Amazonas colombiano.
En la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá, Davis presentó su último libro, Bajo la superficie de las cosas, en el que se pueden leer reflexiones y ensayos sobre el cambio climático, la relación entre la memoria y la guerra, una carta a su hija, y la importancia de la hoja de coca, entre otras cosas. A propósito de este lanzamiento, conversamos con él para hacer un recorrido por su vida y obra, por la relación que existe entre sus viajes y su pluma, y su interés en que esta planta sagrada llegue a todo el mundo.
Empecemos hablando de la relación entre sus viajes y su escritura.
Nunca pensé en convertirme en escritor. De hecho, nunca tomé una clase de escritura. Cuando terminé la universidad en 1974, compré un boleto de avión solo de ida. Tenía dos mil dólares en el bolsillo y ningún plan para el futuro, lo único que tenía claro era que no volvería a Estados Unidos hasta que Richard Nixon dejase de ser el presidente. Llevaba conmigo dos cartas de recomendación escritas por Schultes, una dirigida a Enrique Forero, de la Universidad Nacional; y la otra a Mariano Ospina, quien dirigía el Jardín Botánico de Medellín, las cuales asegurarían mi estadía en Colombia. Y así pasó. Ese viaje duró quince meses, de los cuales solo llamé a casa en una ocasión después de saber, gracias a un telegrama, que mi padre había estado a punto de morir de un infarto. En aquellos tiempos estuve viajando por el país, solo y abierto al mundo. Literal y metafóricamente me sentía arrastrado por cada corriente, era como si esta apertura y disposición me permitiese llegar a una cierta sabiduría interior, pero ahora que lo pienso con tantos años de por medio, claro que me dediqué a la investigación y a la academia. Una de las cosas a las que me dediqué a estudiar, fue la hoja de coca, con Tim Plowman, con quien compilamos colecciones botánicas. Era muy idealista y ese idealismo me llevó a viajar a lo largo y ancho de Colombia. Aunque haya pasado por Ecuador, Bolivia y Perú, fue en realidad en Colombia donde sentí una apertura que a veces resultaba extraña. Por ejemplo, estando en Rionegro solía ponerme mi mejor traje, que no era muy elegante tampoco, iba a la plaza a la madrugada, daba varias vueltas sobre mi propio eje y la dirección que tuviera enfrente cuando dejaba de dar vueltas era la que tomaba a ver con qué me encontraba; bodas, funerales, a donde llegaba me recibían. Todo esto forjó la relación tan especial que mantengo con Colombia, un vínculo anormal que no comprendo, pues parece desarrollarse en un nivel más allá de mi entendimiento. Colombia hizo posible mi vida y por ello profeso una lealtad tan férrea a este país que me salvó. Pero volviendo a hablar de la relación entre mi escritura y mis viajes, se basó, principalmente, en mantener cualquier contacto con mis amigos y familia en Canadá, así que había que escribir cartas para dar señales de vida. Esto se convirtió en un ritual. Por otro lado, el pasar tanto tiempo solo me instaba a intentar comunicar lo que sentía, lo que veía, cómo iba cambiando. Yo provenía de una familia canadiense honrada pero muy sencilla, y en aquel entonces me hallaba en un contexto que me hacía sentir libre. En retrospectiva, si lees esas cartas, podrías ser testigo de cómo me hice escritor.
¿Cuál fue su percepción de Colombia en aquellos primeros viajes?
