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Winston Morales “En la poesía hay muchos poetas de Fórmulas”

El poeta, nacido en Neiva en 1969 y radicado en la Costa, es un caso de lamentable desconocimiento en la literatura a pesar de haber publicado más de veinte libros, ganado premios internacionales y a que importantes universidades de Europa lo invitan frecuentemente a leer sus poemas.

Juan Carlos Guardela
04 de julio de 2016 - 02:43 a. m.
El poeta colombiano Winston Morales.
El poeta colombiano Winston Morales.
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Es comunicador social y periodista, docente en la Universidad de Cartagena, magíster en literatura hispanoamericana de la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito. Su poesía indaga la historia, los mitos y los misterios de la vida. Ha escrito sobre algunas de las poéticas más importantes del siglo XX en Latinoamérica, entre otras, las de José Antonio Ramos Sucre, Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz. Escribe poesía, novela y ensayo.

Su obra ha sido traducida al francés, el inglés y el italiano y es incluida con bastante frecuencia en antologías internacionales. Algunos de sus poemas son más conocidos en el exterior que en casa. Con palabras asequibles, Morales ahonda en realidades inaccesibles. Sus poemas no se reducen al texto, en ellos lo estético no culmina en la escritura. Es la palabra como desafío y ensalmo. Al acercarse a su poesía, el lector no obtiene un esclarecimiento de las cosas sino una sintonía con el misterio. Lo que hace Morales es volver a “encantar” el mundo en la defensa de lo insólito.

Dice en Papiro a las hermanas de Lázaro: “A pesar de la segunda resurrección de la carne / Seguían pensando en levantar en tres días la casa, / En resucitar al betanio / Para contagiar de belleza a los escribas del templo. / Aun tras la muerte del Nazareno, permanecían bellas / Bellas hasta la saciedad de los últimos caminos. / Lo único que las diferenciaba / Era el aroma inescrutable de sus ropas / El color de sus labios / Retocados por la espesura del bosque”.

En La dulce Aniquirona (II) se lee: “A veces pienso / Que ese habitante / Joven entre los viejos / Ama las mismas cosas / La obscura puerta de las posibilidades / La famosa casualidad de las instancias / ¿A dónde van todas esas voces / que me conducen a tu reino?”.

Hace unas semanas Winston Morales fue invitado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Varsovia y dio recitales en la Universidad Jagiellonski de Cracovia, en la Universidad de Szczecin y en la Universidad Adama Mickiewicza de la ciudad de Poznań, así como en la Biblioteca Pública de Zielona Gora. Hace unos días estuvo invitado por la Universidad de Sonora al Festival Internacional de Escritores Horas de Junio, en homenaje a Hernán Lara Zavala.

Dentro de su obra se destacan: Aniquirona (Trilce Editores, 1998), La lluvia y el ángel (coautoría, Trilce Editores, 1999), De Regreso a Schuaima (Ediciones Dauro, Granada, España, 2001), Memorias de Alexander de Brucco (Editorial Universidad de Antioquia, 2002), Summa poética (Altazor Editores, 2005), Camino a Rogitama (Trilce Editores, 2010) y el libro de ensayo Poéticas del ocultismo en las escrituras de José Antonio Ramos Sucre, Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz.

¿Qué lugar tiene la infancia en toda su obra?

La infancia, más que una edad, es un estado, muy autónomo por cierto, que siempre estará presente en el camino de la creación. De hecho, es probable que ella aparezca sin que el escritor tenga plena conciencia. De manera inconsciente, la infancia es como ese universo akásico del que nos hablaron los místicos; un universo con toda la información pasada o futura —porque allí no existen delimitaciones temporales—, que forma parte de esa unidad y ese todo que es el hombre creador y creativo.

No podría decirte con exactitud qué elementos de mi infancia o de mi niñez gravitan en mi obra, pero es muy seguro que esté presente, no sólo en lo que escribo sino también en lo que callo, no sólo en lo que creo sino también en lo que recreo. La obra, poesía o novela, es la materialización de un universo mental —consciente o inconsciente—, y ese universo mental está compuesto de todas las edades y experiencias del hombre (no sólo físicas sino también metafísicas).

¿Por qué insiste en creer en el hombre como especie?

La vida es bella, más allá de los seres humanos. Mas como soy un hombre, la concibo y escribo desde ese locus enunciativo que soy. Hablo desde los hombres, no puedo hablar —aunque lo intento— desde las plantas, desde los cristales, desde los animales, y al hablar desde los hombres creo en mí y creo en la bondad que me habita —también en la maldad, por supuesto— y razono un mundo desde una lógica más humana y más humanista, más sensible, más equitativa. Ahora, no es algo que yo haga de manera premeditada; digamos que es como un pálpito, como un impulso eléctrico, y es ese impulso eléctrico el que se ve plasmado en esa obstinación mía de la esperanza y de lo remediable. Como especie, tenemos remedio. Es y será un proceso muy engorroso, muy largo, de unas purgas terrestres necesarias e infinitas, pero aún, como decía Gabo, nos merecemos una segunda oportunidad sobre la tierra.

