El viajero perfecto: un homenaje a Bruce Willis
El crítico de cine de la columna Cuadro por cuadro hace una semblanza del prestigioso actor. ¿Por qué siempre quiso interpretar un viajero del tiempo?
Deivis Cortés * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
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Bruce Willis conoció a Brad Pitt durante el rodaje de Ocean’s Twelve, una heist movie ligera de Steven Soderbergh en la que Willis hizo de sí mismo en un divertido (aunque gratuito) juego metaficcional. Sin embargo, no es el único que se interpreta a sí mismo. De hecho, su participación (poco más que un cameo alargado) funciona como refuerzo absurdo al intrincado juego de espejos que tiene lugar en el filme. “Tú estás interpretando un rol, yo estoy interpretando una persona real y eso está mal”, le decía Julia Roberts a Matt Damon, o más bien, Tess a Linus. Los estafadores reclutan a Tess (esposa de Danny Ocean) para una jugada desesperada: hacerla pasar por la actriz Julia Roberts (dado el parecido físico) y así crear una distracción que les permita robar una pieza valiosa. Tess juzga el plan como ridículo desmintiendo la similitud física y asegurando que, cualquiera con dos dedos de frente, va a notar la suplantación. Poco después, Tess pasa por el lobby de un lujoso hotel italiano y un Bruce Willis que se interpreta a sí mismo la reconoce desde lejos “¿Julia?”. (Lea la crítica de Deivis Cortés a la película “Los reyes del mundo”).
Una persona real interpretando a un personaje de ficción que, dentro de la trama, interpreta (a regañadientes) a la persona real que es la actriz misma. Julia Roberts hace de sí misma, solo que usando a Tess como intermediaria, peaje y chivo expiatorio. Willis sube a la habitación y toca a la puerta haciéndose pasar por un empleado del hotel. Cuando le abren, irrumpe confiadamente, conversa con Tess convencido de que se trata de Julia y hasta le quita las gafas oscuras para limpiarlas, esos mismos lentes que Tess usa para que nadie se dé cuenta de que “no es” Julia Roberts. Pero lo es y ese Willis que se interpreta a sí mismo es capaz de reconocer a una colega que también se está interpretando a sí misma, aunque el guion, Soderbergh, la cuadrilla de estafadores y la diégesis misma digan lo contrario.
2.
Durante el rodaje, Willis conoció a Brad Pitt y aunque no tuvieron ninguna escena juntos, establecieron cierta cercanía justamente por lo envidiable y refrescante que le parecía a Pitt el hecho de que alguien pudiera decir que era él mismo en una película, tal como lo ambicionaba Cate Blanchet desde los tiempos de Babel. Y aunque Willis solo tenía cinco escenas, alcanzó a hablar bastante con Pitt durante los descansos, durante los almuerzos y después de cada jornada. Hablaron tanto que Clooney y Soderbergh se llegaron a poner un poco celosos, a pesar de que ambos, para entonces, ya estaban cansados de que Pitt los buscara todos los días simplemente para “hacer algo” o para “adelantar cuaderno”. Pitt asumió que Willis estaba allí porque era amigo de Soderbergh, porque le debía favores a algún jefazo del estudio o porque tenía pensado trabajar con Clooney en algún proyecto futuro. No era el caso. En realidad, Willis estaba allí por Pitt y cuando reunió el valor para admitirlo, también le confesó al muchacho rubio que lo sabía todo: sabía que Pitt era Robert Redford, sabía que era un viajero del tiempo infiltrado y por eso necesitaba de su ayuda; requería asesoría para interpretar al viajero del tiempo perfecto.
Brad Pitt fue elegido por Willis para que lo ayudara a entender la psicología, las motivaciones, el comportamiento y los dilemas propios de un viajero del tiempo, el reto último en términos de interpretación actoral. Willis llevaba años obsesionado con la idea de interpretar al viajero del tiempo perfecto y hasta llegó a asegurar que todas las veces que la audiencia mundial lo había visto disparando, arqueando las cejas, pegando puñetazos o ejecutando peripecias peligrosas en sus filmes de acción, en realidad y, muy en el fondo, Willis lo había hecho para extraer algo de allí que aportara a su interpretación actoral del viajero del tiempo paradigmático. Willis le contó a Pitt que una noche de 1984, justo después de cerrar temporada de Moonlighting y luego de dejar a Cybill Shepard en un taxi, se acostó y soñó que interpretaba a un viajero del tiempo, por allá en el futuro, un viajero caracterizado con bigote, una camisa hawaiana y con una peluca marrón que le llegaba hasta los hombros. Dedujo que debía tratarse de una película y no de un viaje en el tiempo real por un sencillo detalle: Willis jamás caería en la decadencia de usar peluca para ocultar su calvicie (como sí lo hacía Nick Cage) a menos que un personaje cinematográfico así lo demandara.