Solo puedo hablar por mí. Si bien la tónica era distinta durante el siglo XIX, creo que algo de lo que no se habla lo suficiente es del impacto psicológico de la sociedad colombiana tras más de cincuenta años de guerra, sobre todo para los jóvenes. Por ello creo que el libro El río, que salió en el 2002 con apenas quinientas copias, gracias al voz a voz, llegó a muchos jóvenes para quienes, quizás, fue más relevante que para los hermanos mayores. Este no era un libro, sino un mapa de sueños. Leer las crónicas de un tiempo en el cual se podía viajar con libertad por el territorio, cosa que las últimas dos generaciones no habían podido experimentar, era algo increíble. Y es terrible que haya sido así. Este es un conflicto que involucró a la sociedad entera. También sucede que la manera en la cual las fronteras de la violencia se desdibujan en la cotidianidad se ha normalizado. Es muy fácil atar todos los cabos y entender de dónde proviene el problema, pero algo que he dicho siempre es: “La violencia no es una responsabilidad de Colombia, pero dudo que otro pueblo diferente al colombiano fuera capaz de soportar cincuenta años de conflicto armado”. También debo decir que la resiliencia de este país y su gente es admirable. La calidez con la que me recibieron siendo un estudiante, como lo mencioné en el inicio de El río, fue como “una manta protectora hecha a la medida del asombro”. Durante muchos meses pude vivir con tres dólares al día y recorrer este país de arriba a abajo. Crucé el tapón de Darién, subí la Sierra, me adentré en el Vaupés y en el Amazonas, pisé Nariño, Sibundoy, el bajo Putumayo y en todo ese periplo no tuve un encuentro desafortunado. O bueno… sí. Una vez.
Acababa de llegar a Santa Marta y estaba ayudando a una señora con su maleta cuando sentí que alguien me empujó levemente por detrás. Cuando bajé del tren, ya no tenía billetera. El robo había sido tan elegante, tan imperceptible, que no pude sino reírme. “¡Mierda, pero qué habilidad!”, me dije, “¿Quién habrá sido?”. Me resigné y tomé un taxi al hotel. Antes de partir, escuché una discusión en el asiento de atrás a la que no le di importancia. Cuando llegamos, mi billetera estaba en el carro, pues el ladrón me había visto reírme, la dejó sin dinero, luego hizo el esfuerzo de dejarla allí con todo lo que no era importante para él, es decir, todo lo importante para mí: mis documentos. Es una historia muy bella.
Hablemos de los extranjeros que llegan a un país como Colombia, pero de los que en verdad se interesan por las maravillas de este territorio para preservarlas. Por ejemplo, su amigo y compañero, Martin von Hildebrand u otros.
Primero debemos mencionar que la imposición de occidente es multifacética y se manifiesta más allá de lo evidente. A veces es alguien venido de afuera quien puede hacer ver la belleza de un lugar. Mira el caso de D.H. Lawrence, quien no hablaba una palabra de griego y, sin embargo, no hay escritos más bellos acerca de Grecia que los de Lawrence. Es ese el arte de escribir acerca del viaje, el permitir que un lugar cobre vida sin caricaturizarlo y así presentar su mejor faceta al mundo. Por ello, en cada uno de mis libros, no solo en los que hablo de Colombia, los personajes se ven engrandecidos. Algunos escritores usan a sus personajes, los presentan como materia exótica para el consumo del lector; a mí me gusta lo contrario, no reducirlos sino dignificarlos. Pienso también que Colombia hoy en día es suficientemente fuerte para dar una cara digna al mundo, y es por ello defiendo la hoja de coca. No es tan solo que la hoja de coca no es cocaína, sino que perfectamente esta podría convertirse en un gran producto comercial a nivel internacional, incluso podría superar al café. Esto es por el simple hecho de que la hoja de coca es un estimulante mucho más efectivo. Los ingresos generados por ello darían a Colombia la solvencia económica para pagar el precio de la paz tras los estragos de medio siglo de guerra.
Uno de sus mayores intereses ha sido el estudio de la hoja de coca. Hablemos sobre eso y sobre el rol del ser humano en querer profanar lo sagrado.
