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Era el único huésped de invierno de aquel discreto hotel de Rapallo, y si acaso cruzaba alguna palabra con el posadero o con la señora que arreglaba las habitaciones. Las tardes se le iban en caminar y caminar en círculos, y las mañanas, en garabatear hojas y hojas en una libreta, o en repasar los cientos de apuntes que había tomado en los últimos años. Con los años, el dueño de la estancia diría que el señor Nietzsche hablaba en voz alta consigo mismo, o que eso era lo que creía, y que apenas lo llamaba para que le encendiera la chimenea. Que era un hombre solo, y que parecía no necesitar a nadie. Como lo escribió entonces, había huido a su soledad, “Huye a tu soledad. Te veo ensordecido por el estruendo de los grandes hombres, y afligido por los aguijones de los pequeños”.
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Intercalaba sus frases con nuevas formas en sus apuntes y con cartas que jamás enviaba. Le dolía la imposible relación que había sostenido con Lou Salomé, la única mujer por la que sintió eso que él consideraba era el amor. En algunas de las cartas que escribió, decía: “Mi relación con Lou se revuelve en sus últimos y más dolorosos vestigios”, según las investigaciones de Werner Ross en su biografía Friedrich Nietzsche, El águila angustiada. Unas líneas más abajo, se debatía entre marcharse a Basilea para asistir como oyente a algunas de las clases de teología del destinatario de su misiva, Franz Overbeck, , o “en llevar mi soledad y mi renuncia hasta su punto más extremo”. A Nietzsche le amargaba pensar en su vida, en los infinitos silencios alrededor de sus libros.
En Alemania, su hermana Elisabeth y su madre, sus conocidos y los eruditos, e incluso alguno que otro amigo, lo acusaban, con distintas palabras como las de Ross, “de no formar parte ya de la gente, de cometer innumerables necedades, de ser demasiado sincero y benevolente ‘hasta el exceso’”. Por aquellos grises días en los que devolvía las cartas que le enviaban su madre y su hermana, y por los que no soportaba ni su cabeza ni su visión ni el clima ni a la gente, por supuesto, le escribió a Overbeck otras líneas en las que le aclaraba que pese a todo, y “Entretanto, en el fondo en muy pocos días he escrito mi mejor libro y, lo que resulta más significativo, he dado ese paso decisivo para el que el año pasado todavía no había reunido el valor suficiente”.
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Se refería a la primera parte de Así habló Zaratustra”, y en el mismo tono bíblico que usaría el profeta en su libro, le explicaba a su amigo que “Antes me encontraba en un auténtico abismo de sentimientos, pero he sabido elevarme de una forma bastante ‘vertical’ hacia mis alturas desde esas profundidades”. En su último libro, Ecce homo, y en medio de sus delirios, escribió que Zaratustra lo había atacado a él en Rapallo, cerca de Génova, cuando su salud lo perturbaba y ascendía hacia Zoagli y contemplaba desde las alturas el mar. “A pesar de ello, y casi en demostración de mis palabras de que todo lo decisivo sucede ‘a pesar de algo’, fue en este invierno y bajo circunstancias tan adversas cuando nació mi Zaratustra”.
Tiempo atrás, en Sils María, Suiza, a comienzos del verano de 1882 y en las últimas páginas de La gaya ciencia, Nietzsche había anunciado ya la aparición de Zaratustra. “Cuando Zaratustra hubo cumplido treinta años, abandonó su patria y el lago de Urbi y se dirigió a las montañas”. Unas líneas más abajo dejaba en claro que estaba harto de su sabiduría, como las abejas que habían acumulado demasiada miel, y que le era urgente regalar y repartir, “hasta que los sabios de entre los hombres hallen de nuevo placer en sus necedades y los pobres, de nuevo en sus riquezas”. Por los caminos de Sils María, un año antes, le había escrito a otro de sus amigos, Peter Gast, que se sentía como una máquina a punto de hacer explosión.
Zaratustra el dios, o Zoroastro, había inventado miles de años atrás la moral, “ese comprometedor error”, como diría Nietzsche. Y se había ido de su tierra, Raghes (en la actualidad, cerca de Teherán), recién cumplidos los treinta años, para tratar de convencer al rey Gusthasp de sus verdades. Se consideraba un “salvador”, y como “salvador”, convenció a su pueblo de parte de sus doctrinas e iluminaciones, más de tres mil años antes de Cristo. En un tiempo en el que los dioses eran emanaciones de algo material, palpable u observable, como las piedras, el fuego, el agua, la luna, o incluso la mujer, que daba vida sin que nadie supiera con claridad cómo o por qué, y en el que no había ni bien ni mal, Zaratustra habló de dioses abstractos y de conceptos que hasta entonces no existían.
