Cine colombiano: ¡Pájaros de verano! (Opinión)
Cuando vi esta película por primera vez, brotaron en mí alegría, tristeza, emoción, nostalgia y el deseo de salir corriendo y abrazar a mi Chave, a Socorro; mujeres de la casta Ipuana, hogar donde tantas veces encontré afecto, refugio y silencio. Anhelaba volver a ese lugar añorado y amado como si fuera mi lugar de origen. Sin embargo, por ahora, no puedo salir corriendo. En cambio, junto a este sentimiento, tengo la oportunidad de escribir y compartir mis emociones, pensamientos y opiniones que surgieron a raíz de “Pájaros de Verano”, generando un inmenso deseo de divagar, si se quiere, sobre ese extenso desierto, sobre esa lengua que no entiendo, pero que intuyo y es autoridad en voz alta en esta narración visual.
Jenniffer Steffens
La Mirilla
Al volver a ver “Pájaros de Verano”, aflora en mí la misma sensación que experimenté la primera vez que la vi, y hablé de ella. Así que, sin más dilación, entremos en el tema y dejemos volar la imaginación.
“Pájaros de verano” se desarrolla en el departamento de La Guajira, territorio Wayú, donde convergen diferentes culturas que se mezclan generando una identidad, una idiosincrasia, una cultura y una vida en medio de la exuberancia del desierto, el mar y el cielo. En este lugar remoto, donde se entrelazan indígenas, arijunas, negros, mestizos, zambos e incluso la presencia árabe, se crea un universo con multiplicidad y riqueza de sangre que convierte a este lugar en otro mundo en Colombia. Aquí se gesta una casta fuerte y flexible que te abriga en el frío y te refresca en el calor, tal como el yotojoro, ese palo seco del cactus, un árbol que prevalece a pesar de la inclemencia del tiempo, del clima, de la arena y el mar en el desierto, del viento.
“Pájaros de Verano” nos permite conocer parte de la historia que ha marcado el rumbo de Colombia y el destino de una región que, a pesar de su pletórica belleza y arraigo a la tradición, ha sobrevivido y ha sido azotada por los dolores causados por el narcotráfico durante décadas.
Los creadores, Cristina Gallego y Ciro Guerra, abordan con pulcritud y buen ojo una época, los años 70, una temática y todo un acervo cultural. A través de una sencilla pero violenta historia, profundizan con respeto y, me atrevo a decir, devoción, en las tradiciones que se ven permeadas por la llamada “bonanza marimbera”.
El manejo acertado del coro, con sus cantos y lloros, que acompaña la película, muestra una gran compenetración entre la sociedad indígena Wayú y la producción en general. Esto es posible gracias al respeto con el que tratan cada aspecto sagrado para ellos, como sus creencias, ritos y sueños. El pájaro premonitorio que se desplaza, observa, sentencia convirtiéndose en amenaza constante, atormentando a este ser ya agobiado.
Sin esa consideración y reverencia no hubiera sido posible esta realización.
La película aborda valores como la solidaridad con Ursula, una mujer que representa la autoridad en el clan como matrona, madre y abuela. La desobediencia a esta figura, al igual que ocurre en la Biblia y en cualquier tragedia teatral, desata el infortunio y la catástrofe. Ver a Rapayé desobedecer a la mujer, desobedecer la palabra y romper con las leyes que rigen la comunidad Wayú, no solo causa dolor e incredulidad, sino que refleja el perverso daño que ha causado el narcotráfico y la búsqueda del poder fácil.
Presenciar la forma olímpica con la que Rapayé pasa por encima de esa figura sagrada que es el “palabrero” solo puede suceder en la ficción, se pensaría, en la imaginación de quien escribe un guion. Sin embargo, hemos sido testigos de la degradación del flagelo en todos los ámbitos, personas y culturas.
La película logra romper la distancia y desconexión que a menudo vivimos en Colombia debido a su geografía, y nos conecta con la historia, los ritos, las creencias y la sabiduría de la etnia Wayú. La actuación impecable de Carmiña Martínez, oriunda de la región, Ipuana, dando vida a Ursula, es un gran acierto y merecedora del premio Fénix en México, entre otros.
Reparto de excelentes actores, que acompañan y exaltan esta cinta. Se estrena en el protagónico José Acosta, Rapayé, al lado de la encantadora Natalia Reyes con John Narváez haciendo el característico marimbero de los 70 que se mueve entre la sabrosura costeña y la naturalidad de su tipo, la sobrades que da el dinero fácil y la fragilidad de su mismo rol, lo que inevitablemente lo sentencia a la muerte. Greider Meza, José Vicente Cote, Juan Bautista Martínez, le suman a este reparto.
Todo esto es posible gracias y junto a la dirección, guion, producción, fotografía, sonido, arte, música, todos los elementos cuidadosamente trabajados, todo en la medida, puesta en escena, silencio, ruido, brisa, pájaro, danza, manta, desierto, cementerio, paisaje, chinchorro, muerte, mar, cielo, avión, mármol, gringo, caravana. Hasta el escatológico detalle.
Esta unión de talento hacen de esta película una propuesta sobria y sencilla que no cae en estereotipos. Es aleccionadora y diferente a la producción fácil de contenidos que han llevado a la “traquetización de todo”, especialmente de la mujer.
No podemos olvidar la participación de este film en la Semana de la crítica en Cannes y compartimos los aplausos que sin duda se llevará cada vez. ¡Y eso no es poca cosa!