Complementado lo anterior, primero debo decir que considero que la hoja de coca es el regalo que Colombia puede darle al mundo, que en lugar de recibirlo con brazos abiertos, decidió devolverlo con una cachetada. Occidente decidió volverlo una guerra contra las drogas, un gesto de mal agradecimiento. A Colombia le robaron la posibilidad de ofrecer su regalo al mundo y la convirtieron en una guerra que acarreó la muerte de miles de personas y cinco millones de desplazados. Si Colombia reclamara ese legado birlado no implicaría únicamente un resarcimiento económico, sino también una debacle del negocio del narcotráfico y, por ende, un punto final a la guerra contra las drogas.
Ahora bien, cuando hablo del jayo no lo hago desde un ángulo espiritual, sino desde la más llana practicidad. Lo que no entendemos acerca de la hoja de coca, debido a que no la usamos, es cómo esta opera en el organismo. Lo que esta planta ofrece son vitaminas y nutrientes. No hay evidencia científica en su uso de efectos adversos y, mucho menos, adictivos. El café es más adictivo que la coca; y ni hablar del cigarrillo. Entonces, ¿no querrías contar con esa planta en tu vida? Mi punto es sencillo: al mundo le va a gustar. Estamos hablando de una industria de miles de millones de dólares que endereza todo el cataclismo económico y ecológico y cesa la necesidad de deforestación, entre muchas otras cosas. También creo que no solo el regalo de Colombia se le ha negado al mundo, sino que la humanidad se ha negado a sus beneficios. Y eso sí que es un crimen.
Por otro lado, en el siglo XIX, antes de que la hoja de coca se procesara para hacer cocaína y se volviera un problema, los médicos en Europa estaban intentando entender de qué se trataba esa vaina venida de América. Sus testimonios son extraordinarios, decían: “No lo entendemos. Sí, es un estimulante, pero no tiene un efecto realmente perceptible. Al tomarla, podemos caminar diez horas sin comer nada, no te sientes descompensado y puedes comer con apetito después”.
¿Y cómo ha sido su relación con esta planta sagrada?
Además de dedicarme a estudiarla, ha sido una relación directa y constante. Yo he escrito unos veinticinco libros y cuando la gente me pregunta: “¿cómo hiciste para escribir tanto?”, les respondo que gracias a mi mambecito. Yo siempre estoy mambeando, aquí o en Canadá, donde sea.
Ahora ahondemos en el concepto de memoria. Uno de los ensayos de su último libro habla de esto. ¿Cómo concibe el concepto de memoria?
Creo que la memoria deviene historia. A medida que envejezco, mis propios recuerdos y los eventos que circundan mi propia vida se han vuelto casi indistinguibles, incluso los de la infancia. Por ejemplo, para mí, las dos guerras mundiales están, de alguna manera, vivas, pues ambas destruyeron a mi abuelo y a mi padre; y en ese sentido, mi memoria no empieza con mi nacimiento, sino con los momentos que se volvieron más importantes, a una edad más avanzada. Por otro lado, debo hablar de cuando publiqué Into the Silence, un libro que, sin intención alguna, lo escribí para darle un poco de forma a mi memoria. Mientras pensaba a quién dedicarle el libro, me fue claro, ya que había escrito el libro para mi abuelo, a quien nunca conocí. Mi abuelo fue un cirujano en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial y murió en la segunda. Fue totalmente subliminal e inconsciente, pues sin proponérmelo había pasado doce años escribiendo un libro acerca de la Primera Guerra Mundial, un tema más bien alejado de mis áreas de investigación, un libro dedicado a mi abuelo. Su nombre era Daniel Wade Davis, nos llamamos igual. Tu pregunta me lleva a reafirmar que, en realidad, no creo en la muerte. Para mí la muerte es como cuando nos quitamos una chaqueta y nos ponemos otra: tu interior sigue siendo el mismo.
En varios de sus libros habla del agua, de su importancia y de cómo nos relacionamos con ella. ¿Es un tema que le obsesiona?
