23 de mayo de 2015 - 09:00 p. m.
El día en que los indígenas agarraron la cámara
En el libro “Poéticas de la resistencia”, el antropólogo Pablo Mora cuenta cómo los nativos colombianos pasaron de ser simples adornos en el cine para convertirse en realizadores audiovisuales.
Angélica María Cuevas Guarnizo
Rodaje de “Resistencia en la línea negra”, 2011. Archivo Zhigoneshi, Organización Gonawindúa Tayrona
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Hace siete años el magíster en antropología Pablo Mora y un grupo de amigos, entre los que se contaban Rosaura Villanueva, Gustavo Ulcué, Alcibíades Calambás, Germán Ayala y Rossana Fuentes, le entregaron al país la primera Muestra de Cine y Video Indígena de Colombia. La nombraron Daupará, palabra embera que significa “para ver más allá”. Un evento que cada año convoca a los espectadores desprevenidos que se pasean por la Cinemateca Distrital de Bogotá a ver trozos audiovisuales de este país contados por sus indígenas.
Aunque hoy son ellos —nasas, wayuus, kankuamos, sálibas, arhuacos y guambianos, entre otros— los que encuadran las cámara y ponen los micrófonos para producir sus propios documentales, fue hace muy poco que estos pueblos nativos se revelaron contra la idea de ser contados por extraños. Al principio, a comienzos de 1930, aparecían en las películas como simples adornos; luego, por orden de la Iglesia católica, fueron utilizados para registrar la efectividad de sus rutas evangelizadoras, y más adelante se tomaron la palabra y comenzaron a aparecer a modo de testimonios. Ahora ellos mismos llevan sus problemáticas y su cotidianidad a la pantalla.
Esta historia es contada por Mora en el libro Poéticas de la resistencia, el video indígena en Colombia, que la Cinemateca Distrital acaba de editar como parte de su colección Becas. En él Mora trabajó junto con los investigadores Fernanda Barbosa, Ketty Fuentes, David Hernández, Ismael Paredes, Gustavo Ulcué, Rosaura Villanueva y Daniel Maestre en la recopilación de referentes históricos y la visibilización de iniciativas audiovisuales como la de los nasas en el Cauca y los wiwas, los arhuacos, los koguis y los kankuamos en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Lo propio y lo ajeno, texto incluido en el libro, es quizá el que mejor describe lo ocurrido en los últimos ochenta años con el video indígena colombiano. Es por ello que El Espectador rescata a continuación algunos de sus apartes.
“Ahondando la crisis de la representación occidental, hoy los movimientos étnicos reclaman el derecho a controlar su propia imagen, pues antes y después de la aparición del cine sonoro, el mundo indígena colombiano se hizo visible, pero fue mudo, incapaz de hablar por sí mismo.
Los ejemplos sobran: en la década del 30, carijonas y pirangas que sirvieron de cargueros en la travesía que hizo por el Caquetá el médico, arqueólogo y novelista colombiano César Uribe Piedrahíta, apenas si quedaron incluidos en la película Expedición al Caquetá (1930-1931), únicamente como testigos serenos e impávidos del desconcierto de los excursionistas. Luego, en el documental institucional A Journey to the Operations of South American Gold Platinum Co. (1937), atribuido a Kathleen Romelli, un video que sirvió para promover y justificar el monopolio de la producción aurífera de esa compañía en el Chocó, las pocas imágenes sin voz de indígenas respaldaban las afirmaciones de los empresarios que aseguraban: ‘son pocos y conservan su pureza racial’.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, los indígenas colombianos se volvieron protagonistas en la pantalla. Su presencia, hasta entonces desconocida o fragmentaria, nació a costa de su desprecio. El eco que tuvo una encíclica del papa Pío XI, publicada en 1936 y dedicada al cine, animó a sacerdotes claretianos y capuchinos a aventurarse en este medio, que hasta entonces era censurado por la Iglesia por perverso. Embera-katíos y arhuacos fueron representados en películas de ficción que tuvieron el único propósito de exaltar el esfuerzo apostólico de esas congregaciones.
Estos pueblos prestaron indígenas de carne y hueso, pero solamente para quedar atrapados en las tramas de la redención cristiana. (Faltaban muchos años para que el realismo cinematográfico de Víctor Gaviria inundara las salas con ‘actores naturales’, es decir, con protagonistas que interpretaran su propia vida en ‘tonos documentales’). Amanecer en la selva, del sacerdote Miguel Rodríguez (1950), y El valle de los arhuacos, del antropólogo Vidal Antonio Rozo (1964), son películas en las que la vida de los pueblos indígenas fue digna de contarse, sólo con la condición de ejemplificar una mutación radical y una negación de su cultura.
