“Y por favor miénteme": una novela para amar el engaño
Fernando Araújo Vélez presenta su primera novela en la Fiesta del Libro y la Cultura en Medellín, que comienza hoy. El evento irá hasta el 18 de este mes.
Camila Builes
La primera vez que vi la novela fue hace dos años. Recibí un correo electrónico el 15 de noviembre de 2014: “Ahí va la novela... Digamos que le estoy haciendo muchos ajustes, sobre todo desde la página 90”, decía el mensaje. El documento en Word era de 313 páginas. El patio de las iguanas, por título.
La primera novela de Fernando Araújo Vélez fue, al principio, un mutante. Cuando comenzó a escribirla sólo había un deseo —que todavía tiene—: encontrarse a través del proceso. “El proceso es lo que importa. Lo que se descubre mientras uno recorre el camino de la escritura”, decía para responder cuándo iba a terminarla. La cambió muchas veces. Esa primera vez que la leí tenía otro comienzo. “Si ella cerró el libro que leía, despacio, fue porque ya conocía de memoria las miradas inquisidoras de su marido y sabía que aquella era de prohibición. No hubo palabras”. Luego dejamos de hablar de ella. La obra se refundió entre los oficios de editor y las obligaciones del diario. En las noches, cuando la ciudad parecía un monstruo dormido, Araújo se sentaba en la mesa del comedor de su apartamento: imprimía las últimas páginas que llevaba, subrayaba frases de los últimos capítulos y comenzaba de nuevo, con el ansia del principio, con el cansancio y la fatiga que dejan los años.
Volvía a cambiar las escenas. Los nombres. Los paisajes. Cambió el título: Y por favor, miénteme fue el definitivo.
En una conferencia, la escritora Alma Guillermoprieto comentó que cuando terminaba de escribir siempre resultaba borrando la parte que más le gustaba: “La parte que más me gusta siempre está llena de palabras personales que no le aportan nada al relato y parecen ser más una adulación a mi propio ego que parte de la historia”.
La escritura es un camino rocoso e incierto: cuando se piensa en un acierto se termina cayendo con rapidez. Hay heridas en los textos que nunca terminan de cerrarse, y esos textos, los que duelen, son los que quedan en el tiempo como una cicatriz.
Y por favor, miénteme es el dolor de una familia. Las mentiras que se acumularon durante años y que con el tiempo, y por su poder, terminaron convirtiéndose en verdad. Una polifonía que deja en el lector la sensación de haber leído un libro que tiene que ver con una historia más grande, que hace parte de un engranaje gigante: hombres de cuello largo mintiendo para obtener más poder, un amor cautivo por la locura y el desespero de la distancia: hechos comunes que se desarrollan en la Cartagena del siglo XX. Una familia que decidió el destino de un país.
“Cuando terminé de escribir el libro me quedó un sinsabor. ¿Qué iba hacer luego? La escritura, sin duda, nos mantiene vivos, y llevar tanto tiempo escribiendo algo definitivamente te acostumbra a algo: los personajes, los lugares, la manera en la que hablan. Todo se vuelve parte de la vida de uno”, me dijo Araújo cuando de la Editorial Sílaba le mandaron desde Medellín la caja con algunos ejemplares de la novela.
El narrador, que a veces parece ser el único que conoce realmente a los personajes —incluso más que el lector— conduce la historia por varios segmentos en tiempo y en espacio. Los personajes, como cualquier ser vivo, se transforman, cambian y ceden a los malabares del argumento. Helena y Dionisio Vila descubren, cada uno a su manera, las mentiras que se presentaron en su vida como verdades irrefutables. Pasan por locos, perturbados y traidores por rechazar esa verdad, esa versión del mundo que fue vendida por sus padres y sus abuelos para que siguieran repitiendo el modelo: “ser mejor”, “tener más”, “el fin justifica los medios”.
