“Yo Confieso”: No matarás-Capítulo Nueve

Lucrecia Sandoval termina de confesarle en una carta al padre Andrés Santacruz que cuando trabajaba en una oficina gubernamental señaló a un inocente que acabó siendo desaparecido, y lo hizo, simplemente porque tenía que mostrar resultados en su labor de perseguir a los enemigos de la patria, que eran, según la agencia que la contactó, en su mayoría “los comunistas”. Presentamos el noveno capítulo de la audionovela “Yo Confieso”, emitida cada ocho días desde estas mismas páginas, que estará abierto a todo el público desde este domingo, 24 de mayo, a las diez de la mañana.

* Redacción Cultura
24 de mayo de 2020 - 02:45 p. m.
“Yo Confieso”: No matarás-Capítulo Nueve
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1. Yo confieso: Hágase tu voluntad-Capítulo Uno

2. Yo confieso: Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias-Capítulo Dos

3. "Yo Confieso": Los tiempos del demonio-Capítulo Tres

4. "Yo Confieso": Que el señor lo tenga en su gloria-Capítulo Cuatro

5. "Yo Confieso": El que anda en chismes descubre el secreto: proverbios 11:13-Capítulo Cinco

6. "Yo Confieso": Enemigos somos todos-Capítulo Seis

7. "Yo Confieso": Tráfico de pecados-Capítulo Siete

8. "Yo Confieso": Que la patria y Dios se lo agradezcan-Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

No matarás

L.S. “Desde hace siete años trabajo en una oficina gubernamental en la que se manejan asuntos fundamentales del gobierno nacional. Allí, soy una simple secretaria que toma nota de lo que ocurre en las reuniones, de lo que se decide y lo que se investiga, etcétera, etcétera. Pues bien. Unos meses atrás, me contactó un oficial retirado de las Fuerzas Armadas y me convenció de que trabajara con él y con su agencia en una labor de espionaje. En síntesis, debía proveerle información sobre los enemigos de la patria. Es decir, los comunistas que hubiera dentro del gobierno”.

P.A. “Me aseguró que había más de uno, y que con mi concurso, podríamos averiguar quiénes eran y qué pretendían. En un principio le respondí que no. Le expliqué que yo no era ninguna espía ni nada por el estilo, y que trataba de realizar mis labores lo mejor posible, pues además, tenía un hijo y debía velar por él. El oficial me contestó que ya lo sabía y qué conocía todos los detalles importantes de mi vida. Me mostró una foto de Pedro Damián, mi hijo, en el colegio. Comprendí, pues, que no podía negarme a su petición. Le refiero todo esto para que logre comprender lo que ocurrió después”.

L.S. “Empecé a trabajar para la agencia de inmediato. De esta manera me convertí en una espía de mi propio gobierno. Cada semana tenía citas con el oficial que me había contactado, y como imaginará, jamás logré saber su verdadero nombre. Al preguntárselo, simple y llanamente me dijo que lo llamara Oficial. Nos veíamos en barrios alejados del centro, en restaurantes o cafés, o en un departamento que la agencia rentó para mí. A veces debía quedarme allá, por lo que tuve que decirle a Pedro Damián y a mi hermana, Leonor, que me iba a tocar viajar a menudo”.

P.A. “Dicho departamento no era sólo para reunirme con el Oficial. Era, como lo supondrá usted, para tener tórridas aventuras con los sospechosos, o con algunos de ellos. Me convertí de la noche en la mañana en una prostituta. Una tarde se lo reclamé al Oficial. Me respondió que la patria, él, la agencia y mi propio hijo sabrían recompensar mis sacrificios, y que debía agradecer y aprovechar mi belleza y mi carisma, pues esos eran poderes que pocos tenían. Tres meses después de que hubiera comenzado con mis pesquisas, le di el primer nombre al Oficial: Un señor llamado Jaime Andrés Pinzón.

L.S. “Consideré que era sospechoso por sus posturas en las reuniones generales, porque en los archivos constaba que había ido a varias juntas sobre temas que tenían que ver con el manejo gubernamental que debía dársele a los presos de la izquierda, y porque una noche, en el departamento de la Agencia, me confesó que uno de los días más tristes de su vida había sido cuando se enteró de la muerte del Che Guevara. Hoy, teniendo en cuenta lo que ha acontecido, comprendo que no eran pruebas suficientes para condenarlo, pero en aquel entonces necesitaba hallar a un culpable”.

