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2. El evangelio según la felicidad
Que al país conocido como el Gigante de África se le atribuyera albergar al pueblo más feliz de la Tierra ya no era ninguna novedad. Lo que seguía siendo confuso era cómo llegó a obtener semejante reconocimiento y, por consenso universal, a merecerlo. Los países aspirantes necesitaban que los rescataran de su estado de aspiración envidiosa, un malestar que provocaba esfuerzos vanos para arrebatarles las coronas de la cabeza. (Recomendamos: Homenaje a Joan Didion, capítulo de su novela “Noches azules”).
La sabiduría de los ancianos aconseja que es más digno reconocer al campeón cuando su victoria es indisputable y a partir de ahí hacerse un hueco detrás de su liderazgo, antes que quejarse y retorcerse de frustración. Es costumbre de los yorubas amonestar: Ti a ba ri erin igbo k’a gba wipe a ri ajanaku, ka ye so wipe a ri nka nto lo firi. Cuando nos topamos con un elefante, admitamos que hemos visto al señor de la selva, en vez de comentar sin darle importancia que apareció algo fugaz ante nuestra vista.
No muchos países, por ejemplo, podían alardear de un Ministerio de la Felicidad. No obstante, era una innovación proveniente de uno de los Estados más empobrecidos de aquel país federalizado. Su ministra pionera, llamada la comisionada, era esposa del imaginativo gobernador, mientras que otros miembros de la familia y allegados ocupaban los diversos puestos generados tras la singular investidura del gabinete. Para que no solo la primera familia se quede con el crédito de esta hazaña por decisión unánime del jurado mundial, sin embargo, hay que mencionar que, entre otras credenciales, el amor y el reparto liberal de títulos desempeñaron su papel. (Más: Capítulo de “Las lectoras del Quijote”, novela de Alejandra Jaramillo Morales).
Muchas veces se pasaba por alto el hecho de que cuando un pueblo celebraba un solo título bastaba casi siempre para que en las demás naciones del país se implementasen planes presupuestarios anuales. Solía haber otros reconocimientos que también se ignoraban y eran, sin embargo, monumentales. ¿Es necesario citar, por ejemplo, las constantes distensiones exponenciales de la línea de gobernantes tradicionales a golpe de pluma de los gobernadores estatales, a lo largo de la historia y de las culturas?
Una antigua ciudad yoruba, conocida como Ibadán, que fue antes un dominio monárquico autosuficiente, sin ningún signo visible de embarazo dio a luz en un día a 24 nuevos reinos, en una época de desbocada atestación democrática. Aquel logro no quedó sin impugnar. Pronto -o apenas un poco después- fue igualado en el extremo opuesto del eje nacional con el parto de 14 emiratos por parte de otra entidad histórica llamada Kano. A los nuevos reyes/emires sus gobernadores presidenciales les entregaron bastones de mando y pergaminos con inscripciones reales, lo que dio lugar a vistosas ceremonias masivas en medio del clamor popular.
Las coronas/turbantes individuales, obviamente hechos y fabricados a medida para cada cráneo real, fueron colocadas/enrollados en las cabezas y mejillas de los nuevos monarcas, antes meros cabezas de aldea y jefes insignificantes. Y etcétera. Los detractores profesionales del mundo fueron incapaces de la imaginativa hazaña de predecir las festividades masivas que por supuesto inundarían con ascensos a lo largo y a lo ancho un Estado tan liberal, la garantía de que habría carnavales casi a diario propició el crecimiento del turismo y un boom de la industria complementaria de los secuestros extorsivos. Las naciones competidoras solían pasar por alto muchos, muchísimos de los factores determinantes más destacados, deudoras en su mayor parte de los intereses creados y de la obsesión por arrebatarle de la cabeza la corona de la felicidad a sus verdaderos merecedores.
Por desgracia, semejantes actitudes partisanas e interesadas solo sembraban confusión por todas partes, incluso en los festivales rutinarios de todos los años -religiosos, seculares, conmemorativos, etcétera- a los que cualquier nación soberana, con el mínimo atisbo de respeto tradicional por el mundo de los vivos, los nonatos y los antepasados, tenía por supuesto derecho. Un típico malentendido de los turistas buscadores de diversión -y, de hecho, de algunos nacionales descuidados- era la tendencia a confundir carnavales políticos con las fiestas del pueblo.
Esta carga de identidad equivocada la llevaba a cuestas en especial el Festival del Premio del Pueblo. Es cierto que las fêtes políticas y culturales compartían una serie de similitudes. La más notable era la costumbre de ocupar casi todo el año entero, año tras año, a pesar de tener asignadas fechas específicas, claramente definidas, incluso en el calendario nacional. Las dos eran, sin embargo, entidades diferentes. Llamado indistintamente Juerga del Año, Concordia del Pueblo, Noche de Noches, etcétera, el Festival del Premio del Pueblo, una fiesta del pueblo aparte, de estricto cumplimiento, se celebraba cada año el fin de semana siguiente al Día de la Independencia.
