Yo estuve en Cali, la cuna del estallido social
Relato breve de un cubrimiento periodístico que se convirtió en un viaje sin escalas y con un aterrizaje de barriga.
Joseph Casañas Angulo
Por esos días Cali dejó de oler a caña, tabaco y brea. El olor de la capital del Valle del Cauca se acercaba más al tufo de la pólvora, los gases lacrimógenos, la sangre y, aunque no tengo muy claro a qué huele la muerte, digamos que también olía a eso.
El arribo a Cali fue el 2 de mayo. Una semana antes de iniciar el cubrimiento en la cuna del estallido social más grande en la historia reciente del país, entre el 27 de abril y ese domingo, estuve, junto a los realizadores audiovisuales Óscar Güesguán y Nicolás Achury, en Tumaco (Nariño), en el rodaje de Levanten las voces mujeres, un videoclip realizado por El Espectador que fue protagonizado por el grupo de cantoras Esperanza y Paz, integrado por 20 mujeres familiares de personas desaparecidas en el marco del conflicto.
Fueron seis días de convivencia con alabaos, arrullos, marimbas y golpes de cununo. Fueron seis días de bajos, guitarras y baterías. Algún viche se habrá atravesado. Fueron seis días en los que, aunque estábamos contando historias de dolor, la música apaciguó las turbaciones mientras el mar del Pacífico las arrullaba. El viaje fue sin escalas y el aterrizaje de barriga. Pasamos de unos días de música a unos días de pólvora.
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Un par de días antes de nuestro aterrizaje en la capital del Valle del Cauca, el presidente Iván Duque había ordenado el “máximo despliegue de asistencia militar” para Cali. Para entonces, solo en esa ciudad, al menos cinco personas habían sido asesinadas en el marco del paro nacional. “Islas de anarquía no pueden existir en nuestro país”, dijo el jefe de Estado al anunciar que alrededor de 7.000 uniformados de todas las fuerzas armadas estarían patrullando las calles. Un polvorín.
Apenas descendimos del avión fuimos al Paso del Comercio, uno de los 33 puntos de bloqueo que se levantaron en Cali durante los días de manifestaciones. La situación era tensa. La noche anterior, y en medio del choque entre el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), y un grupo de jóvenes de la primera línea, gases lacrimógenos lanzados por la Fuerza Pública entraron a las casas de vecinos que no participaban de la reyerta. Ancianos y niños se vieron afectados y desde muy temprano manifestantes se volcaron a destruir el CAI de ese punto, en el oriente de la ciudad.
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Cuando uno de los realizadores sacó su celular para registrar lo que sucedía, le lanzaron un par de piedras. Fueron “rocazos” de advertencia. “No grabe, no grabe”, gritaban los encapuchados enfurecidos. Una vez se cercioraron de que nadie seguía grabando, continuaron su ataque contra el CAI. Fue cuestión de tiempo para que la situación escalara. Y de nuevo una situación que se empezó a volver paisaje por esos días: más gases, más balas, más rocas, más heridos, más abusos, más muertos. Al menos 45 muertos, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), se registraron en Cali durante las protestas.
Y los recuerdos se tatuaron como testimonio de un cubrimiento repleto de situaciones al límite. Veamos: duramos horas buscando un chaleco antibalas para trabajar. En Puerto Resistencia, uno de los puntos más grandes de concentración, por poco nos tumban el dron. Le pedimos autorización para volarlo a uno de los grupos de capuchos que hacía presencia en el lugar. Lo otorgaron, pero en ese mismo espacio más de 10 grupos como ese tenían sus reglas. Con el dron en el aire, con un láser color verde empezaron a apuntarle al aparato desde todos los puntos cardinales.
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De nuevo con el dron. En Meléndez, un punto de concentración coordinado por alguien a quien le decían la Caleña, un hombre se acercó a decirnos que si no bajábamos el dron él se lo bajaba de un pepazo.
Ese mismo punto, pero en la noche y mientras hablábamos con la primera línea, vimos cómo una camioneta blanca de vidrios polarizados pasó por en frente de la barricada, desaceleró su marcha y observó. Al día siguiente, en La Luna, se empezaron a reportar los ataques con armas de fuego desde camionetas como la que habíamos visto horas antes.
Lo que pasó en Cali aquellos días de paro es difícil de resumir. La mezcla que conforma este plato es tan rica como compleja y, reducirla a la violencia, que fue evidente, sería una ligereza. John Jairo Osorio Garzón, líder en el barrio Paso del Comercio, en la recta que de Cali conduce a Palmira, convirtió su casa en un puesto de salud, en el que se atendió a los heridos de los enfrentamientos con el Esmad. “Hicimos esto por la iniciativa comunitaria que quiso colaborar al ver tanta gente que estaba herida en las protestas. Todos los elementos que utilizamos para las suturas, curaciones y desinfecciones son donados por la ciudadanía”.
