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Las casas de apuestas lentamente van despertando de la resaca que les embargó el año pasado tras la inesperada anunciación de Abdulrazak Gurnah, un nombre que no figuraba en las quinielas de nadie y que, por su misma imprevisibilidad, habría convertido en millonario automático a cualquier ferviente lector que hubiese tenido la osadía de jugarse algunas libras por su, hasta entonces, anónima literatura.
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Hoy, cuando cientos de apostadores con alma de literatos elevan plegarias a los dioses del azar y ruegan por la epifanía que les revele la identidad del próximo ganador, combatiendo los efectos de la inflación con la contundencia casuística de la suerte, es un momento tremendamente oportuno para hacernos como sociedad una pregunta muy seria: ¿y por qué no deberían concedérselo a Salman Rushdie? No me malinterpreten, en absoluto pretendo justificar que un intento fallido de asesinato en vivo se convierta, de ahora en adelante, en el comodín que le permita a un escritor saltarse la fila en la carrera hacia Estocolmo, pero en el caso específico de Rushdie no solo estamos hablando de un personaje famoso convaleciente en una cama de hospital de Nueva York tras casi morir defendiendo su obra, sino de la oportunidad inigualable de crear un símbolo de la libertad de expresión.
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No nos llamemos a engaños. Digan lo que digan, Salman Rushdie es uno de los más grandes escritores de la literatura contemporánea y punto pelota. Así que, por el lado de las credenciales, no hay duda alguna de que tiene el pedigrí necesario para justificar con suficiencia de criterio su posible coronación. Además, se ha mantenido vigente con una constante producción bibliográfica a lo largo de su vida, una desventaja de la que adolecen algunos de los favoritos más alternativos al Nobel, y ha conseguido que libros como “Hijos de la Medianoche” reciban la aclamación generalizada de la crítica y se conviertan en clásicos instantáneos de referencia. La sorpresa por su consagración sería infinitamente menor que la de los ganadores recientes más polémicos, como Bob Dylan (2016) o Elfriede Jelinek (2004).
¿Y por qué deberíamos hacerlo? Pues porque el mundo atraviesa las horas más inciertas y oscuras que se recuerden desde la Segunda Guerra Mundial. Y justo ahora, cuando la esperanza del planeta entero pende de un hilo sobre el abismo de la hecatombe nuclear entre potencias, es que se hace imperioso que la Academia Sueca transmita un mensaje inequívoco que respalde los principios humanistas en los que Alfred Nobel fundamentó su legado. Es por eso que otorgarle el próximo Nobel de Literatura a Salman Rushdie no solo es urgente, sino también imperioso, pues la libertad de expresión debe ser, sin miramientos, el faro que nos guíe a través de las tempestades erigidas por el odio y la muerte.
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