P.A. “El Oficial me exigía resultados, puesto que él también se los exigían. Yo no preví que mis señalamientos desembocaran en cosas tan tremendas, pero así ocurrió. Desde el día en el que di el nombre del señor Pinzón, no lo volví a ver. Al principio creí que estaba enfermo. Luego averigüé y me informaron que estaba en un viaje de trabajo. Entonces le pregunté al Oficial. Me respondió que yo debía limitarme a cumplir con las tareas que me habían asignado y nada más. La correa de un carro no le pregunta al motor para qué gira, simplemente gira, me dijo. Las estrategias generales no son de su incumbencia, concluyó”.

L.S. “El día de los whiskys me informaron en la oficina que al señor Pinzón lo habían asesinado bandas de la guerrilla. Yo sabía que no era así, que lo habían matado el Oficial y sus hombres, y que tendría que cargar con la culpa de su muerte por el resto de mis días. A la culpa, súmele el hecho de que cada día que pasaba, comprendía mejor que yo ya no me podría salir del grupo del Oficial. estaba condenada, y como condenada, moriría o provocaría la muerte de muchos. Espero, padre Andrés, que me sepa comprender y que rompa esta carta apenas termine de leerla. El resto de la historia se lo contaré en persona, mañana en el parque de Lourdes a las tres de la tarde”.

P.A. “Un sincero saludo y hasta pronto, L.S.”

Rompí la carta en mil pedacitos y arrojé cada uno de esos pedacitos de la historia de Lucrecia Sandoval por el inodoro. Después, conté los minutos desde ese instante hasta mi cita con la señora Sandoval. Si antes me sentía perseguido, en aquel momento empecé a pensar que no me quedaban más de dos días de vida. No sabía si creerle del todo a Lucrecia Sandoval, L.S., como firmaba, aunque tampoco tenía razones para dudar de su historia. Lo que más me intrigaba era la razón de su carta, de aquella confesión. O mejor, las razones de aquella nueva confesión, porque pese a mis corridas y mis huidas, en el fondo aún no había terminado de digerir su primera gran confesión partida en dos actos, aquella del asesinato de su padrastro. No podía imaginar a aquella mujer, de niña casi, matando a nadie, o esperando luego bajo la lluvia a que su gran obra, la muerte, nada menos que la muerte, terminara de consumarse, o volviendo al lado del hombre al que le había quitado la vida para fingir que le dolía, que le importaba su muerte, con cara de absoluta inocencia. No, no la podía imaginar, ni en aquellas viejas escenas ni en las otras que me acababa de relatar en su carta. Muy a pesar de sus palabras, de sus confesiones, de sus relatos, yo todavía me empeñaba en seguir viéndola y pensándola como la había visto por vez primera, aquella mañana en la sala de urgencias de la Clínica del Country, una mujer toda bondad, dulzura, honestidad e inocencia, que si había pecado, que si había caído, había sido por circunstancias de la vida, no por maldad, y que buscaba redimirse a los ojos de Dios.

Me quedé en el hotel el resto de ese día y la mañana siguiente pensando y recordando y volviendo a pensar en Lucrecia Sandoval. Atormentándome con ella y por ella. Atragantándome de cierto temor, que era temor y era al mismo tiempo emoción. ¿La verdad? Pocas veces me había estremecido tanto en la vida, y en ese estremecerme, pocas veces me había sentido tan vivo y tan parte de una película como cuando me confesó que había asesinado a su padrastro.

L.S. (El Recuerdo de cuando mato a su padrastro)