3.
El sueño continuó visitándolo al menos dos veces por semana. Y fue tal la obsesión que desarrolló Willis por ese personaje de la peluca, esa promesa actoral bigotona, que cada vez que un director lo convocaba para una nueva película (John McTiernan para Die Hard, Tony Scott para The Last Boy Scout o Robert Zemeckis para Death Becomes Her), Willis aplicaba el mismo procedimiento: revisaba los guiones compulsivamente esperando encontrar, naufragando en ese océano de palabras, la escena que había visto en sueños, esa escena de él mismo interpretando a un viajero del tiempo que moría abatido en un aeropuerto usando una peluca marrón. Y leía los guiones varias veces, porque con todo eso del viaje en el tiempo revelado y con esa teoría forzada del viaje en el tiempo eventual, ahora cualquier película podía ser de viaje en el tiempo aunque no lo dijera específicamente. Y aunque el guion tuviera la apariencia de una película bélica, de una comedia siniestra, de una película de fantasmas o de un filme de acción, siempre cabía la posibilidad de que en el giro final, muy en plan Shyamalan, se revelara que la película había sido de viajes en el tiempo todo el tiempo.
Sin embargo, por más que leía y releía (en voz alta, boca arriba, en traducciones a varios idiomas), la escena de viaje en el tiempo seguía sin aparecer. Willis estuvo tentado a rechazar varias de esas películas ante la decepción que implicaba la ausencia de desplazamientos temporales, aeropuertos y pelucas. De hecho, llevó a cabo el rechazo formal en media docena de ocasiones, pero al final su agente lo forzaba a levantar el teléfono para llamar al director y retractarse: decir que todo había sido una broma, que desde luego aceptaba ser John McClane (otra vez), que desde luego estaba dispuesto a hacer de ese boxeador tronado en la película de un casi debutante y que no, de ninguna manera tenía reparo alguno en trabajar junto a Richard Gere ni tenía problema alguno en besarlo en la boca, para eso se había formado como actor, para hacer cosas que trascendían su experiencia personal, para hacer cosas que lo sacaran de su zona de confort.
Su agente lo trataba como a un niño pequeño, pero Willis era lo suficientemente sensato para reconocer que tenía razón. El dinero no le sentaba mal y permanecer activo le daría la exposición necesaria para que ese director visionario que había hecho ya (o que estaría haciendo en ese mismo instante) una película de viajes en el tiempo, pensara en él, probablemente durante la escritura del guion (ese mismo guion que aún no le llegaba, pero que él se moría por leer) o durante la selección del reparto. A lo mejor ese director idóneo ni siquiera sabía quién era Bruce Willis o a lo mejor lo sabría, pero lo tendría encasillado, bien en la comedia de situación por Moonlighting o bien en el cine de acción por Die Hard. Y lo habría descartado de plano, no sin antes admitir, probablemente ante su asistente, que si tan solo viera al bueno de Bruce en otro registro, si tan solo lo viera haciendo determinada cara o determinado gesto, entregando determinado diálogo con una dicción particular o caminando de espaldas en determinada locación concreta, a lo mejor algo haría clic en su cabeza y decidiría que sí señor, que Alan Rickman no nos sirve, ni Will Smith, mucho menos Dustin Hoffman o Tom Cruise: al que hay que llamar para que interprete al viajero del tiempo es a este señor Bruce Willis, que aunque se está quedando calvo y siempre hace la misma cara, seguramente servirá si encontramos la peluca adecuada, el bigote indicado y el aeropuerto idóneo.
4.