Esta película es una muestra de que en Colombia se hace cine de alta calidad y evidencia que nadie mejor que un colombiano para contar e interpretar su historia y hablar de su identidad. Nadie mejor que un colombiano para imprimir ese tono, ese color, ese sentir, ese llanto, ese humor, esa realidad y cualquier verdad de Colombia. ¡Cine colombiano!
La Mirilla
Al volver a ver “Pájaros de Verano”, aflora en mí la misma sensación que experimenté la primera vez que la vi, y hablé de ella. Así que, sin más dilación, entremos en el tema y dejemos volar la imaginación.
“Pájaros de verano” se desarrolla en el departamento de La Guajira, territorio Wayú, donde convergen diferentes culturas que se mezclan generando una identidad, una idiosincrasia, una cultura y una vida en medio de la exuberancia del desierto, el mar y el cielo. En este lugar remoto, donde se entrelazan indígenas, arijunas, negros, mestizos, zambos e incluso la presencia árabe, se crea un universo con multiplicidad y riqueza de sangre que convierte a este lugar en otro mundo en Colombia. Aquí se gesta una casta fuerte y flexible que te abriga en el frío y te refresca en el calor, tal como el yotojoro, ese palo seco del cactus, un árbol que prevalece a pesar de la inclemencia del tiempo, del clima, de la arena y el mar en el desierto, del viento.
“Pájaros de Verano” nos permite conocer parte de la historia que ha marcado el rumbo de Colombia y el destino de una región que, a pesar de su pletórica belleza y arraigo a la tradición, ha sobrevivido y ha sido azotada por los dolores causados por el narcotráfico durante décadas.
Los creadores, Cristina Gallego y Ciro Guerra, abordan con pulcritud y buen ojo una época, los años 70, una temática y todo un acervo cultural. A través de una sencilla pero violenta historia, profundizan con respeto y, me atrevo a decir, devoción, en las tradiciones que se ven permeadas por la llamada “bonanza marimbera”.
El manejo acertado del coro, con sus cantos y lloros, que acompaña la película, muestra una gran compenetración entre la sociedad indígena Wayú y la producción en general. Esto es posible gracias al respeto con el que tratan cada aspecto sagrado para ellos, como sus creencias, ritos y sueños. El pájaro premonitorio que se desplaza, observa, sentencia convirtiéndose en amenaza constante, atormentando a este ser ya agobiado.
Sin esa consideración y reverencia no hubiera sido posible esta realización.
La película aborda valores como la solidaridad con Ursula, una mujer que representa la autoridad en el clan como matrona, madre y abuela. La desobediencia a esta figura, al igual que ocurre en la Biblia y en cualquier tragedia teatral, desata el infortunio y la catástrofe. Ver a Rapayé desobedecer a la mujer, desobedecer la palabra y romper con las leyes que rigen la comunidad Wayú, no solo causa dolor e incredulidad, sino que refleja el perverso daño que ha causado el narcotráfico y la búsqueda del poder fácil.
Presenciar la forma olímpica con la que Rapayé pasa por encima de esa figura sagrada que es el “palabrero” solo puede suceder en la ficción, se pensaría, en la imaginación de quien escribe un guion. Sin embargo, hemos sido testigos de la degradación del flagelo en todos los ámbitos, personas y culturas.
La película logra romper la distancia y desconexión que a menudo vivimos en Colombia debido a su geografía, y nos conecta con la historia, los ritos, las creencias y la sabiduría de la etnia Wayú. La actuación impecable de Carmiña Martínez, oriunda de la región, Ipuana, dando vida a Ursula, es un gran acierto y merecedora del premio Fénix en México, entre otros.
Reparto de excelentes actores, que acompañan y exaltan esta cinta. Se estrena en el protagónico José Acosta, Rapayé, al lado de la encantadora Natalia Reyes con John Narváez haciendo el característico marimbero de los 70 que se mueve entre la sabrosura costeña y la naturalidad de su tipo, la sobrades que da el dinero fácil y la fragilidad de su mismo rol, lo que inevitablemente lo sentencia a la muerte. Greider Meza, José Vicente Cote, Juan Bautista Martínez, le suman a este reparto.
Todo esto es posible gracias y junto a la dirección, guion, producción, fotografía, sonido, arte, música, todos los elementos cuidadosamente trabajados, todo en la medida, puesta en escena, silencio, ruido, brisa, pájaro, danza, manta, desierto, cementerio, paisaje, chinchorro, muerte, mar, cielo, avión, mármol, gringo, caravana. Hasta el escatológico detalle.
Esta unión de talento hacen de esta película una propuesta sobria y sencilla que no cae en estereotipos. Es aleccionadora y diferente a la producción fácil de contenidos que han llevado a la “traquetización de todo”, especialmente de la mujer.
No podemos olvidar la participación de este film en la Semana de la crítica en Cannes y compartimos los aplausos que sin duda se llevará cada vez. ¡Y eso no es poca cosa!
Esta película es una muestra de que en Colombia se hace cine de alta calidad y evidencia que nadie mejor que un colombiano para contar e interpretar su historia y hablar de su identidad. Nadie mejor que un colombiano para imprimir ese tono, ese color, ese sentir, ese llanto, ese humor, esa realidad y cualquier verdad de Colombia. ¡Cine colombiano!