Su voz retumbó en mi cabeza una, y otra, y otra vez, por momentos, como si no fuera de ella, como si la historia que me había contado hubiera sido de otra mujer, y por momentos como si la voz fuera la de ella, sí, la voz de Lucrecia Sandoval, pero relatando otros hechos, hasta que dieron las doce y media y salí hacia Lourdes dispuesto a enfrentarme con la señora Sandoval, con mis miedos, con mis dudas. Llegué a la una. Di vueltas, caminé por la Trece, subí a la Séptima por la 63, me devolví y entré a la iglesia a las dos en punto, con la esperanza de que hubiera misa y de que con la misa pasara el tiempo. Sin embargo, transcurrieron los minutos y las pocas señoras que rezaban, dos viejos y yo, seguíamos allí, a la espera de algo, un milagro. Así estábamos, hasta que un padre salió de un costado, vestido de ceremonia, seguido por una sombra que poco a poco se fue delineando: era la señora Sandoval. Mi primera reacción fue esconderme detrás de una columna. Desde ahí vi que hablaban, y luego, vi que el cura se subió al altar, y que la señora Sandoval se sentó en la primera banca a la izquierda. Apenas el cura alzó los brazos para darle comienzo al oficio, la miró. Ella se dio la bendición, de rodillas, y salió por el pasillo que daba a los confesionarios. Cuando la vi avanzar y oí su taconear, recordé la historia de una faraona que había invitado a cientos de sus súbditos a un banquete para inaugurar un gran templo y se había salido antes de los rituales y los discursos, cerrando tras de sí las puertas y abriendo decenas de grifos de agua para inundar el templo y ahogar a su marido, que le había sido infiel, y de paso, a todos los presentes.

Por un instante, la señora Sandoval fue aquella faraona. La vi, la percibí, la intuí, y en ese mismo instante, decidí salir a las carreras. Apenas atravesé la puerta, cinco tipos vestidos de corbata negra, peinados con mucha gomina, con mirada de acá voy yo y yo soy la ley, entraron en la inglesa y cerraron la puerta. La señora Sandoval tomó hacia el norte, sin mirar hacia atrás, por fortuna para mí, y yo, por si acaso alguno de los señores de negro se había quedado por fuera, me hice el tonto y así, con andar de tonto y la solapa del saco subida, me escabullí por la 63 calle abajo. Me metí a una de las residencias de moda con la excusa de que esperaba a una mujer, y dormí y dormí hasta que oscureció y una señora me avisó que se había acabado el tiempo, que si lo prorrogaba. Le contesté que no y me largué a mi hotel para empacar los tres chiros que tenía e irme a otro lado. Pensé en una prima lejana que había llegado a la capital a estudiar derecho, Danaris, y luego de algunas llamadas, me le planté ante la puerta de su apartamento, no muy lejos del hotel que acababa de abandonar. Le conté toda una historia, e incluso le hice cara de llanto. Me dejó quedar un par de días.

P.L. “No máj, primo, porque llega mi novio, y ajá, tú sabej”.

Yo no sabía, pero bueno, igual, dos días eran toda una salvación. Le pregunté a qué se dedicaba su novio y cómo se llamaba, cosas por el estilo.

P.L. “Él, Raúl Ernejto, es comerciante, o vaina así, tiene suj negocioj”.

P.A. “¿Y estás enamorada?”

P.L. “Hombre, qué va, el amor es pa’ tontoj”.

P.A. “¿Y entonces?”

P.L. “Entoncej dime tú, qué ha sido de tu vida de cura, pojque po ahí he oído que te metijte a ama a Dioj, y quien te veía de pelao, quien te veía”.

P.A. “¿De qué hablas?”

P.L. “De que siempre queríaj está al lao de nosotrj, lal pelaas, no te nos depegabaj”.

P.A. “Ustedes eran más devotas”.

P.L. “Ay hombe, ¿nosotraj? Puro embujte, primo, que hay que poné cara e santa pa que te dejen hacé, si no…”

P.A. “Aún tienes cara de santa”.

P.L. “Ja, sí, ajá, será de tanto ensayá, niño. Bueno, la cara e santa se va a la univejsidá, ahí te dejo todo, siéntete como en tu casa, que cuando vuelva me cuentaj tuj vainaj”.

Apenas Danaris se fue, me eché en un sillón a tratar de poner orden en mi vida, a ver las cosas como eran, y no como yo quería que fueran. Sentía rabia con la señora Sandoval y conmigo. Con el mundo, con los curas, con Dios, por supuesto, porque era Dios el que los aceptaba, era Dios el que ponía su reino en tantas y tan sucias manos. Yo les había creído a todos. Había confiado en ellos. Me les había entregado y me fui convenciendo cada vez más de que con ellos me salvaba. Sin embargo, desde el día de la clínica todo comenzó a derrumbarse y empecé a caer, cuesta abajo en mi rodada, como en el tango.