La voz
Puede decirse que lo más difícil de la escritura es conseguir una voz propia. Un hilo invisible que se despliegue entre las letras y deje al autor al descubierto. Una pista. Los señuelos.
Fernando Araújo confirma con Y por favor miénteme una voz que venía construyendo en sus columnas y diferentes textos en El Espectador y otros medios. Los juegos en la novela, las cartas y los diálogos se unen para identificar a un escritor que con su primera novela muestra la madurez del periodismo, porque este libro puede tomarse como una cónica o un reportaje de algo que le pasó a una familia real del país.
“Y, por favor, miénteme. Aunque sean tonterías, escríbeme, escríbeme, ojalá a mano, en tinta azul y en el papel más viejo que encuentres en el hospital. Escríbeme, como el otro día, que no me tome tan en serio a mí mismo, y explícame de nuevo aquello de que patético no es ridículo pues viene de pathos, de pathos pasión, de pasión padecer. Explícamelo de nuevo con tu letra de antes de la guerra y con tus palabras, no con las de los psiquiatras que te atienden, y cuéntame una vez más cómo fue aquella tarde en la que llegaste a la sublime conclusión de que si te tomabas en serio, tan en serio, si nos tomábamos así, íbamos a tener que matarnos todos de aguda gravedad”.
Hay un gesto en esta novela. Un gesto íntimo, persuasivo: en el viaje, el lector termina creyendo la historia. Que puede ser verdad ¿Quien sabe? El amor, un amor nostálgico que se escribe desde la ventana de un manicomio, deja huella en tinta azul.
“Miénteme, que las mentiras a veces son un bálsamo, y a estas alturas, yo las prefiero a esta eterna culpa que me corroe. Miénteme, por favor, y dime que ya olvidaste, que ya no sabes quién llamó al sanatorio aquella noche de lluvia y que tampoco entiendes de dónde salieron las cicatrices que rodean tu muñeca”.
Y uno espera que sea verdad, que Helena esté viendo las iguanas, las palmeras, el sol rayando las hojas verdes y el pasto seco. Uno quiere que siga mintiendo, aunque en esa mentira se vaya lo que nos queda de cordura.
La primera vez que vi la novela fue hace dos años. Recibí un correo electrónico el 15 de noviembre de 2014: “Ahí va la novela... Digamos que le estoy haciendo muchos ajustes, sobre todo desde la página 90”, decía el mensaje. El documento en Word era de 313 páginas. El patio de las iguanas, por título.
La primera novela de Fernando Araújo Vélez fue, al principio, un mutante. Cuando comenzó a escribirla sólo había un deseo —que todavía tiene—: encontrarse a través del proceso. “El proceso es lo que importa. Lo que se descubre mientras uno recorre el camino de la escritura”, decía para responder cuándo iba a terminarla. La cambió muchas veces. Esa primera vez que la leí tenía otro comienzo. “Si ella cerró el libro que leía, despacio, fue porque ya conocía de memoria las miradas inquisidoras de su marido y sabía que aquella era de prohibición. No hubo palabras”. Luego dejamos de hablar de ella. La obra se refundió entre los oficios de editor y las obligaciones del diario. En las noches, cuando la ciudad parecía un monstruo dormido, Araújo se sentaba en la mesa del comedor de su apartamento: imprimía las últimas páginas que llevaba, subrayaba frases de los últimos capítulos y comenzaba de nuevo, con el ansia del principio, con el cansancio y la fatiga que dejan los años.
Volvía a cambiar las escenas. Los nombres. Los paisajes. Cambió el título: Y por favor, miénteme fue el definitivo.
En una conferencia, la escritora Alma Guillermoprieto comentó que cuando terminaba de escribir siempre resultaba borrando la parte que más le gustaba: “La parte que más me gusta siempre está llena de palabras personales que no le aportan nada al relato y parecen ser más una adulación a mi propio ego que parte de la historia”.