Mudos, deformados o estigmatizados en sus representaciones, los pueblos indígenas tuvieron que esperar varios años para que su imagen empezara a ser consistente. El relato de las masacres y torturas cometidas por ‘blancos civilizados’ contra el pueblo guahibo en Planas: testimonio de un etnocidio, del cineasta Jorge Silva y la antropóloga Marta Rodríguez (1971), inauguró el viraje hacia un nuevo tipo de cine.
El pecado de ser indio (Jesús Mesa García, 1975), sobre la masacre cuiba de La Rubiera; Cuibas (Antonio Montaña, 1979), sobre las violencias físicas, económicas y simbólicas ejercidas contra este pueblo; Nuxka (Manuel Franco, 1974), sobre los pueblos kogui, arhuaco, wayuu, guahibo, cuiba y guambiano, y Madre Tierra (Roberto Triana, 1975) fueron ejemplos de un cine indigenista comprometido con las visiones traumáticas de los pueblos indígenas, que contribuyó a representar la identidad indígena y denunciar su situación oprobiosa.
La invitación que a finales de los años 70 les hizo el Consejo Regional Indígena del Cauca a los documentalistas Marta Rodríguez y Jorge Silva para que realizaran una película sobre la violencia padecida por los indígenas caucanos, con el propósito de servir como testimonio en el Tribunal Russel de Holanda (encargado de examinar la violación de los derechos humanos en Colombia durante el gobierno del presidente Julio César Turbay), marcó un punto de quiebre en la historia de la participación indígena en la producción audiovisual colombiana, en la que los pueblos comenzaron a dimensionar la posibilidad de verse representados.
De ese ejercicio nació La voz de los sobrevivientes (1980), obra dedicada a la memoria del indígena nasa Benjamín Dindicué, asesinado en 1979. Dos años después se estrenó Nuestra voz de tierra: memoria y futuro (1974-1980), que estableció, por primera vez, prácticas compartidas entre cineastas y comunidades. Así lo atestigua la propia Marta Rodríguez: ‘los indígenas participaron mucho en la película: les consultábamos la estructura narrativa y el esquema del montaje. Aquí venían a ver la moviola durante seis, siete, nueve horas. Y como consideramos que la película tiene que servir como forma de conocimiento útil, también regresamos al Cauca para proyectarla’.
Desde entonces se han desarrollado experiencias colaborativas entre documentalistas, antropólogos e indígenas que han ofrecido la posibilidad de percibir más directamente el punto de vista indígena. En la realización de Crónica de un baile de muñeco (Pablo Mora Calderón, Lavinia Fiori y comunidad yukuna de Puerto Córdoba, 2003), una experiencia en el bajo Caquetá amazónico, los documentalistas incluyeron un taller de apropiación tecnológica y de lenguajes audiovisuales, la participación del pueblo yukuna en todas las etapas de la realización (investigación, guión, grabación y edición) y una modificación real y legal de la autoría y sus derechos patrimoniales. La obra tuvo tres versiones: una autorial de 90 minutos, otra de 52 minutos para televisión y otra de 6 horas para la comunidad. Cada una transmite informaciones particulares, tiene distintos ‘ritmos de montaje’ y obedece a las preferencias de públicos distintos. La producción cooperativa de documentales antropológicos ha sido uno de los pasos previos —no el único— para que pueblos indígenas controlen autónomamente sus representaciones audiovisuales.
Algunos autores indígenas se niegan expresamente a considerar lo que hacen como cine y prefieren referirse a ello como ‘materiales de comunicación’ o simplemente videos. Hay que tener en cuenta que estas convenciones requieren de un cuidadoso abordaje, libre de los criterios de perfección artística o de calidad narrativa que rigen cierta crítica cinematográfica. Se trata de obras que apenas empiezan a decantarse en tradiciones audiovisuales —que para el caso colombiano no llevan más de una década de existencia— y en las que sus autores siguen buscando un lenguaje propio, en ocasiones contestando a los juicios y valores nacionales e internacionales que las industrias culturales le han impuesto a la producción audiovisual.
Sin embargo, no se trata en todos los casos de limitaciones técnicas ni tampoco de decir que estos nuevos directores étnicos no pertenecen a la minoría que ha tenido el tiempo y las condiciones necesarias para dedicarse al cine, se trata, más bien, de otras maneras de entender la creación audiovisual, alejadas de los imaginarios de prestigio que dominan el cine de autor o de los constreñimientos mercantiles, como la rentabilidad, condicionados por los sistemas de producción industrial”.