El festival así llamado era inequívocamente un acontecimiento político. Aquella proximidad creaba otro motivo de confusión, aunque solo menor, sin consecuencias, ya que todo el mundo seguía recordando de qué se trataba la independencia. Un desfile militar, un discurso apático a la nación, llamamientos al patriotismo, la proclamación del insípido cuadro de honor nacional y el país volvía rápidamente a sus asuntos, esperando el verdadero acontecimiento del año -y su noche de premios- por aclamación popular. Algunos cínicos y revisionistas tendían a insinuar que aquel festival era una creación del Partido del Pueblo en Movimiento.
Aquello también distaba mucho de la verdad. Por supuesto, aquel partido también se pavoneaba de ser un modelo de prácticas democráticas, pero ahí se terminaba cualquier relación. El PPM -las siglas del partido- se atribuía el mérito solo por su liberalismo, que hizo posible que una celebración tan festiva, universal y no partidista no solo se arraigase y triunfase, sino que se expandiese de manera paulatina a ambos lados de las fechas que tenía designadas hasta ocupar el resto del año y a veces desbordarse sobre el año siguiente, alargando sus actividades hasta alcanzar el otro comienzo.
Ningún otro festival del mundo podía vanagloriarse de una acumulación así de constante. Se convirtió no solo en una fiesta móvil, sino en una festividad con eventos que se retrasaban constantemente; sus residuos se extendían hasta la próxima edición. Lo que consiguió el Premio del Público iba más allá de darle lustre a la imagen del gobierno o del partido en el poder: mejoró enormemente el maltratado perfil de los ciudadanos ante los ojos del mundo. El festival, veterano de numerosas ediciones, demostró que, a pesar del testimonio contrario de las elecciones políticas, la ciudadanía, con que solo se le diese la oportunidad, podía enseñarle al mundo un par de cosas sobre esa cultura política atribuida de manera tan errónea a los atenienses.
Si al gobierno podía culpársele de alguna forma de intervención, era solo de que decretase formalmente el punto culminante de la Fiesta de la Noche de Noches, su punto álgido, en los Premios a los Servidores del Año, patrimonio nacional. El gobierno tomó la medida sin precedentes de enviar la resolución habilitante a la Unesco, con no menos de 25 millones de firmas de todo el país, verificadas por ordenador, un hito que no se había conseguido ni en las tres ediciones del censo nacional. “Si no lo hubiésemos hecho, habríamos fracasado en nuestro deber y, por supuesto, seríamos acusados de indiferencia hacia el patriotismo, el arte y la creatividad. Ahora que hemos hecho lo que debíamos, nos ponen en la picota por promover algún siniestro plan secreto del gobierno. ¡No hay manera de contentar a nuestro pueblo!”.
El festival se programaba por sistema el fin de semana siguiente al Día de la Independencia, esa expresión manifiesta del triunfo de la voluntad del pueblo, un día histórico en el que se votó de manera pacífica echar del gobierno a los antiguos amos imperiales sin derramar una gota de sangre; independencia en bandeja de oro, pregonada a bombo y platillo por el líder nacionalista, que sería más tarde el presidente de la nación. De que el país para compensar de sobra aquel lapso pasara por una guerra civil que duró más de dos años no podía culparse al PPM, que ni siquiera existía en el momento de la independencia, mucho menos en el momento de la guerra conocida generalmente como guerra de Biafra. Lo que le importaba al pueblo era el Fénix de esplendor que surgió de las cenizas de la colonización.
Este festival era en verdad único. Terminaba con una plétora de premios, catapultaba a la prominencia pública a una nueva clase de ciudadanos llamados Servidores del Año (Seda), un reconocimiento del pueblo al servicio público más allá del deber, del beneficio o de la alabanza. Y qué contraste ofrecían con el cuadro de honor anual del Día de la Independencia, eran más bien como unos Óscar alternativos. El cuadro de honor del Día de la Independencia lo administraba una hermética Comisión Nacional de Excelencia, cuya existencia y composición no conocía casi nadie. No recibía aportaciones de ningún hombre, mujer o niño, más allá de las conspiraciones a puerta cerrada de una camarilla secreta.
Los Seda, por el contrario, se consolidaron como la única votación democrática genuina, autentificada, abierta, que hubiese conocido el país desde que se había embarcado en su travesía a la independencia. Además, se convirtieron en el barómetro del pulso público. Estampaba en las frentes de sus ganadores el estigma raro e indeleble de la humanidad primitiva antes de la Caída y terminó por paralizar toda competición y siendo conocido como el reality show del siglo XXI. Incluso derrotó a Gran Hermano edición África y a otros favoritos programas voyeristas con participación virtual del público. Para un pueblo amante de la música, cuyas lealtades oscilaban en su mayor parte entre las polaridades del fútbol y la canción, hasta los Premios Grammy y la Bienal de Música de Venecia se veían eclipsados por los Seda.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. Traducción del inglés de Inmaculada C. Pérez Parra.