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Desde que tengo memoria guardo papeles y recortes de prensa. Algunos tienen más de cincuenta años y siguen clasificados en armarios, baúles, escritorios o aumentando las torres que crecen en el piso. Por los trasteos de la vida, muchos se fueron y los recuerdo releídos con gratitud. Los comencé sacando de los periódicos que llegaban a casa por suscripción. La nuestra era una vivienda grande con hermanos, padres, abuelos, primos de paso y amigos, donde fluía la diversidad. El Espectador y El Tiempo se repartían las preferencias, pero papá tenía que sumar La República o El Siglo, por su talante. La abuela circulaba por la casa con un radio azul replicando noticias. No olvido a la primera, porque jugaba con una burra de plástico, que terminó en el pesebre, cuando interrumpió la piñata del cumpleaños de mi hermano mayor para informar que habían matado al presidente de Estados Unidos.
En adelante, la vida fluyó a través de sus primicias. Las anotaba en un cuaderno junto a un recuento de frases famosas, datos de los presidentes o versos de García Lorca. La muerte del Che Guevara, el hombre en la Luna o las elecciones de 1970, cuando vimos desde su ventana cómo se llevaban a un vecino en un camión militar. Cuando papá nos ofreció recompensa económica a cambio de lectura y resumen escrito, escogí mi ruta: revistas de fútbol. Vea Deportes, Totoguía, El Gráfico y Nuevo Estadio, que enviaba un tío desde Manizales. (Recomendado: Perfil de Jorge Cardona, por Nelson Fredy Padilla).
Después del colegio, la norma era leer y escribir sobre fútbol y esperar al domingo para ir a El Campín o escuchar al “Patico” Ríos en el juego de visitantes. Cuando aprendí a tomar el bus, ir con los amigos hasta el aeropuerto o al campo de entrenamiento de Millonarios en el barrio El Minuto de Dios, para ver a los jugadores y pedirles su autógrafo. Hasta que llegó la hora de la universidad, de escoger camino sin tener idea, y terminé estudiando doce semestres de Economía sin graduarme. No lo hice porque el deber transitó hacia el periodismo sin darme cuenta.
Eran los acantilados del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, en los que las mayorías de la nación resistieron la militarización de Colombia y, más allá de las aulas o del barrio, la vida social gravitó alrededor de discutir este método. En lo personal, solo pasé una noche detenido en una estación de Policía por no portar documentos de identidad, pero como aquel fue un momento de universidad extendida y estaba en juego la libertad de todos, entre la agenda de los salones, las bibliotecas o los sitios de rumba, aporté los trabajos escritos, repartí los boletines y ayudé a redactar declaraciones.
Flotaba en el aire un malestar en el que la disyuntiva de guerra o paz se hizo normal. Pero entre el río crecido de voces contestatarias y mi vida en mutación, el devenir me condujo a otras encrucijadas. La filosofía, en contacto con los amigos de la Asociación Hastinapura, donde terminé redactando catálogos, perfiles de las conferencias y hasta un programa institucional emitido en la radio. Los de la Sociedad Teosófica, sus leyes universales y el humor fino del maestro Ricardo Molina y su familia generosa. Los del movimiento para la conciencia de Krisna, sus prasadam y la revista Vivamos. Y en simultánea, la tertulia que me condujo al taller de escritores del maestro Isaías Peña, prólogo de una conversación de 18 años en el grupo Alejo Carpentier, donde compartimos lecturas, autores, textos y, como piezas de un reloj, desarticulamos nuestras vidas en una fraterna parla literaria. (Cinco Premios Simón Bolívar 2020 para El Espectador).
La era Betancur lo cambió todo. Su apuesta por la paz nos puso a pintar palomas en las paredes y a soñar en que los relatos de horror que habíamos escuchado a padres y abuelos podían volverse el recuento de violencia de un pasado marchito. En simultáneo, las puertas se abrieron, empecé a publicar con regularidad en el periódico La Tierra, de Tunja, dicté clases de historia de arte y de teatro en organizaciones y colegios, hice publicidad, aprendí a disipar prejuicios y a convivir con los errores, pero sobreviví fuera de casa escribiendo y leyendo por encima de todo. En el plan de sumarse a la prisa por la paz, todo cambió porque la guerra sucia arreció, el narcoterrorismo esgrimió sus colmillos y, en pocos meses, a nuestras vidas se asomaron los variopintos tristes de la memoria, enmarcados en los delitos de lesa humanidad y los crímenes políticos que dinamitaron una esperanza de país.