Caí, seguí cayendo, pero en medio de la caída me sobresalté porque alguien había golpeado a la puerta. Golpes pesados, de manos pesadas que luego de haber abierto la puerta me empujaron y me cruzaron la cara a punta de bofetones. Dos tipos me dijeron que por las buenas o por las malas, que me fuera con ellos. Quise escapar, fue imposible. Maldije a Danaris. Me había delatado. Seguro era amiga del padre Benito o de la señora Sandoval. Los tipos me empujaron contra una pared. Sacaron sus armas. Les dije que tranquilos, que no era necesario. Salí con ellos. Me metieron en el baúl de un Dodge Dart. Dimos vueltas y vueltas un tiempo que me pareció eterno, y mientras dábamos vueltas yo sentí que me faltaba el aire, sentí la muerte ahí al lado, sentí que estaba por llegar al infierno y que ahí pagaría con creces por mis pecados, y sentí en cada uno de los poros de mi piel la culpa que desde hacía años me devoraba, y olí la carne chamuscada de un muchacho al que habían quemado vivo porque de alguna manera, sin quererlo, por estupidez, por hacer tratos con el demonio, por unos pesos, yo lo había lanzado a la hoguera.

Llegamos al garaje de un edificio viejo en Palermo. Me llevaron por unas escaleras y luego entramos a una especie de sala con una mesa redonda en el centro. Me ordenaron que esperara. Oí que se abría una puerta a mis espaldas y enseguida escuché los pasos de tacones de una mujer.

L.S. “Padre Andrés, excúseme de nuevo, por favor, no quería conversar con usted de esta manera”.

P.A. “Señora Sandoval, ¿pero a usted le parece? ¿Secuestrarme a plena luz del día y meterme el el baúl de un carro y…”.

L.S. “Tranquilo, ya está conmigo, no me juzgue a la ligera, por favor… ¿Se le ofrece algo de tomar? ¿Un café? ¿Agua?”

La señora Sandoval se sentó frente a mí, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Esperó mi respuesta y les hizo una seña rápida a los dos tipos de antes, que se fueron y me llevaron un vaso de agua. Luego, ante otro gesto de su jefa, porque sin dudas era su jefa, se retiraron.

L.S. “Como se habrá dado cuenta, hay muchas cosas que sé sobre usted, padre, aunque no todas las que quisiera”.

P.A. “Es que no entiendo nada, de verdad, usted…”

L.S. “Entiende muchas más cosas de las que cree o de las que dice y me hace creer, de eso no tengo dudas. Las plumas, por ejemplo”.

P.A. “Las plumas…”

L.S. “Usted le confesó al padre Benito que sabía quién tenía una pluma como esta”.

La señora Sandoval sacó de su cartera la pluma con dibujos precolombinos que había visto la primera noche en la sala de urgencias. La puso sobre la mesa y comenzó a jugar con ella. Yo miraba cómo hacia rodar la estilográfica hacia adelante y hacia atrás con sus manos de dedos largos y finos, para no tener que sostener su mirada, y más que nada, para no tener que responderle, porque si le decía que sí, lo más probable era que el problema aumentara, y si le contestaba que no, podía meterme en otro lío, quizás más grande, pues lo más seguro era que no me creyera. Abrumado, cerré los ojos con fuerza y apreté las manos.

P.A. “Era mentira, mentira, señora. Era mentira, puras mentiras, todo mentira, mentira”.

L.S. “¿Usted sabe qué significan esas plumas?”

P.A. “No sé nada, esa es la verdad, y tampoco me importa, pero por lo visto deben ser muy valiosas, porque tanta preguntadora por las malditas plumas y tanta perseguidora y esto”.

L.S. “Mire, padre, no saca nada con engañarnos, usted sabe quién tiene una de esas plumas, y el padre… Nosotros, muchos de nosotros, necesitamos esa estilográfica”.

P.A. “Pues sabía. Un tipo me quiso vender una, pero se esfumó, ¿bien?, y después pasaron cosas raras, muy raras, pero en todo caso, ¿quiénes son ustedes?

L.S. “jaja, padre, usted se hace el gracioso, y yo no estoy para gracias, este asunto es muy serio”.

P.A. “Lo imagino, claro que lo imagino. Ustedes, ustedes…”

L.S. “Si llegara a saber quiénes somos nosotros, le puedo asegurar que se metería en serios problemas”.

P.A. “Ah, qué bien, o no, qué mal. O sea que no me lo cuenta para protegerme, como un favor, y estoy acá, metido en quién sabe qué con usted y con ustedes, ¿los que trabajaban con usted y por la patria, ja? ¿los que mataron al inocente Pinzón?, y es mejor que no sepa nada, me asegura, pero me pide, o me exige que les diga todo lo que sé, lo que, según usted, sé”.