Sin duda. Los mamos están en lo correcto al decir, y no de manera metafórica, que la sangre que corre por tus venas es exactamente igual al agua de los ríos. Si lo piensas, cuando este cuerpo físico muere, tu carne se deshace para formar parte de la tierra, tu sangre se degrada en ella, llega al mar, llueve. Así que de alguna manera llovemos sobre el macizo colombiano. Nuestra relación con el agua es muy extraña, pues gastamos miles de millones de dólares para mandar cohetes al espacio en búsqueda de agua en las lunas de Júpiter o la superficie de Marte al mismo tiempo que empleamos esos mismos millones de dólares en devastar y contaminar el agua que tenemos aquí en la tierra. Mirémoslo de esta manera: si pensamos en la cantidad de agua presente en el planeta como un galón, el agua potable que bebemos es apenas una cucharita. Por ejemplo, cuando vamos a una iglesia a bautizar a nuestros hijos con agua bendita y, al mismo tiempo, en el inodoro que seguro tendrá esa iglesia, desacralizamos el agua contaminándola con nuestra mierda. Vivimos en contradicción, pues a lo largo de la historia de la humanidad hemos reverenciado al agua, y tiene mucho sentido: somos agua. Es verdaderamente extraño, pues nos atrae el agua. Hay razón para que los pueblos se asienten a la vera de los ríos, en la orilla de los océanos y al lado de los lagos. Este magnetismo es amor. Al escribir el libro Magdalena, toda la gente que conocí a lo largo del río, desde Boca de Cenizas hasta el macizo, decía lo mismo en más o menos las mismas palabras: “para limpiarnos a nosotros debemos limpiar primero el río. Si podemos limpiar el río, podremos limpiar nuestra alma”.
Desde principios de 1970, Wade Davis comenzó a tejer su relación con Colombia y los pueblos indígenas. Su interés comenzó por estudiar la hoja de coca, la planta de la inmortalidad para las diferentes comunidades nativas del país. Con su andar y curiosidad por esta amalgama de verdes, comenzó a realizar distintos viajes a pie a las profundidades del país, encontrando así una infinidad de historias, mitos, culturas, ritos y conocimientos ancestrales, que con el tiempo fue plasmando, poco a poco, en cada uno de sus libros, los cuales se han convertido en una guía para conocer, desde otra perspectiva, la historia de un territorio maltratado por españoles y ‘occidentales’. Libros como Magdalena, historias de Colombia y El río, por poner algún ejemplo, nos acercan, desde un relato personal, a los distintos escenarios que han vivido los indígenas; desde los koguis, en la Sierra Nevada de Santa Marta, hasta los indígenas del Amazonas colombiano.
En la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá, Davis presentó su último libro, Bajo la superficie de las cosas, en el que se pueden leer reflexiones y ensayos sobre el cambio climático, la relación entre la memoria y la guerra, una carta a su hija, y la importancia de la hoja de coca, entre otras cosas. A propósito de este lanzamiento, conversamos con él para hacer un recorrido por su vida y obra, por la relación que existe entre sus viajes y su pluma, y su interés en que esta planta sagrada llegue a todo el mundo.
Empecemos hablando de la relación entre sus viajes y su escritura.