Felipe Millán, sociólogo de la Universidad del Valle, dice que lo que pasó en Cali es un hito, porque “históricamente la movilización social siempre había sido por sectores. Estudiantes, sindicalistas, sector salud, cada uno marchando por sus reivindicaciones. Lo que se ve ahora es a toda la gente protestando por un mismo fin”.
Por esos días Cali dejó de oler a caña, tabaco y brea. El olor de la capital del Valle del Cauca se acercaba más al tufo de la pólvora, los gases lacrimógenos, la sangre y, aunque no tengo muy claro a qué huele la muerte, digamos que también olía a eso.
El arribo a Cali fue el 2 de mayo. Una semana antes de iniciar el cubrimiento en la cuna del estallido social más grande en la historia reciente del país, entre el 27 de abril y ese domingo, estuve, junto a los realizadores audiovisuales Óscar Güesguán y Nicolás Achury, en Tumaco (Nariño), en el rodaje de Levanten las voces mujeres, un videoclip realizado por El Espectador que fue protagonizado por el grupo de cantoras Esperanza y Paz, integrado por 20 mujeres familiares de personas desaparecidas en el marco del conflicto.
Fueron seis días de convivencia con alabaos, arrullos, marimbas y golpes de cununo. Fueron seis días de bajos, guitarras y baterías. Algún viche se habrá atravesado. Fueron seis días en los que, aunque estábamos contando historias de dolor, la música apaciguó las turbaciones mientras el mar del Pacífico las arrullaba. El viaje fue sin escalas y el aterrizaje de barriga. Pasamos de unos días de música a unos días de pólvora.
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Un par de días antes de nuestro aterrizaje en la capital del Valle del Cauca, el presidente Iván Duque había ordenado el “máximo despliegue de asistencia militar” para Cali. Para entonces, solo en esa ciudad, al menos cinco personas habían sido asesinadas en el marco del paro nacional. “Islas de anarquía no pueden existir en nuestro país”, dijo el jefe de Estado al anunciar que alrededor de 7.000 uniformados de todas las fuerzas armadas estarían patrullando las calles. Un polvorín.
Apenas descendimos del avión fuimos al Paso del Comercio, uno de los 33 puntos de bloqueo que se levantaron en Cali durante los días de manifestaciones. La situación era tensa. La noche anterior, y en medio del choque entre el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), y un grupo de jóvenes de la primera línea, gases lacrimógenos lanzados por la Fuerza Pública entraron a las casas de vecinos que no participaban de la reyerta. Ancianos y niños se vieron afectados y desde muy temprano manifestantes se volcaron a destruir el CAI de ese punto, en el oriente de la ciudad.
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Y los recuerdos se tatuaron como testimonio de un cubrimiento repleto de situaciones al límite. Veamos: duramos horas buscando un chaleco antibalas para trabajar. En Puerto Resistencia, uno de los puntos más grandes de concentración, por poco nos tumban el dron. Le pedimos autorización para volarlo a uno de los grupos de capuchos que hacía presencia en el lugar. Lo otorgaron, pero en ese mismo espacio más de 10 grupos como ese tenían sus reglas. Con el dron en el aire, con un láser color verde empezaron a apuntarle al aparato desde todos los puntos cardinales.
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De nuevo con el dron. En Meléndez, un punto de concentración coordinado por alguien a quien le decían la Caleña, un hombre se acercó a decirnos que si no bajábamos el dron él se lo bajaba de un pepazo.
Ese mismo punto, pero en la noche y mientras hablábamos con la primera línea, vimos cómo una camioneta blanca de vidrios polarizados pasó por en frente de la barricada, desaceleró su marcha y observó. Al día siguiente, en La Luna, se empezaron a reportar los ataques con armas de fuego desde camionetas como la que habíamos visto horas antes.
Lo que pasó en Cali aquellos días de paro es difícil de resumir. La mezcla que conforma este plato es tan rica como compleja y, reducirla a la violencia, que fue evidente, sería una ligereza. John Jairo Osorio Garzón, líder en el barrio Paso del Comercio, en la recta que de Cali conduce a Palmira, convirtió su casa en un puesto de salud, en el que se atendió a los heridos de los enfrentamientos con el Esmad. “Hicimos esto por la iniciativa comunitaria que quiso colaborar al ver tanta gente que estaba herida en las protestas. Todos los elementos que utilizamos para las suturas, curaciones y desinfecciones son donados por la ciudadanía”.
Felipe Millán, sociólogo de la Universidad del Valle, dice que lo que pasó en Cali es un hito, porque “históricamente la movilización social siempre había sido por sectores. Estudiantes, sindicalistas, sector salud, cada uno marchando por sus reivindicaciones. Lo que se ve ahora es a toda la gente protestando por un mismo fin”.