En sus más de veinte libros, su escritura aborda temas disímiles. Las Escrituras con sus variados personajes, lo esotérico, la historia, las músicas secretas, el amor, la vida y la muerte. Todos los escenarios parecieran estar al oriente del Edén. ¿Por qué la insistencia en los orígenes?

Eso tiene que ver con mi origen, con ese locus enunciativo del que te hablé hace unos instantes. No es un asunto que se responda desde lo humano o, más bien, desde lo racional. Mis padres son amantes de los libros y de la lectura, pero ninguno de ellos, que yo sepa, tiene una proximidad con lo oculto, con lo esotérico, con lo místico (mi madre es muy religiosa, pero nada más). Desde muy chico tuve una vocación y una necesidad de búsqueda en lo invisible, en lo intangible. De niño creí ver cosas —eso es algo que ya se pierde en la incertidumbre de lo ficticio o de lo real, mi estado natural— y al creer en lo que aparentemente veía, tuve una virtud en lo onírico; sueños que se hacían realidad o que eran simples advertencias. Entonces no sólo fueron visiones sino también audiencias, cierto tipo de revelación, y eso está consignado en “La dulce Aniquirona”, mi primer libro publicado. De ese origen, de ese lugar de encuentro —conmigo y con mis intereses— vienen el mito judeocristiano, el mito griego y romano, egipcio, esotérico, alquímico.

Se siente que “Aniquirona”, su primer libro, tal como “Cántico de Guillén”, atraviesa una continua reescritura y esos temas resurgen en sus libros siguientes: la naturaleza, una atmósfera casi bucólica, los arcanos y los sueños, y un eterno preguntarse por las cosas y los seres que se marchan. ¿A qué se debe?

Soy un hombre de eternas preguntas, un hombre cuya máxima preocupación es el tiempo. La imagen de Cronos devorando a sus hijos es para mí una revelación y una hecatombe. Me sorprenden la fragilidad del ser humano, la pequeñez, lo ínfimo de nuestras pretensiones y ambiciones, lo minúsculos que somos frente a la inmensidad del tiempo y del espacio, frente a los multiversos que nos rodean y nos circundan —porque todo, como diría Trismegisto, se mueve y vibra—.

La poesía de Aniquirona —porque es ella la que habla— es un devenir, el inagotable devenir del hombre por el misterio. Puede ser la muerte, puede ser la historia, puede que sea la poesía. Nunca he sabido con exactitud qué es lo que representa ese sujeto-mujer onírico. A lo mejor, como diría Flaubert, soy yo. Mas me atrevería a decir que ella es todo los yoes que me componen, a la mejor manera de una síntesis alquímica. Si alguna vez dije que todas las mujeres están en una (Aniquirona), ahora puedo decir que todos los hombres que soy —incluso los que no he sido— están en ella.

¿Cómo fue el tránsito de la poesía a la narrativa?

Creo que nunca he dado ese salto. O a lo mejor siempre he permanecido en la narrativa. Si tú lees “Aniquirona”, “De regreso a Schuaima”, “Memorias de Alexander de Brucco” o cualquier otro de mis libros de poesía, te darás cuenta de que es narrativa. Amén de la unidad temática, mi poética, sin proponérmelo, cuenta una saga, toda ella. La saga de Aniquirona, la saga de su mundo, Schuaima, la saga de lo que recuerda Alexander de Brucco. Y así sigue: un tránsito por la ciudad de las piedras que cantan, que es un homenaje al mundo maya, o el viaje vertiginoso por los arcanos mayores. Tal vez mi libro más cercano a la poesía sea el más reciente, “¿A dónde van los días transcurridos?”, publicado por la Universidad de la Sabana. Los demás son relatos, historias, crónicas en verso.

El yo de la poesía colombiana en la actualidad es muy curioso, es un yo que revela al autor como una gran nao que navega, el poeta como centro del mundo. En cambio, el “yo” de su poesía es un yo disgregado. ¿Por qué esa distancia de la corriente general?

Pregunta compleja y engorrosa. Lo único que puedo decirte es que la voz del poeta, por lo menos la mía, no es una voz que se someta al canon imperante, o a las voces hegemónicas que dictan los sellos editoriales. En eso tenemos ventaja los poetas —algunos, quizás—, que no respondemos a exigencias editoriales. Las voces hegemónicas, lastimosamente, se imponen en la narrativa. Entonces hay un discurso —repetitivo, por cierto—, que rara vez se presenta en la poesía. En la poesía hay muchos poetas de fórmulas, como las 5w de la noticia. Vemos el mismo poema, pero con otras palabras, o vemos cuadros, instantáneas (lo más usual). Es como si el poeta portara una cámara fotográfica y fuera retratando el instante, que casi siempre es inmediato, ordinario y superficial. La poesía ordinaria, esa que habla de lo que acontece afuera del espíritu, no trasciende. El lector sabe que no. El misterio de la poesía es que debe hablarnos de lo que no sabemos, de lo que desconocemos, de lo que nos es vedado. Para lo que sabemos, para lo que conocemos, está la noticia o, en el peor de los casos, los youtubers.

Por Juan Carlos Guardela

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