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                                                                                                                                Y en un principio fueron diosas

                                                                                                                                Comenzamos a publicar la serie “El origen de los dioses”, que saldrá a partir de hoy y cada uno de los próximos cuatro lunes.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                Aquellas figuras fueron, de alguna manera, el comienzo, la primera piedra de las religiones. Mezclaban a la mujer con el toro o con el uro, una especie extinta de bisonte, aunque en algunos lugares solo aparecía la diosa suprema. A veces surgía dando luz a un toro, que, según los arqueólogos y los interpretadores de la historia, era lo masculino, y a veces se la veía en pose de sublimación. Nunca antes los humanos habían sido representados como dioses. Jamás, entre los vestigios de todas las tribus que se han encontrado, algo humano era venerado. En varios miles de años, así como se habían bajado de los árboles para pasar a ser homínidos, caminar y erguirse, y así como habían comenzado a descubrir que la naturaleza se podía trabajar para que diera algún tipo de frutos y que los animales eran susceptibles de convivir con ellos, descubrieron o pensaron que podía haber algo más allá de lo que veían y tocaban.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Le invitamos a leer: “Soy la mujer de barro que cuando llueve florece en la oscuridad de la noche”

                                                                                                                                La mujer era la gran diosa y, por lo tanto, el gran poder. Su voz era la voz, y su mandato, aunque fuera poco articulado pues aún faltaban muchos años de lenguaje, era de obligatorio cumplimiento. Por donde pasaba una mujer, pasaban el más allá, la verdad y la divinidad, y el lugar donde había estado una mujer se transformaba en un sitio de veneración. Un templo, guardando las proporciones. Diez mil, 12.000 años a. C., las mujeres eran la mujer y viceversa, y lo fueron durante varios milenios. Todas eran diosas y todas eran dignas de reverencias, y todas, según varios intérpretes de la gran historia de la humanidad, originaron uno de los cambios esenciales de esta historia, que llevaron al Homo sapiens a establecerse en un solo sitio más o menos determinado y, más allá de eso, a adorar a un ser supremo. Numerosos vestigios hallados por los arqueólogos ofrecen evidencias de que en aquellas épocas el hombre le suplicaba a la mujer.

                                                                                                                                Con los brazos en alto, o haciéndoles venias, los simples y llanos humanos invocaban a las diosas, que estaban por encima de la humanidad de todos los días. Ellas eran el milagro, el castigo, el premio, el vendaval, la luz, la calma y la tormenta, pues eran y daban la vida, aunque ni ellas ni los hombres hubieran descifrado aún cómo nacía la vida, cómo se engendraba, cómo se iba gestando. Simplemente, surgía, y en ese surgir estaba el milagro, y de ese milagro surgieron decenas de otros milagros y la fe en que, así desaparecieran por un tiempo, volverían. Regresarían porque ella, la mujer, la diosa, podría hacerlos realidad si se le veneraba, si se le pedían con fervor y convicción. De una u otra forma, años más o años menos, de aquellas primeras plegarias, que seguro eran susurros mezclados con aullidos, con algún grito de una sílaba extendida, un jadeo, un silencio y más aullidos y más susurros, debieron haber surgido las primeras palabras, simples monosílabos que significaban algo y se fueron multiplicando entre los humanos.

                                                                                                                                Pasados los siglos y los milenios, los diversos dioses y las distintas maneras de comprenderlos o de no comprenderlos, las comuniones y las conjunciones y los odios y las guerras, lo que llamamos religiones y su etimología (derivada de religare), que significaba unir, o de relegere (que quería decir leer con suma atención, analizar), los estudiosos de las creencias y las increencias y de todas sus múltiples manifestaciones llegaron a afirmar que hubo un tiempo en el que el Homo era un Homo religiosus, e incluso algunos, como el psicólogo y neurólogo Merlin Donald, uno de los primeros en considerar la evolución cognitiva del ser humano, afirmaron que “el lenguaje se utilizó por primera vez para el mito y no para cuestiones más ‘prácticas’, como lo citó y reseñó Peter Watson en su libro Ideas: Historia intelectual de la humanidad. Los hechos llevaron al misterio, y el misterio, al mito, y del mito surgieron las palabras, y con las palabras se fue construyendo la comunicación, y de la comunicación nació la humanidad, y con ella, la practicidad.