Willis estaba obsesionado con interpretar un viajero del tiempo así como otros actores se encaprichaban con la idea de interpretar al comisario perfecto, a la prostituta paradigmática, al mejor discapacitado del mundo, al espía quinta esencial o a sí mismo, como le había confesado Cate Blanchet durante el rodaje de Bandits. Era un capricho, una ambición de actor, un santo grial profesional tan loable como adelgazar o engordar para determinado personaje oscarizable. Y aunque Willis sabía que a los DeNiros (o los Bales o los Frasers) del mundo eran premiados con estatuillas por engordar o adelgazar para darle verosimilitud a su personaje, él no esperaba ningún galardón por interpretar a su viajero del tiempo perfecto. Tenía claro que las películas de viaje en el tiempo no solían ser premiadas más allá de festivales tipo Sitges o Austin, más allá de círculos muy herméticos de nerds que todavía viven con sus padres, todavía leen libros completos y todavía siguen discutiendo sobre Tardis y condensadores de flujos.
Willis se conformaba con la satisfacción personal de interpretar a ese espía perfecto que era el viajero del tiempo, ese actor de actores capaz de arriesgarlo todo para infiltrarse en otra época en aras de cumplir una misión que generalmente era amorosa, bélica, aventurera o una mezcla de las tres cosas. Eso era todo lo que quería y por eso, así como el propio De Niro había hablado con Jake LaMotta para entender mejor a su personaje y así como Cate Blanchet había hablado con Bob Dylan para interpretar mejor al bardo americano, Willis supo que debía hablar con algún viajero del tiempo auténtico para absorber mejor sus modismos y gestos, su forma de caminar y su manera de parpadear, todo en aras de componer y nutrir eficientemente a su personaje, a ese viajero que tanto protagonismo había cobrado en sus sueños.
Y entonces llegó el día. Sonó el teléfono y cuando Willis se puso al habla, fue sorprendido por la voz irreverente del mismísimo Terry Gilliam, el director de Brazil, esa película que Willis había visto durante la preparación de The Fifth Element. Su agente solía encargarse de esos trámites y por eso lo tomó por sorpresa el contacto directo. Se sorprendió, pero también se sintió halagado por el trato personalizado, por el hecho de que Gilliam se hubiera tomado la molestia de hablarle directamente dejando fuera a los intermediarios. Le dijo que lo necesitaba para un nuevo proyecto, para el remake de un cortometraje francés. El guion ya estaba listo y lo habían escrito la misma pareja responsable de Blade Runner y de Unforgiven, y aunque Willis no comprendió del todo, nada más ver que en el encabezado de la primera escena figuraba la palabra “Aeropuerto” supo que estaba ante el proyecto que había estado esperando durante más de diez años, el proyecto que sus sueños habían anunciado y mantenido vivo durante más de una década, el proyecto que desde lo onírico y lo inconsciente había moldeado el devenir de su carrera hasta ese momento.
12 Monkeys. El título no le gustaba nada. Le recordaba esa película en la que Eastwood andaba por ahí con un chimpancé. También lo invitaba a pensar en una recreación de la última cena protagonizada por animalistas. Realmente odiaba el título, pero estaba tan contento de que la espera hubiera terminado que no se atrevió a discutir. Lo que sí discutió fue la elección de su compañero de reparto: Jeffrey Goines, el esquizofrénico líder de la resistencia extremista que da título al filme y que, originalmente, iba a ser interpretado por Williem Dafoe. A Willis le encantaba el trabajo de Dafoe y lo respetaba como amigo, pero aun así usó todo su peso como estrella para dejar claras sus demandas: necesitaba a Brad Pitt, al muchacho ese que se había convertido en un sex symbol recientemente gracias a Leyendas de pasión, al muchacho ese con el que había conversado tan a gusto durante el rodaje de Oceans Twelve.
Willis convenció a los productores asegurándoles que la faceta sex symbol de Pitt les ayudaría en taquilla y aumentaría el alcance de la película. Sin embargo, sus razones eran más profundas: necesitaba a su maestro como co-protagonista, necesitaba pasar tiempo con ese Robert Redford infiltrado que llevaba ya varios años entrenándolo durante los fines de semana, enseñándole a moverse, a respirar, pero, sobre todo, a mirar como un viajero del tiempo. “El guion puede decir viaje en el tiempo mil veces, tener varias máquinas, relojes de todo tipo y científicos elocuentes explicando cosas, pero si el espectador no logra ver el viaje en el tiempo en tus ojos, no se lo creerá y la película no funcionará”.
5.