La escritura es un camino rocoso e incierto: cuando se piensa en un acierto se termina cayendo con rapidez. Hay heridas en los textos que nunca terminan de cerrarse, y esos textos, los que duelen, son los que quedan en el tiempo como una cicatriz.
Y por favor, miénteme es el dolor de una familia. Las mentiras que se acumularon durante años y que con el tiempo, y por su poder, terminaron convirtiéndose en verdad. Una polifonía que deja en el lector la sensación de haber leído un libro que tiene que ver con una historia más grande, que hace parte de un engranaje gigante: hombres de cuello largo mintiendo para obtener más poder, un amor cautivo por la locura y el desespero de la distancia: hechos comunes que se desarrollan en la Cartagena del siglo XX. Una familia que decidió el destino de un país.
“Cuando terminé de escribir el libro me quedó un sinsabor. ¿Qué iba hacer luego? La escritura, sin duda, nos mantiene vivos, y llevar tanto tiempo escribiendo algo definitivamente te acostumbra a algo: los personajes, los lugares, la manera en la que hablan. Todo se vuelve parte de la vida de uno”, me dijo Araújo cuando de la Editorial Sílaba le mandaron desde Medellín la caja con algunos ejemplares de la novela.
El narrador, que a veces parece ser el único que conoce realmente a los personajes —incluso más que el lector— conduce la historia por varios segmentos en tiempo y en espacio. Los personajes, como cualquier ser vivo, se transforman, cambian y ceden a los malabares del argumento. Helena y Dionisio Vila descubren, cada uno a su manera, las mentiras que se presentaron en su vida como verdades irrefutables. Pasan por locos, perturbados y traidores por rechazar esa verdad, esa versión del mundo que fue vendida por sus padres y sus abuelos para que siguieran repitiendo el modelo: “ser mejor”, “tener más”, “el fin justifica los medios”.
La voz
Puede decirse que lo más difícil de la escritura es conseguir una voz propia. Un hilo invisible que se despliegue entre las letras y deje al autor al descubierto. Una pista. Los señuelos.
Fernando Araújo confirma con Y por favor miénteme una voz que venía construyendo en sus columnas y diferentes textos en El Espectador y otros medios. Los juegos en la novela, las cartas y los diálogos se unen para identificar a un escritor que con su primera novela muestra la madurez del periodismo, porque este libro puede tomarse como una cónica o un reportaje de algo que le pasó a una familia real del país.
“Y, por favor, miénteme. Aunque sean tonterías, escríbeme, escríbeme, ojalá a mano, en tinta azul y en el papel más viejo que encuentres en el hospital. Escríbeme, como el otro día, que no me tome tan en serio a mí mismo, y explícame de nuevo aquello de que patético no es ridículo pues viene de pathos, de pathos pasión, de pasión padecer. Explícamelo de nuevo con tu letra de antes de la guerra y con tus palabras, no con las de los psiquiatras que te atienden, y cuéntame una vez más cómo fue aquella tarde en la que llegaste a la sublime conclusión de que si te tomabas en serio, tan en serio, si nos tomábamos así, íbamos a tener que matarnos todos de aguda gravedad”.
Hay un gesto en esta novela. Un gesto íntimo, persuasivo: en el viaje, el lector termina creyendo la historia. Que puede ser verdad ¿Quien sabe? El amor, un amor nostálgico que se escribe desde la ventana de un manicomio, deja huella en tinta azul.
“Miénteme, que las mentiras a veces son un bálsamo, y a estas alturas, yo las prefiero a esta eterna culpa que me corroe. Miénteme, por favor, y dime que ya olvidaste, que ya no sabes quién llamó al sanatorio aquella noche de lluvia y que tampoco entiendes de dónde salieron las cicatrices que rodean tu muñeca”.
Y uno espera que sea verdad, que Helena esté viendo las iguanas, las palmeras, el sol rayando las hojas verdes y el pasto seco. Uno quiere que siga mintiendo, aunque en esa mentira se vaya lo que nos queda de cordura.