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Rodaje de “Resistencia en la línea negra”, 2011. Archivo Zhigoneshi, Organización Gonawindúa Tayrona
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Hace siete años el magíster en antropología Pablo Mora y un grupo de amigos, entre los que se contaban Rosaura Villanueva, Gustavo Ulcué, Alcibíades Calambás, Germán Ayala y Rossana Fuentes, le entregaron al país la primera Muestra de Cine y Video Indígena de Colombia. La nombraron Daupará, palabra embera que significa “para ver más allá”. Un evento que cada año convoca a los espectadores desprevenidos que se pasean por la Cinemateca Distrital de Bogotá a ver trozos audiovisuales de este país contados por sus indígenas.
Aunque hoy son ellos —nasas, wayuus, kankuamos, sálibas, arhuacos y guambianos, entre otros— los que encuadran las cámara y ponen los micrófonos para producir sus propios documentales, fue hace muy poco que estos pueblos nativos se revelaron contra la idea de ser contados por extraños. Al principio, a comienzos de 1930, aparecían en las películas como simples adornos; luego, por orden de la Iglesia católica, fueron utilizados para registrar la efectividad de sus rutas evangelizadoras, y más adelante se tomaron la palabra y comenzaron a aparecer a modo de testimonios. Ahora ellos mismos llevan sus problemáticas y su cotidianidad a la pantalla.
Esta historia es contada por Mora en el libro Poéticas de la resistencia, el video indígena en Colombia, que la Cinemateca Distrital acaba de editar como parte de su colección Becas. En él Mora trabajó junto con los investigadores Fernanda Barbosa, Ketty Fuentes, David Hernández, Ismael Paredes, Gustavo Ulcué, Rosaura Villanueva y Daniel Maestre en la recopilación de referentes históricos y la visibilización de iniciativas audiovisuales como la de los nasas en el Cauca y los wiwas, los arhuacos, los koguis y los kankuamos en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Lo propio y lo ajeno, texto incluido en el libro, es quizá el que mejor describe lo ocurrido en los últimos ochenta años con el video indígena colombiano. Es por ello que El Espectador rescata a continuación algunos de sus apartes.
“Ahondando la crisis de la representación occidental, hoy los movimientos étnicos reclaman el derecho a controlar su propia imagen, pues antes y después de la aparición del cine sonoro, el mundo indígena colombiano se hizo visible, pero fue mudo, incapaz de hablar por sí mismo.
Los ejemplos sobran: en la década del 30, carijonas y pirangas que sirvieron de cargueros en la travesía que hizo por el Caquetá el médico, arqueólogo y novelista colombiano César Uribe Piedrahíta, apenas si quedaron incluidos en la película Expedición al Caquetá (1930-1931), únicamente como testigos serenos e impávidos del desconcierto de los excursionistas. Luego, en el documental institucional A Journey to the Operations of South American Gold Platinum Co. (1937), atribuido a Kathleen Romelli, un video que sirvió para promover y justificar el monopolio de la producción aurífera de esa compañía en el Chocó, las pocas imágenes sin voz de indígenas respaldaban las afirmaciones de los empresarios que aseguraban: ‘son pocos y conservan su pureza racial’.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, los indígenas colombianos se volvieron protagonistas en la pantalla. Su presencia, hasta entonces desconocida o fragmentaria, nació a costa de su desprecio. El eco que tuvo una encíclica del papa Pío XI, publicada en 1936 y dedicada al cine, animó a sacerdotes claretianos y capuchinos a aventurarse en este medio, que hasta entonces era censurado por la Iglesia por perverso. Embera-katíos y arhuacos fueron representados en películas de ficción que tuvieron el único propósito de exaltar el esfuerzo apostólico de esas congregaciones.
Estos pueblos prestaron indígenas de carne y hueso, pero solamente para quedar atrapados en las tramas de la redención cristiana. (Faltaban muchos años para que el realismo cinematográfico de Víctor Gaviria inundara las salas con ‘actores naturales’, es decir, con protagonistas que interpretaran su propia vida en ‘tonos documentales’). Amanecer en la selva, del sacerdote Miguel Rodríguez (1950), y El valle de los arhuacos, del antropólogo Vidal Antonio Rozo (1964), son películas en las que la vida de los pueblos indígenas fue digna de contarse, sólo con la condición de ejemplificar una mutación radical y una negación de su cultura.
