Werner Herzog: la lírica detrás de los límites

El director alemán recibirá un reconocimiento en el Festival Internacional de Cine de Cartagena por su vida y obra. La naturaleza y la soledad son rasgos esenciales en sus películas.

Andrés Osorio Guillot
13 de marzo de 2020 - 02:00 a. m.
 Werner Herzog recibió en 1982 el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes por “Fitzcarraldo”. / AP
Werner Herzog recibió en 1982 el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes por “Fitzcarraldo”. / AP
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La máxima de Werner Herzog en la vida es leer, leer y leer. Todo parte de ese momento en el que un individuo asume la soledad como la mejor de las cómplices para adentrarse en lo insospechado, para explorar en los confines de la historia y en las profundidades del ser humano. El alemán es consciente de que la lectura es el vehículo más eficiente para migrar de una época a otra, de una idea a otra.

Los elogios pueden caer en la inmediatez de un adjetivo, por ello Herzog no es amigo de ellos, por eso tampoco hay que acogerlos para hablar de un director, productor y actor que ha participado en poco más de 50 producciones cinematográficas, de las cuales ha dirigido 20 largometrajes, 15 documentales y siete cortometrajes. Es una obra de largo aliento, no solo por tratarse de un legado que se hace perpetuo por sí mismo, sino por el tiempo que hay que tomarse para pensar y mencionar la relevancia y la influencia que dejan películas que se hicieron y se pensaron desde y para los límites del ser humano, explorando territorios como en los que creció: silenciosos, indescifrables, mágicos.

Fue en Múnich y el 5 de septiembre de 1942 que Werner Herzog nació. A su papá se lo llevaron para hacer parte del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial. Lejos de los sonidos profundos de las botas que chocan contra el suelo, de los estruendos y las voces que anunciaban en la radio que la guerra cambiaba su rumbo, Herzog comprendió lo que sería esencial para hacer un cine que no tuviera propósitos comerciales y que no requiriera de otra cosa que no fuera su riesgo y su voluntad: la precariedad.

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Sachrang fue el pueblo alejado del frenesí. En una granja en la que su infancia estuvo distanciada de cualquier aparato que pudiera cambiar la importancia del aburrimiento como fuente de imaginación y recursividad, Herzog fue acudiendo a la naturaleza que lo rodeaba para reconocerse, para ser curioso entre los árboles que no dejan ver el cielo. Tuvieron que pasar once años para que el pequeño oriundo de Múnich conociera el cine y el teléfono.

A los 17 años decidió dedicarse al séptimo arte y desde entonces se han cumplido 61. En ese lapso lo han querido asociar al movimiento del Nuevo Cine Alemán, del que se dice que hicieron partedirectores como Volker Schlöndorff, Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders o Alexander Kluge. Y es que si hablamos del movimiento como el momento en que se reinventa el séptimo arte en Alemania, en que los riesgos se asumen para poder hablar de un nuevo tiempo y de una necesidad por darle al país una ventana para hablar y traspasar las fronteras del arrepentimiento y el dolor de la Segunda Guerra Mundial, podría decirse que Herzog bien haría parte del grupo, pues si hay un elemento que es aplaudido en la identidad del director de Fitzcarraldo (1982) es su convicción para correr riesgos, para atreverse a vivir y recorrer esos pasadizos misteriosos en los que se oye el llamado de un ave o se vislumbra el relámpago que sugiere la ira de los dioses.

De los actores que trabajaron con Herzog el más emblemático fue Klaus Kinski, que participó en cinco películas y con quien llegaron hasta amenazarse de muerte durante rodajes. Y aunque de allí nació la musa para Mi enemigo íntimo, Herzog confesó alguna vez que su mejor actor, por encima de la particularidad de Kinski y de la trayectoria de Christian Bale o Nicolas Cage, fue Bruno Schleinstein, que trabajó en El enigma de Kaspar Hauser y Stroszek.

Ese riesgo es también el lema del errante, del que va comprendiendo que la vida a pie es mucho más reveladora. De allí también que Herzog hable de la academia como “la muerte del cine”, de los claustros como los lugares donde los seres humanos se vuelven homogéneos y permiten que su imaginación e individualidad perezca en nombre de un sistema que convence que el camino es el grado, el posgrado, el doctorado, el ascenso y la vida atada a los laberintos de un modelo económico reinante y avasallante.

“Con la desquiciada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y tira del animal caído, hasta el extremo de que el cazador abandona todo intento de calmarlo, se apoderó de mí una visión: la imagen de un enorme barco de vapor en una montaña. El barco que, gracias al vapor y por su propia fuerza, remonta serpenteando una pendiente empinada en la jungla, y por encima de una naturaleza que aniquila a los quejumbrosos y a los fuertes con igual ferocidad, suena la voz de Caruso, que acalla todo dolor y todo chillido de los animales de la selva y extingue el canto de los pájaros. Mejor dicho: los gritos de los pájaros, porque en este paisaje inacabado y abandonado por Dios en un arrebato de ira, los pájaros no cantan, sino que gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean entre sí con sus garras de gigantes, de horizonte a horizonte, entre las brumas de una creación que no llegó a completarse. Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la stanza de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado”, escribió Herzog en La conquista de inútil , un diario de sus pasos en selvas y demás ecosistemas que recorrió en Europa, África y América Latina, de esos paisajes que lo han abrumado y lo han llevado siempre a los días de su infancia, a los que se ve en películas como Signos de vida, Fata Morgana, Aguirre, La cólera de Dios, Fitzcarraldo, Encuentros en el fin del mundo, entre otras.

La mística de un bosque y la soledad de los personajes que allí deambulan en busca de los sentidos de la existencia, son rasgos de su vida y de una obra que partió de aquellos años en que la precariedad dictó la fuerza de su espíritu y en los que la primavera fue el séptimo arte.

Por Andrés Osorio Guillot

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