L.S. “Es correcto”.

P.A. “¿Y todo eso a cambio de qué?”, le pregunté. Irritado… Por su manera de pronunciar las erres, por la situación, por su mirada, sus manos, por su pasado, sus confesiones, por mi imaginación, por aquel ir de un lado al otro sin saber por qué…

P.A. “¿Todo eso a cambió de qué?”, le volví a preguntar…

L.S. “De la vida de mucha gente”.

P.A. “Comenzando por la mía, supongo”.

L.S. “Puede ser, puede no ser. Mire, padre, ha habido muchos malentendidos entre nosotros, y de nuevo le ofrezco excusas, pero nada ha sido personal. Ni yo ni no-so-tros tenemos algo contra usted, por el contrario, usted es uno de nuestros aliados”.

P.A. “Y todo ha sido una gran mentira”.

L.S. “¿A cuál mentira se refiere, o a cuál todo?”

P.A. “Sus historias. Lo de su padre, lo del veneno, lo del trabajo como espía, lo del chantaje, el whisky, todo, todo”.

L.S. “Aunque lo dude, y está en todo su derecho de dudar, lo que le he contado, lo que le escribí, lo que le estoy diciendo, eso que usted llama todo, es verdad, aunque no tenga la manera de comprobárselo, y bueno, tampoco es que me importe mucho tener pruebas. No es que me sienta muy orgullosa de lo que he hecho, peo usted es libre de pensar lo que quiera, muy a mi pesar”.

La señora Sandoval hizo una pausa, como si se le hubiera ido el aire. Miró hacia el techo, cerró los ojos, le dio unos golpes a la mesa con su pluma, volvió en sí y me dijo que nada de lo que yo pensara iba a cambiar mi o-bli-ga-ción de decirme lo de la pluma.

P.A. “Ah, ¿es una obligación?

L.S. “Padre, yo cada día creo más que el fin justifica los medios. Yo creo, o mejor dicho, no creo, estoy convencida de un montón de cosas y de que lo que hago es por una causa justa e importante, así que los medios, en realidad, me vienen importando poco”.

El miedo se me empezó a meter por la piel, por los huesos, por la sangre. De repente, lo que iba a venir se me hizo claro, diáfano, y me vi en un cuartucho colgado de unas cadenas, golpeado, masacrado.

P.A. “Hablemos en serio, señora Sandoval”.

Pese a todo lo que hubiera podido suponer, la señora Sandoval escuchó mis palabras con una sonrisa de medio lado.

L.S. “¿Sabe que yo siempre estuve de su lado?”.

P.A. “Estuvo… Bien, bien, y bueno, dígame, ¿cuál es mi lado?”.

L.S. “De adolescente, yo era rebelde, padre, esa fue la razón más importante para haber peleado tanto con mi padre, pero después… En fin, después conocí y supe de algunos personajes de su bando y tuve problemas serios con ellos. Ellos representaban lo que usted defiende, al parecer”.

P.A. “Yo no estoy en ningún bando ni defiendo ningún ismo, señora Sandoval. Yo trato de luchar contra lo injusto. Y por eso me volví sacerdote”.

L.S. “Si, hay muchas injusticias en este mundo, y sin embargo, ni usted ni yo podemos hacer nada para transformarlas”.

P.A. “Podemos, sí que podemos. Con que cambiemos un poco a una sola persona, ya eso es algo, y sobre todo, con que nosotros actuemos como decía un sacerdote de apellido Paoli, sintiéndonos parte del mundo”.

L.S. “Pues para mí ya no hay vuelta atrás, padre Andrés. Le guste o no le guste, sea justo o injusto, ya llevo mucho tiempo en este camino y es imposible salir de él. Usted, en cambio, apenas va por los veinte, es un muchacho aún”.

P.A. “Imposible no hay nada, pero bueno, en fin, como usted dice, ya parece que no hay vuelta atrás”.

L.S. “Exacto, así que procedamos como debemos proceder, y dígame quién tiene las plumas”.