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Para él, los humanos tenían cuerpo y alma, y el alma se dividía en tres aspectos: la que sobrevivía a la muerte corporal, urvany. La que vivía en la tierra desde el momento de la muerte, llamada fravashi, y el daena, que era la conciencia. Por vez primera, los dioses empezaban a ser justicieros, a impartir bondad o maldad, y a juzgar a los hombres de acuerdo con sus juicios. Había surgido la moral. Para Nietzsche, “el error más profundo de la historia humana”. Los humanos se condenaban o se salvaban, y eran enviados al infierno, La casa del mal, o al paraíso, al que Zoroastro denominaba La casa de la canción, según lo reseñó Peter Watson en su libro Ideas, en el que afirmó que el Judaísmo, el Confucianismo, el Islam e incluso el Cristianismo, tomaron de Zaratustra parte de sus doctrinas.
Más allá del bien y del mal, para citar otra frase de Nietzsche, con Zoroastro también surgió el principio de Justicia. Un dios, él, la impartía. Y un dios, él, también decidiría a quiénes y por qué trataba de justos y cuáles serían las consecuencias de sus actos. El Zaratustra de Nietzsche también se fue a caminar a los 30 años, igual que Zoroastro y que Jesús. Y “Abandonó su patria y el mar de su patria y se dirigió a las montañas”, como decía la primera frase de su historia-evangelio. “Ojalá hubiera permanecido en el desierto, lejos de lo Bueno y de lo Justo. Tal vez entonces habría aprendido a vivir y a amar la tierra”, sentenciaba un poco más adelante Nietzsche, para cerrar sus primeras líneas con una lapidaria reflexión sobre Jesús: “¡Creedme, hermanos! Murió demasiado pronto: Él mismo hubiese revocado sus enseñanzas si hubiera llegado a mi edad!”.
Zaratustra estaba por cumplir 40 años, igual que Nietzsche. Ninguno de los dos había muerto demasiado pronto. El tiempo, la vida, pensar y escribir, les había dado algo de sabiduría. Nietzsche terminó su manuscrito el 13 de febrero del 83. Ese día, en horas de la tarde, viajó a Génova y como cosa extraña en él, compró uno de los diarios que quedaban en un quiosco y allí leyó que Richard Wagner había fallecido. Su antiguo referente, su viejo amigo, su más cercano enemigo durante los últimos años, moría precisamente el día en que él acababa de pulir la primera fase de su Zaratustra. Era una señal de algo, creía. Un llamado místico. Por un lado, le escribió a Gast que él deseaba ser el heredero de Wagner propiamente dicho. Por el otro, le mandó sus condolencias a Cosima, la viuda del músico.
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Más que nada, se sentía aliviado. “Nietzsche -según Werner Ross- había tenido que defenderse durante seis años contra el envejecido Wagner, que le había quitado sus mejores amigos con el fin de ‘atraerlos a la animadversión confusa y yerma de su vejez’”. El 14 de febrero le envió el manuscrito de Zaratustra a su editor, Ernst Schmeitzer, y comenzó a padecer la espera y cada uno de los minutos que transcurrían. Le había pedido a Schmeitzer que su única condición, o la más importante, era que lo publicara a toda prisa, pero su editor no le respondía. Luego supo que estaba inmerso en la impresión de 500 mil ejemplares de unos cantorales litúrgicos que debían salir antes de la Pascua, y ese detalle también lo llevó al delirio.
Su Zaratustra era una nueva religión y se iba a publicar casi al tiempo con una obra litúrgica. Si buscaba señales del destino, él, que sólo creía en la voluntad, en el placer y la risa, en la libertad y la creación y el dolor, el destino le arrojaba otra. Sin embargo, muy a pesar de las señales en las que quería creer, y al destino al que pretendía aferrarse, Nietzsche vivió aquellos tiempos sin respuesta con fiebre, gripa y tifus. En una carta, le escribió a Gast que su vida había fracasado “en todos sus fundamentos”. En otra, le confesó a Overbeck que carecía de demasiadas cosas y sufría por todo, “y tengo un concepto de la imperfección, de los errores y de la mala suerte de todo mi pasado espiritual que se sitúa más allá de toda medida (…) Esto me recuerda mi última necedad, me refiero al Zaratustra”.