12 Monkeys le dio a Brad Pitt su primera nominación al Oscar y un lugar en la mitología de la ciencia ficción. 12 Monkeys también le dio a Bruce Willis la satisfacción de cumplir su máximo sueño actoral: interpretar al viajero del tiempo usando conocimientos aprendidos de un viajero del tiempo auténtico. No obstante, fue también su condena. Trabajar en 12 Monkeys significó el final de su carrera porque, en adelante, ya ningún papel estuvo a la altura. Ni el John Hartigan de Sin City, ni el sargento Waters en Tears of the Sun. Ni siquiera las dos intervenciones melancólicas y medio autistas que hizo para Shyamalan en The Sixth Sense y en Umbreakeable. Y aunque muchos aseguran que su mirada melancólica (esa misma que Redford Pitt se esforzó por enseñarle a hacer) era mérito de la excelente dirección del cineasta indio, la verdad era más simple: era la auténtica melancolía que experimentaba Willis por saber que había tocado su santo grial personal demasiado pronto (apenas en 1994) y que le quedaba toda una vida de aburrimiento, toda una vida abordando roles que aunque divertidos, apropiados para su físico y valorados por el público, eran poca cosa en comparación con ese James Cole, con ese viajero del tiempo que se transportaba hasta el pasado no para conseguir que sus padres se enamoraran ni para evitar el nacimiento de Hitler, sino para encontrar una muerte anunciada en sueños, una imagen fascinante y llena de poesía triste que había inspirado a los Peoples y que luego Chris Marker sintetizaría en La jetée, ese remake en formato de cortometraje que, por efecto de la reorganización cronológica que vino después, suele ser interpretado como precedente.
Willis continuó rechazando proyectos, pero nuevamente su agente lo convenció de continuar usando un argumento reciclado: probablemente alguien haría una secuela de 12 monos, probablemente alguien haría un remake o un reboot, esas reescrituras y reinvenciones innecesarias pero rentables que se habían puesto tan de moda en el Hollywood dosmilero. Willis aceptaba de mala gana, pero dado que tenía claro que Gilliam era alérgico a las secuelas y estaba cansado de hacer películas de viajes en el tiempo (aunque había hecho apenas dos), nunca se mostró muy optimista.
En 2012, Rian Johnson llamó a Willis para protagonizar Looper. Varias décadas después, Johnson confesaría en su autobiografía que tras ver 12 Monkeys se había hecho adicto al James Cole compuesto por Willis. “Había quedado con ganas de más y cada año que pasaba se me hacía más difícil soportar el síndrome de abstinencia”. Necesitaba ver a Willis encarnando a ese personaje nuevamente porque, según sus palabras, “parecía que hubiera nacido para interpretarlo, parecía que se tratara de un personaje que, en la mejor tradición lyncheana o de Buñuel, le hubiera sido revelado en sueños”. Nadie supo nunca cómo Johnson llegó a acercarse tanto a la verdad. Nunca trabajó con Brad Pitt ni con Robert Redford así que ninguno de los dos (que en realidad eran la misma persona) pudo haberlo puesto al tanto. Nunca se supo con certeza, pero algunos investigadores aseguran que la información pudo haberle llegado por Joseph Gordon Levitt, ese actor que protagonizó su primera película (Brick), ese actor que co protagonizó Looper junto a Willis y ese actor que debutó en el cine, siendo muy niño, en una película dirigida por Redford y protagonizada por Brad Pitt: A River Runs Through It.
El caso es que Johnson, después de haber visto 12 Monkeys más veces de las que puede recordar, quedó antojado de ver nuevamente a Willis interpretando a Cole. Esperó año tras año una secuela, un spin off o un remake. Incluso, después de haber entrado a la industria y poco después de haber realizado The Brothers Bloom, tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Terry Gilliam y se lo imploró de rodillas. El director de Brazil no cedió. “No me gustan las secuelas y ya he hecho dos películas de viajes en el tiempo. Hacer otra sería grotesco”. Johnson entendió y desistió, pero continuó esperando que alguien más se encargara del proyecto. Esperó y esperó, pero como seguían pasando los años y no aparecía ninguna secuela ni Willis figuraba en ninguna película de viajes en el tiempo, optó por encargarse él mismo de la tarea antes de que el mundo acabara en 2012, como se creía por entonces. Así nació Looper, una película que durante sus etapas tempranas de escritura Johnson tituló, provisionalmente, 12 Monkeys 2.5.
(Fragmento de la novela inédita El Primer Migrante)
* Deivis Cortés Pulido es realizador y analista audiovisual, magíster en Escrituras Creativas, extra con parlamento en Con Ánimo de Ofender (serie web) y crítico de cine en El Espectador.