Ni las palabras ni la culpa ni que le hubiera dicho que no sabía quién tenía las plumas habían servido de nada. En aquel instante era un hombre muerto, o como mínimo, preso y torturado. Viendo sus manos, la imaginé por la calle, tomado de su mano, y de aquella imagen surgió mi respuesta. Le dije que tenía que ir conmigo, pues a punta de señas y de direcciones no iba a poder encontrar al tipo de las plumas, y menos, las plumas. Medio sorprendida y medio desesperada, la señora Sandoval echó su silla hacia atrás, buscó en su cartera un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Fumamos sin decirnos nada. Ella, supuse, organizando sus ideas. Yo, aguardando su respuesta. Fumamos en silencio, como en una escena de película francesa. La sala se llenó de humo, y el humo iba y volvía sobre aquella mujer. La rodeaba, la ocultaba, y luego se despejaba para mostrármela como era en aquel instante, de gestos y rasgos duros, penetrantes, imposibles de olvidar, los ojos oscuros e hirientes, la boca como si estuviera siempre a punto de morder. Pese al miedo y a la angustia, fue un momento maravilloso. Un instante para coleccionar.

L.S. “Bien, parece que no tengo alternativa, padre Andrés, así que… Voy después de usted”.

Sus palabras rompieron el diminuto hechizo de los últimos segundos. Le di cuatro o cinco golpes a la mesa, tomé aire y con el aire, fuerzas para mirarla a los ojos, y me puse de pie.

P.A. “Podemos ir caminando, si no le molesta”.

L.S. “No me molesta caminar, por el contrario, me molesta que me crea idiota, padre”.

P.A. “Cree que es una trampa”.

L.S. “Sí, eso pienso, pero más allá de eso, me indigna que trate de cambiar las reglas de este juego, porque acá usted es quien obedece, usted es quien debe decirnos dónde están las estilográficas. Yo soy la que manda, la que decide lo que debemos hacer”.

P.A. “Eso no está en discusión”.

L.S. “Bueno, me alegra que lo tenga bien claro. Vamos, y que quede constancia de que vamos a ir adonde usted dice porque yo he decidido que vayamos, no porque usted lo haya determinado”.

P.A. “No me interesa el poder, señora Sandoval. La verdad es que del poder jamás ha surgido nada bueno para la humanidad”.

L.S. “Todo lo bueno de la humanidad se debe al poder, mi querido padre, no tenga dudas sobre eso”.

P.A. “No sé a qué llamará usted bueno”.

L.S. “Nuestro sistema, ni más ni menos. Nuestras leyes, nuestras instituciones, e incluso, nuestra fe, de la que usted es cultor”.

P.A. “Y usted, beneficiaria”.

La señora Sandoval me miró con odio y se sentó de nuevo. Yo le sostuve la mirada y la imité. Puestos a escoger, ya no tenía mucho más que perder, y sí bastante por ganar. Mientras hablábamos del poder, sentados de nuevo frente a frente, mientras ella lo defendía, yo en mi ingenuidad pensaba que podría convencerla de que me dejara libre, y más que eso, de que renunciara a lo que hacía, fuera lo que fuera.

P.A. “Muchas veces nos negamos a cambiar de opinión en la vida con respecto a algo porque no queremos pensar, porque es mucho más sencillo seguir haciendo lo mismo que hemos hecho siempre. Ir, simplemente ir. Y en ese ir, creemos que no hay más caminos, que nuestro destino está escrito y grabado a sangre y fuego con ese ir y por ese ir, y mire usted, señora Sandoval, no es así, no es tan así, no es para nada así. Como decía un tío cada vez que cambiaba de opinión, no somos ríos”.

L.S. “O sea que usted cree que yo no puedo cambiar de opinión… Vaya, qué bien, con la cantidad de veces que lo he hecho a lo largo de mi vida, y ahora resulta que perdí esa facultad”.

P.A. “El hecho de que haya cambiado un millón de veces no quiere decir que vaya a seguir cambiando. Quizás ahora se siente muy cómoda con lo que hace y en el lugar donde está, y ya, ahí se va a quedar, simplemente por comodidad, o no, por pura conveniencia”.

L.S. “Sus tretas de psicología barata no le van a servir de nada”.

P.A. “No son tretas, señora Sandoval, es curiosidad. Yo quiero saber quién es usted en realidad, y por qué…”

L.S. “Bah, igual, la suerte está echada. Nada ni nadie van a poder detener lo que se viene, así que le diré. Vamos, levántese y lléveme adonde me dijo, y mientras caminamos, le voy contando”.

***

Libreto original

Fernando Araújo Vélez

Por * Redacción Cultura

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