Mudos, deformados o estigmatizados en sus representaciones, los pueblos indígenas tuvieron que esperar varios años para que su imagen empezara a ser consistente. El relato de las masacres y torturas cometidas por ‘blancos civilizados’ contra el pueblo guahibo en Planas: testimonio de un etnocidio, del cineasta Jorge Silva y la antropóloga Marta Rodríguez (1971), inauguró el viraje hacia un nuevo tipo de cine.
El pecado de ser indio (Jesús Mesa García, 1975), sobre la masacre cuiba de La Rubiera; Cuibas (Antonio Montaña, 1979), sobre las violencias físicas, económicas y simbólicas ejercidas contra este pueblo; Nuxka (Manuel Franco, 1974), sobre los pueblos kogui, arhuaco, wayuu, guahibo, cuiba y guambiano, y Madre Tierra (Roberto Triana, 1975) fueron ejemplos de un cine indigenista comprometido con las visiones traumáticas de los pueblos indígenas, que contribuyó a representar la identidad indígena y denunciar su situación oprobiosa.
La invitación que a finales de los años 70 les hizo el Consejo Regional Indígena del Cauca a los documentalistas Marta Rodríguez y Jorge Silva para que realizaran una película sobre la violencia padecida por los indígenas caucanos, con el propósito de servir como testimonio en el Tribunal Russel de Holanda (encargado de examinar la violación de los derechos humanos en Colombia durante el gobierno del presidente Julio César Turbay), marcó un punto de quiebre en la historia de la participación indígena en la producción audiovisual colombiana, en la que los pueblos comenzaron a dimensionar la posibilidad de verse representados.
De ese ejercicio nació La voz de los sobrevivientes (1980), obra dedicada a la memoria del indígena nasa Benjamín Dindicué, asesinado en 1979. Dos años después se estrenó Nuestra voz de tierra: memoria y futuro (1974-1980), que estableció, por primera vez, prácticas compartidas entre cineastas y comunidades. Así lo atestigua la propia Marta Rodríguez: ‘los indígenas participaron mucho en la película: les consultábamos la estructura narrativa y el esquema del montaje. Aquí venían a ver la moviola durante seis, siete, nueve horas. Y como consideramos que la película tiene que servir como forma de conocimiento útil, también regresamos al Cauca para proyectarla’.
Desde entonces se han desarrollado experiencias colaborativas entre documentalistas, antropólogos e indígenas que han ofrecido la posibilidad de percibir más directamente el punto de vista indígena. En la realización de Crónica de un baile de muñeco (Pablo Mora Calderón, Lavinia Fiori y comunidad yukuna de Puerto Córdoba, 2003), una experiencia en el bajo Caquetá amazónico, los documentalistas incluyeron un taller de apropiación tecnológica y de lenguajes audiovisuales, la participación del pueblo yukuna en todas las etapas de la realización (investigación, guión, grabación y edición) y una modificación real y legal de la autoría y sus derechos patrimoniales. La obra tuvo tres versiones: una autorial de 90 minutos, otra de 52 minutos para televisión y otra de 6 horas para la comunidad. Cada una transmite informaciones particulares, tiene distintos ‘ritmos de montaje’ y obedece a las preferencias de públicos distintos. La producción cooperativa de documentales antropológicos ha sido uno de los pasos previos —no el único— para que pueblos indígenas controlen autónomamente sus representaciones audiovisuales.
Algunos autores indígenas se niegan expresamente a considerar lo que hacen como cine y prefieren referirse a ello como ‘materiales de comunicación’ o simplemente videos. Hay que tener en cuenta que estas convenciones requieren de un cuidadoso abordaje, libre de los criterios de perfección artística o de calidad narrativa que rigen cierta crítica cinematográfica. Se trata de obras que apenas empiezan a decantarse en tradiciones audiovisuales —que para el caso colombiano no llevan más de una década de existencia— y en las que sus autores siguen buscando un lenguaje propio, en ocasiones contestando a los juicios y valores nacionales e internacionales que las industrias culturales le han impuesto a la producción audiovisual.
Sin embargo, no se trata en todos los casos de limitaciones técnicas ni tampoco de decir que estos nuevos directores étnicos no pertenecen a la minoría que ha tenido el tiempo y las condiciones necesarias para dedicarse al cine, se trata, más bien, de otras maneras de entender la creación audiovisual, alejadas de los imaginarios de prestigio que dominan el cine de autor o de los constreñimientos mercantiles, como la rentabilidad, condicionados por los sistemas de producción industrial”.
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Por Angélica María Cuevas Guarnizo
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