Nunca pensé en convertirme en escritor. De hecho, nunca tomé una clase de escritura. Cuando terminé la universidad en 1974, compré un boleto de avión solo de ida. Tenía dos mil dólares en el bolsillo y ningún plan para el futuro, lo único que tenía claro era que no volvería a Estados Unidos hasta que Richard Nixon dejase de ser el presidente. Llevaba conmigo dos cartas de recomendación escritas por Schultes, una dirigida a Enrique Forero, de la Universidad Nacional; y la otra a Mariano Ospina, quien dirigía el Jardín Botánico de Medellín, las cuales asegurarían mi estadía en Colombia. Y así pasó. Ese viaje duró quince meses, de los cuales solo llamé a casa en una ocasión después de saber, gracias a un telegrama, que mi padre había estado a punto de morir de un infarto. En aquellos tiempos estuve viajando por el país, solo y abierto al mundo. Literal y metafóricamente me sentía arrastrado por cada corriente, era como si esta apertura y disposición me permitiese llegar a una cierta sabiduría interior, pero ahora que lo pienso con tantos años de por medio, claro que me dediqué a la investigación y a la academia. Una de las cosas a las que me dediqué a estudiar, fue la hoja de coca, con Tim Plowman, con quien compilamos colecciones botánicas. Era muy idealista y ese idealismo me llevó a viajar a lo largo y ancho de Colombia. Aunque haya pasado por Ecuador, Bolivia y Perú, fue en realidad en Colombia donde sentí una apertura que a veces resultaba extraña. Por ejemplo, estando en Rionegro solía ponerme mi mejor traje, que no era muy elegante tampoco, iba a la plaza a la madrugada, daba varias vueltas sobre mi propio eje y la dirección que tuviera enfrente cuando dejaba de dar vueltas era la que tomaba a ver con qué me encontraba; bodas, funerales, a donde llegaba me recibían. Todo esto forjó la relación tan especial que mantengo con Colombia, un vínculo anormal que no comprendo, pues parece desarrollarse en un nivel más allá de mi entendimiento. Colombia hizo posible mi vida y por ello profeso una lealtad tan férrea a este país que me salvó. Pero volviendo a hablar de la relación entre mi escritura y mis viajes, se basó, principalmente, en mantener cualquier contacto con mis amigos y familia en Canadá, así que había que escribir cartas para dar señales de vida. Esto se convirtió en un ritual. Por otro lado, el pasar tanto tiempo solo me instaba a intentar comunicar lo que sentía, lo que veía, cómo iba cambiando. Yo provenía de una familia canadiense honrada pero muy sencilla, y en aquel entonces me hallaba en un contexto que me hacía sentir libre. En retrospectiva, si lees esas cartas, podrías ser testigo de cómo me hice escritor.
¿Cuál fue su percepción de Colombia en aquellos primeros viajes?
Solo puedo hablar por mí. Si bien la tónica era distinta durante el siglo XIX, creo que algo de lo que no se habla lo suficiente es del impacto psicológico de la sociedad colombiana tras más de cincuenta años de guerra, sobre todo para los jóvenes. Por ello creo que el libro El río, que salió en el 2002 con apenas quinientas copias, gracias al voz a voz, llegó a muchos jóvenes para quienes, quizás, fue más relevante que para los hermanos mayores. Este no era un libro, sino un mapa de sueños. Leer las crónicas de un tiempo en el cual se podía viajar con libertad por el territorio, cosa que las últimas dos generaciones no habían podido experimentar, era algo increíble. Y es terrible que haya sido así. Este es un conflicto que involucró a la sociedad entera. También sucede que la manera en la cual las fronteras de la violencia se desdibujan en la cotidianidad se ha normalizado. Es muy fácil atar todos los cabos y entender de dónde proviene el problema, pero algo que he dicho siempre es: “La violencia no es una responsabilidad de Colombia, pero dudo que otro pueblo diferente al colombiano fuera capaz de soportar cincuenta años de conflicto armado”. También debo decir que la resiliencia de este país y su gente es admirable. La calidez con la que me recibieron siendo un estudiante, como lo mencioné en el inicio de El río, fue como “una manta protectora hecha a la medida del asombro”. Durante muchos meses pude vivir con tres dólares al día y recorrer este país de arriba a abajo. Crucé el tapón de Darién, subí la Sierra, me adentré en el Vaupés y en el Amazonas, pisé Nariño, Sibundoy, el bajo Putumayo y en todo ese periplo no tuve un encuentro desafortunado. O bueno… sí. Una vez.
