Diez años de la muerte de Roberto Gómez Bolaños: lea El diario del chavo del ocho
Hoy hace una década murió Roberto Gómez Bolaños, el creador de uno de los personajes más recordados de la televisión latinoamericana. En este texto recuerda cómo lo creó.
Roberto Gómez Bolaños * / Especial para El Espectador
Prólogo
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Prólogo
Sus holgados pantalones tenían más parches y remiendos que tela original. Estaban precariamente sostenidos por dos tiras de tela que hacían las veces de tirantes, terciadas sobre una vieja y descolorida playera en la que también predominaban los parches y los remiendos. Calzaba un par de zapatos del llamado tipo “minero” que evidentemente habían pertenecido a un adulto. Pero lo más característico de su atuendo era la vieja gorra con orejeras, las que en tiempo de frío le debían haber sido de no poca utilidad, pero que, cuando lo conocí, en pleno verano, no hacían sino acentuar lo grotesco de su figura.
—¿Grasa, jefe? —me había preguntado mostrando el cajoncillo de limpiabotas. Y yo estuve a punto de responder que no, ya que mis zapatos se encontraban en bastante buen estado, pero entonces surgió el presentimiento; ese algo que nos impele a tomar decisiones sin justificación aparente. De modo que respondí afirmativamente.
Yo estaba sentado en una de esas hermosas bancas de hierro forjado que aún se encuentran en algunos parques de la ciudad. Él se acomodó en el banquillo portátil que formaba parte de su equipo de trabajo, y comenzó a realizar su tarea con inusual entusiasmo. Entonces lo observé con mayor atención, y al instante comprendí cuál había sido la razón que justificaba mi presentimiento: aquel niño era la encarnación total de la ternura.
Me costó mucho trabajo entablar conversación con él, pues era notorio que mis preguntas provocaban el natural recelo de quien está acostumbrado a recibir muy poco —casi nada, diría yo— de los demás.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Pus da lo mismo, ¿no?
—¿........? ¿Qué es lo que da lo mismo?
—Que me llame como sea. De cualquier manera, todos dicen que soy el Chavo del Ocho.
—¿Cuál es tu edad? —seguí preguntando.
—Mi edad son los años que yo tengo.
—Por eso: ¿cuántos años tienes?
—Ocho, creo...
—¿Dónde naciste?
—No lo puedo recordar porque yo estaba muy chiquito cuando nací.
Entonces dejé correr una pausa intentando que fuera él mismo quien reanudara la conversación, pero resultó evidente que su timidez le impedía hacerlo. Por tanto, yo también interrumpí el interrogatorio.
Le di una buena propina cuando terminó de lustrar mis zapatos. Eso hizo que acudiera a sus ojos un brillo que antes había estado ausente, y que se pusiera a bailotear al tiempo que exclamaba:
¡Con esto me puedo comprar una torta de jamón... o dos... o tres...!
Y luego, pronunciando un rápido y entusiasta “gracias”, levantó ágilmente sus arreos de trabajo y se lanzó corriendo a la calle, donde empezó a sortear el intenso tránsito de automóviles con esa destreza que sólo tienen los niños pobres de las ciudades populosas. Luego, al tiempo que lo perdía de vista, aún alcancé a oír nuevamente las palabras que parecían mágicas: “¡Torta de jamón!” Fue entonces cuando descubrí el cuaderno.
Lo había dejado a un lado de la banca del parque donde estaba yo sentado. Y resultaba fácil suponer que era propiedad del Chavo del Ocho, pues su lastimoso estado hacía juego con el propietario. Era un cuaderno corriente que mostraba con toda claridad el uso continuo a que había estado sometido. De las pastas de cartoncillo no quedaban más que pequeños e irregulares trozos manchados de grasa, polvo, sudor ¡y vaya usted a saber qué otra cosa! Las hojas, algunas también incompletas, estaban enrolladas por las puntas y ostentaban igualmente gran cantidad de manchas de los más variados orígenes; pero en ellas estaba contenido el manuscrito más espontáneo que jamás hayan podido ver mis ojos: “El Diario del Chavo del Ocho”.
La primera vez que lo leí sentí el remordimiento de quien sabe que está violando la intimidad de una persona. Pero lo leí por segunda vez y el sentimiento se fue convirtiendo en uno de inquietud, del cual pasaba después a la risa, la tristeza y el asombro. Entonces me convencí de que era necesario dar al público la oportunidad de conocer ese mundo extrañamente optimista en que se puede desenvolver un niño que carece de todo, menos de eso que sigue siendo el motor del universo: la fe.
El Diario
Por el Chavo del Ocho
Yo antes pensaba que nunca había tenido un papá. Pero luego mis amigos me explicaron que eso no era posible; que todos los que nacen es porque antes su papá se acostó con su mamá. Lo que pasó fue que yo no conocí a mi papá. O sea que nomás se acostó y se fue.