                                                                                                                                “Hacia el año 10.000 a. C., aparecen enterrados en la casa cráneos de uro, con los cuernos en ocasiones incrustados en las paredes; una disposición que sugiere que tenían una función simbólica”, escribió Watson, y continuó: “Luego, según Cauvin [Jacques Cauvin, antropólogo francés que se dedicó a revisar lo que se había hallado y patentado sobre el origen de las religiones], alrededor de 9.500 a. C., vemos iniciarse en Levante, todavía en un contexto económico de caza y recolección inalterado, el desarrollo de dos figuras simbólicas dominantes, la mujer y el toro. La mujer era la figura suprema, sostiene el investigador francés, y con frecuencia se la representa dando luz a un toro”. Aquel, en palabras de Cauvin, retomadas por Peter Watson, fue “el verdadero origen de la religión”, la primera vez que el Homo sapiens representó a los humanos como dioses y, también, la primera ocasión en la que simbolizó lo femenino y lo masculino, y, por lo tanto, lo aprehendió.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Para Watson, resultó sencillo entender por qué la elegida fue la mujer y no el hombre, y tuvo que ver esencialmente con que la forma femenina fue desde el comienzo de los comienzos un símbolo de la fertilidad. “En una época en que la mortalidad era alta, la verdadera fertilidad debía de ser especialmente apreciada. Un culto semejante habría sido concebido para garantizar el bienestar de la tribu o unidad familiar”, escribió en Ideas. La humanidad iba cambiando muy, muy lentamente. Con cada obstáculo encontraba un principio de solución, y con cada solución iba sellando su evolución. El hombre, que en tiempos de la mujer sagrada era una especie de adorador, pasó a ser también protagonista de la historia por su virilidad, y empezó a ser representado al lado de la mujer, en forma de toro. El toro era lo masculino, pero también era la fuerza y la inteligencia que lograban vencer a la naturaleza y, en años más recientes, a los animales más salvajes.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Mujer y hombre, juntos y unidos, como una religión de dos. Mujer y hombre, la diminuta célula de las sociedades. Primero, humanos, luego dioses, y al mismo tiempo, adoradores. Fueron el mito y la realidad, y durante millares de años se alternaron en esos conceptos. Hacia los 5.000 a. C., aquella primera diosa suprema, principio y fin de la vida, se había expandido por los lugares que con el tiempo los arqueólogos llamarían la “vieja Europa”: El Egeo, Grecia, Italia meridional, los Balcanes, Sicilia, la cuenca del bajo Danubio y parte de lo que hoy es Ucrania. Expandida, diseminada, se multiplicó en la gran diosa, la diosa serpiente o la diosa ave, y la diosa vegetación, y le dio cabida al hombre dejándole un sitio en su supremo altar. Lo llamó el dios macho. “La gran diosa emerge milagrosamente de la muerte, del toro sacrificial, y en su cuerpo comienza la nueva vida. Ella no es la Tierra, sino una mujer humana, capaz de transformarse y adoptar la forma de muchos seres vivos: cierva, perro, sapo, abeja, mariposa, árbol o columna”, en palabras de la arqueóloga lituana Marija Gimbutas.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La gran diosa, decía entre letras Gimbutas, creó por su simple existencia, con su imagen, una sociedad matriarcal. Ella, Gimbutas, que en pleno siglo XX, entre guerras, nazis, comunismo, invasiones, genocidios, persecuciones y miles de dramas más, consiguió desenterrar varias de las figuras con las que el humano del neolítico veneraba a la diosa, catapultó la arqueología hacia un nivel superior al que había estado y le quitó su manto de ciencia exacta para mezclar sus hallazgos y muchos otros con la poesía, la lingüística, la mitología, el folclore, otras religiones y todo tipo de saberes. Palabras más, o menos, sostuvo una y otra vez que no existía la gran verdad y que jamás sería posible llegar a ella, pero que los indicios ya eran de por sí una verdad o un comienzo de verdad que llevarían a otras posibilidades, quizá más importantes que las grandes verdades. Gimbutas hizo parte de más de 1.000 excavaciones en yacimientos de la “vieja Europa”, y dejó un legado esencial para comprender lo que ocurría cinco, seis, 10.000 años a. C.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Por sus hallazgos, y con ellos, escribió varias obras en los años 40 y 50, y algunos libros unos años más adelante. En 1974 publicó Diosas y dioses de la antigua Europa, y 15 y 17 años más tarde: El lenguaje de la diosa y La civilización de la diosa. Sus estudios, hipótesis y conclusiones partieron de las figuras pictóricas que encontró, esencialmente en los yacimientos de Sitagroi y Akilejon, en los Balcanes, y de su muy peculiar manera de interpretarlas. Según Peter Watson, “el amplio análisis de figurillas, santuarios y antiguas cerámicas llevado a cabo por Gimbutas, la ha conducido a conclusiones fascinantes, como, por ejemplo, que las diosas de la vegetación por lo general se representaron desnudas hasta el sexto milenio antes de Cristo y después empiezan a aparecer vestidas, o que muchas de las inscripciones halladas en las figurillas formaban parte de una especie de protoescritura lineal, miles de años antes del surgimiento de la verdadera escritura, con un significado religioso y no económico”.