Acababa de llegar a Santa Marta y estaba ayudando a una señora con su maleta cuando sentí que alguien me empujó levemente por detrás. Cuando bajé del tren, ya no tenía billetera. El robo había sido tan elegante, tan imperceptible, que no pude sino reírme. “¡Mierda, pero qué habilidad!”, me dije, “¿Quién habrá sido?”. Me resigné y tomé un taxi al hotel. Antes de partir, escuché una discusión en el asiento de atrás a la que no le di importancia. Cuando llegamos, mi billetera estaba en el carro, pues el ladrón me había visto reírme, la dejó sin dinero, luego hizo el esfuerzo de dejarla allí con todo lo que no era importante para él, es decir, todo lo importante para mí: mis documentos. Es una historia muy bella.
Hablemos de los extranjeros que llegan a un país como Colombia, pero de los que en verdad se interesan por las maravillas de este territorio para preservarlas. Por ejemplo, su amigo y compañero, Martin von Hildebrand u otros.
Primero debemos mencionar que la imposición de occidente es multifacética y se manifiesta más allá de lo evidente. A veces es alguien venido de afuera quien puede hacer ver la belleza de un lugar. Mira el caso de D.H. Lawrence, quien no hablaba una palabra de griego y, sin embargo, no hay escritos más bellos acerca de Grecia que los de Lawrence. Es ese el arte de escribir acerca del viaje, el permitir que un lugar cobre vida sin caricaturizarlo y así presentar su mejor faceta al mundo. Por ello, en cada uno de mis libros, no solo en los que hablo de Colombia, los personajes se ven engrandecidos. Algunos escritores usan a sus personajes, los presentan como materia exótica para el consumo del lector; a mí me gusta lo contrario, no reducirlos sino dignificarlos. Pienso también que Colombia hoy en día es suficientemente fuerte para dar una cara digna al mundo, y es por ello defiendo la hoja de coca. No es tan solo que la hoja de coca no es cocaína, sino que perfectamente esta podría convertirse en un gran producto comercial a nivel internacional, incluso podría superar al café. Esto es por el simple hecho de que la hoja de coca es un estimulante mucho más efectivo. Los ingresos generados por ello darían a Colombia la solvencia económica para pagar el precio de la paz tras los estragos de medio siglo de guerra.
Uno de sus mayores intereses ha sido el estudio de la hoja de coca. Hablemos sobre eso y sobre el rol del ser humano en querer profanar lo sagrado.
Complementado lo anterior, primero debo decir que considero que la hoja de coca es el regalo que Colombia puede darle al mundo, que en lugar de recibirlo con brazos abiertos, decidió devolverlo con una cachetada. Occidente decidió volverlo una guerra contra las drogas, un gesto de mal agradecimiento. A Colombia le robaron la posibilidad de ofrecer su regalo al mundo y la convirtieron en una guerra que acarreó la muerte de miles de personas y cinco millones de desplazados. Si Colombia reclamara ese legado birlado no implicaría únicamente un resarcimiento económico, sino también una debacle del negocio del narcotráfico y, por ende, un punto final a la guerra contra las drogas.
Ahora bien, cuando hablo del jayo no lo hago desde un ángulo espiritual, sino desde la más llana practicidad. Lo que no entendemos acerca de la hoja de coca, debido a que no la usamos, es cómo esta opera en el organismo. Lo que esta planta ofrece son vitaminas y nutrientes. No hay evidencia científica en su uso de efectos adversos y, mucho menos, adictivos. El café es más adictivo que la coca; y ni hablar del cigarrillo. Entonces, ¿no querrías contar con esa planta en tu vida? Mi punto es sencillo: al mundo le va a gustar. Estamos hablando de una industria de miles de millones de dólares que endereza todo el cataclismo económico y ecológico y cesa la necesidad de deforestación, entre muchas otras cosas. También creo que no solo el regalo de Colombia se le ha negado al mundo, sino que la humanidad se ha negado a sus beneficios. Y eso sí que es un crimen.
Por otro lado, en el siglo XIX, antes de que la hoja de coca se procesara para hacer cocaína y se volviera un problema, los médicos en Europa estaban intentando entender de qué se trataba esa vaina venida de América. Sus testimonios son extraordinarios, decían: “No lo entendemos. Sí, es un estimulante, pero no tiene un efecto realmente perceptible. Al tomarla, podemos caminar diez horas sin comer nada, no te sientes descompensado y puedes comer con apetito después”.