A mi mamá sí la conocí, pero nomás tantito. Como ella tenía que trabajar, todos los días me llevaba a una casa que se llamaba guardería, y ahí me la pasaba yo hasta que mi mamá regresaba después a recogerme. Lo malo era que la pobre llegaba muy cansada de tanto trabajar, y cuando decía que iba a recoger a su hijo le preguntaban: “¿Cuál es?”, y ella respondía: “No sé; uno de ésos”, y entonces le daban el niño que tenían más a la mano. Y claro que no siempre le daban el mismo niño.
O sea que lo más seguro es que yo no sea yo.
Un día mi mamá no pasó a recogerme.
Y los demás días tampoco.
A pesar de todo a mí sí me gustaría tener una mamá. Hay tantisisísimas, que no sé por qué no me tocó alguna, aunque no fuera la mejor. Claro que hay muchas mamás que tienen varios hijos, pero hay otras que nomás tienen uno, como sucede con Doña Florinda. O sea que Quico tiene una mamá completa para él solito. ¡Y el muy tonto se porta mal y la desobedece! Y yo le digo a Quico que no sea tonto, que no la desaproveche.
También me gustaría tener un papá, pero no como Ron Damón, que es el papá de la Chilindrina, porque Ron Damón pega mucho.
Bueno, Doña Florinda también pega mucho, pero no a su hijo... ella nomás le pega a Ron Damón.
Ron Damón es muy bruto. Y dicen que los hijos salen igual que los papás, pero no es cierto porque la Chilindrina no es bruta. En lo que sí es igual a su papá es en lo floja; por eso no le gusta la escuela.
También me gustaría tener una tía.
O un perro.
O algo...
Recuerdo que hace mucho me llevaron a vivir a una casa que era un orfelinato donde todos los niños éramos huérfanos.
La encargada principal era la señora Martina, la cual siempre estaba de mal humor y les pegaba a todos los niños. A mí una vez me sacó sangre de la nariz y luego se enojó porque manché mi ropa con la sangre, y después me castigó dejándome un día sin comer. Desde entonces yo puse mucho cuidado para evitar que me volviera a salir sangre de la nariz, y la única vez que me falló fue un día que me tropecé y fui a dar contra uno como escalón que había ahí. Pero la señora Martina no llegó a darse cuenta porque me fui rápidamente a los lavaderos y lavé mi ropa. Lo único malo fue que me tuve que volver a poner la ropa cuando todavía estaba mojada. Entonces ella me preguntó que por qué estaba mojada mi ropa, y yo le dije que me había llovido. Pero ella me dijo que yo era un mentiroso, porque hacía dos meses que no llovía.
Y me castigó otro día sin comer.
En el orfelinato había un niño más grande que yo, que se llamaba Chente y que era mi mejor amigo.
Lo malo de Chente era que siempre estaba enfermo.
Y así, hasta que se murió.
A veces iban al orfelinato algunas señoras que revisaban a los niños. Luego escogían al que más les gustaba y se lo llevaban a vivir con ellas. Y yo tenía muchas ganas de que me escogieran a mí, pero siempre escogían a los más bonitos; o sea que yo nunca salí. Porque yo estaba tan feo que cuando jugábamos a las escondidillas los demás niños preferían perder antes que encontrarme.
Luego, como el tiempo pasaba y la señora Martina se iba haciendo cada vez más pegalona, yo pensé que lo mejor sería escaparme del orfelinato. Pero nunca se me ocurrió la manera de hacerlo. Esto sucedía porque yo era tonto y por lo tanto me faltaba imaginación para que se me ocurrieran buenas ideas.
Entonces ya tuve dos motivos para ponerme triste: uno, el no poder escaparme; y dos, el darme cuenta de lo tonto que era.
Y un día me puse tan triste que me solté llorando; y cuando la señora Martina me preguntó que por qué lloraba, ya no tuve más remedio que confesarle que yo me quería escapar de ahí. Entonces ella dijo: “Haberlo dicho antes”, y me abrió la puerta.
Anduve caminando por muchas calles que no conocía. No eran calles muy bonitas, como las que salen en las películas de la televisión; pero tampoco eran muy feas, como otras que también se ven en la televisión.
Pero lo peor de todo era el hambre que tenía.
Porque en esta vida lo más importante es comer.
Por eso me metí al mercado, donde había muchisisísimas cosas de comer. Lo malo era que yo no tenía dinero para comprarlas. Entonces pensé robarme algo, pero recordé que era pecado robarse las cosas; sobre todo cuando el dueño es otro. Por eso lo que hice fue pedir que me regalaran algo, y una señora me regaló dos zanahorias. Pero lo mejor fue al día siguiente, pues un señor me regaló una torta de jamón. ¡No puede haber nada más bueno en esta vida!
Había otro señor que también era muy bueno y me daba permiso de dormir en los carros que él cuidaba por las noches. A cambio de esto yo nomás tenía que acarrear cubetas de agua para que él pudiera lavar los coches. Pero el señor era tan bueno que no sólo me invitaba a mí a dormir en los coches, sino que a veces también invitaba a algunas señoritas; y hasta él mismo se quedaba haciéndoles compañía.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, que publicó “El diario del Chavo del ocho” con el sello Debolsillo, en 2007.