                                                                                                                                Le puede interesar: Premios Gabo 2023: El Espectador obtuvo el premio a Mejor trabajo escrito

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Lo sagrado podía ser cualquier cosa hace tantos miles de años y, en efecto, la mayoría de las veces lo era. Lo importante no era cuál podía ser el árbol, la piedra, el rayo de luz o el pedazo de tierra que se volvería sagrado, sino de qué sacralidad estaba investido, y desde esa sacralidad, qué les prometían o garantizaban a los pobladores de aquellas épocas. Dios estaba en la mujer, pero también estaba en la rama de una ceiba, una cascada o en el hombre de bronce que surgiría miles de años más tarde, o en uno de los sacerdotes que se fueron multiplicando por el mundo, o en una estrella, el Sol, la Luna, o en un pájaro sin nombre. Ante ese Dios, ya todo era susceptible de transformarse y cambiar de sentido. El árbol dejaba de ser un árbol más, uno de tantos, para convertirse en el lugar de donde podían llegar a surgir los milagros, y desde donde se podía comenzar a labrar una salvación, cualquiera que fuera, igual que el ave, la serpiente, la rama, el río o la falda de una montaña. “No te acerques aquí”, dice el señor a Moisés, “quítate el calzado de tus pies; pues el lugar donde te encuentras es una tierra santa (Éxodo 3,5)”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                “El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano”, escribía Mircea Eliade en su libro Lo sagrado y lo profano. Con el fin de darle un nombre a ese manifestarse, Eliade acudió a la unión de dos términos griegos: hieros y phainomai (sagrado y manifestación), los juntó y habló de hierofanía, y luego dijo que “podría decirse que la historia de las religiones, de las más primitivas a las más elaboradas, está constituida por una acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las realidades sacras. De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un árbol) hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad”. Para Eliade, se trataba siempre “del mismo acto misterioso: la manifestación de algo ‘completamente diferente’, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo ‘natural’, ‘profano’”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Con la mujer elegida, designada como diosa, contemplada y venerada como diosa, cada uno de sus pasos y de los lugares por los que anduvo y la tierra que tocó o el riachuelo del que tomó agua se transformaron, por obra y gracia de su estado, en lugares de lo divino. El mundo estaba bajo la sombra de la fe, y la fe estaba signada por lo que no tenía explicación. Con los siglos, cuando el Homo empezó a comprender, la magia de antes se convirtió en experiencias repetidas y en conocimiento comprobable. Surgieron los explicadores, los sacerdotes, las guerras y los guerreros, y de una u otra forma, las diosas se fueron diluyendo hasta convertirse en mitología, en sacerdotisas o adivinas. Ya la tierra que pisaba y el agua que bebía no eran sagrados.

                                                                                                                                Le invitamos a leer: De Dostoyevski a Sábato

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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