¿Y cómo ha sido su relación con esta planta sagrada?
Además de dedicarme a estudiarla, ha sido una relación directa y constante. Yo he escrito unos veinticinco libros y cuando la gente me pregunta: “¿cómo hiciste para escribir tanto?”, les respondo que gracias a mi mambecito. Yo siempre estoy mambeando, aquí o en Canadá, donde sea.
Ahora ahondemos en el concepto de memoria. Uno de los ensayos de su último libro habla de esto. ¿Cómo concibe el concepto de memoria?
Creo que la memoria deviene historia. A medida que envejezco, mis propios recuerdos y los eventos que circundan mi propia vida se han vuelto casi indistinguibles, incluso los de la infancia. Por ejemplo, para mí, las dos guerras mundiales están, de alguna manera, vivas, pues ambas destruyeron a mi abuelo y a mi padre; y en ese sentido, mi memoria no empieza con mi nacimiento, sino con los momentos que se volvieron más importantes, a una edad más avanzada. Por otro lado, debo hablar de cuando publiqué Into the Silence, un libro que, sin intención alguna, lo escribí para darle un poco de forma a mi memoria. Mientras pensaba a quién dedicarle el libro, me fue claro, ya que había escrito el libro para mi abuelo, a quien nunca conocí. Mi abuelo fue un cirujano en el frente oeste durante la Primera Guerra Mundial y murió en la segunda. Fue totalmente subliminal e inconsciente, pues sin proponérmelo había pasado doce años escribiendo un libro acerca de la Primera Guerra Mundial, un tema más bien alejado de mis áreas de investigación, un libro dedicado a mi abuelo. Su nombre era Daniel Wade Davis, nos llamamos igual. Tu pregunta me lleva a reafirmar que, en realidad, no creo en la muerte. Para mí la muerte es como cuando nos quitamos una chaqueta y nos ponemos otra: tu interior sigue siendo el mismo.
En varios de sus libros habla del agua, de su importancia y de cómo nos relacionamos con ella. ¿Es un tema que le obsesiona?
Sin duda. Los mamos están en lo correcto al decir, y no de manera metafórica, que la sangre que corre por tus venas es exactamente igual al agua de los ríos. Si lo piensas, cuando este cuerpo físico muere, tu carne se deshace para formar parte de la tierra, tu sangre se degrada en ella, llega al mar, llueve. Así que de alguna manera llovemos sobre el macizo colombiano. Nuestra relación con el agua es muy extraña, pues gastamos miles de millones de dólares para mandar cohetes al espacio en búsqueda de agua en las lunas de Júpiter o la superficie de Marte al mismo tiempo que empleamos esos mismos millones de dólares en devastar y contaminar el agua que tenemos aquí en la tierra. Mirémoslo de esta manera: si pensamos en la cantidad de agua presente en el planeta como un galón, el agua potable que bebemos es apenas una cucharita. Por ejemplo, cuando vamos a una iglesia a bautizar a nuestros hijos con agua bendita y, al mismo tiempo, en el inodoro que seguro tendrá esa iglesia, desacralizamos el agua contaminándola con nuestra mierda. Vivimos en contradicción, pues a lo largo de la historia de la humanidad hemos reverenciado al agua, y tiene mucho sentido: somos agua. Es verdaderamente extraño, pues nos atrae el agua. Hay razón para que los pueblos se asienten a la vera de los ríos, en la orilla de los océanos y al lado de los lagos. Este magnetismo es amor. Al escribir el libro Magdalena, toda la gente que conocí a lo largo del río, desde Boca de Cenizas hasta el macizo, decía lo mismo en más o menos las mismas palabras: “para limpiarnos a nosotros debemos limpiar primero el río. Si podemos limpiar el río, podremos limpiar nuestra alma”.