Con el corazón roto, desde una terraza en el centro de Bogotá, vi el Palacio de Justicia envuelto en llamas. Toda la tarde de ese miércoles 6 de noviembre vi también imágenes que periodistas extranjeros observaban con estupor. Cumplía labores en Inravisión, y ese mismo día, como se sabe, desde allí se coordinó la transmisión de un partido de fútbol. Al año siguiente, también vi la marcha del silencio que despidió al director de El Espectador, Guillermo Cano. Nadie podía creer que atentaran contra un hombre que solo representaba honradez y coraje cuando los magnicidios arreciaban. Orientaba el diario en el que todos queríamos escribir. Decía lo que el país quería escuchar. Le quitaron la vida inerme e indefenso, y 48 horas después no hubo noticieros, no circularon los periódicos, y vi a su gente marchar apoyada por pañuelos blancos desde los edificios.
Escribir era la única respuesta. De lo que sucedía o de lo que se podía ficcionar en una nación que comenzaba a desangrarse. Así únicamente lo leyera un manojo de amigos que andaba en lo mismo, todos en busca de cómo volverlo un oficio cotidiano. Y apareció el patrocinador, el que todos requerimos en los días difíciles del salto al mundo de los adultos. Víctor Julio Niño, que escuchó mis deseos y, contra viento y marea, sin tarjeta profesional, con una treintena de artículos publicados, pero sin experiencia de reportero, me dio la alternativa en un lugar inesperado: el noticiero Alerta Bogotá, un radioperiódico popular de Caracol que relataba un personaje de audiencia: el médico Cristóbal Américo Rivera.
Al rayo del alba entré una madrugada a “darles la vuelta” a las noticias de los periódicos, pero a las seis de la mañana recibí la primera orden: una fotografía de la muerte. Significaba acudir al pabellón de urgencias de la clínica Hortúa y contar las historias cruentas de una ciudad al acecho. La muchacha abusada que fue luego hallada agonizante en un basurero. El joven taxista en trance de muerte por una pendencia de escasas monedas. El padre acribillado ante sus hijos por burlarse de un comensal. El desastrado recluso que cosieron a puñaladas y apenas tuvo minutos para morir maldiciendo. Todos anónimos y disueltos en la memoria de la radio. Y luego la dolorosa antesala de Medicina Legal, para escuchar a las familias y sufrir con ellas.
La realidad del país, no vista desde los homicidios que conmovían a la sociedad y acaparaban los titulares de los diarios, sino desde sus muertos de a pie. ¡Cuántos recuerdos de sus rostros intactos en mi memoria! Los revivo ahora y honro su adiós, que dio aliento a mi existencia sin saber por qué. Meses para templar la conciencia y comprender. Ya no era escribir desde la barrera sino desde la cloaca. El goteo diario de la muerte en una ciudad asediada por los rufianes, que solo dejé de notificar cuando el director Jairo Humberto Rico me promovió a la cobertura de juzgados, tribunales y cortes.
Entonces fue entrar a un intrincado laberinto en el que quedé atrapado para siempre. El mundo de los procesados y los escándalos judiciales, donde fallan los togados y abundan los chivos expiatorios. De norte a sur o viceversa, recorriendo las calles y aprendiendo a desamarrar y volver a armar los expedientes en las secretarías, pendiente de los abogados para compartir un tinto y ganar un dato. En las audiencias públicas de vencedores y vencidos en Paloquemao, donde aprendí que el debido proceso es un asunto de periodistas, y que a veces las familias de las víctimas y los victimarios sufren por igual.
El ajetreo de los vaivenes jurídicos de la extradición, el Estado de Sitio que se invocó para el primer Estatuto Antiterrorista, la nefasta justicia sin rostro. El seguimiento a los escándalos del Grupo Grancolombiano, la Caja Vocacional, el crimen de Lara Bonilla, los “picas” de cuello blanco, el menú judicial atiborrado de sentencias que volvíamos noticias a la misma hora en que se desató el terror que ahora se cuenta. Por eso, con frecuencia hubo que cambiar el libreto y reforzar la tarea informativa de una violencia nunca vista. El asesinato de Jaime Pardo Leal, las masacres de 1988, el exterminio de la Unión Patriótica, la cobardía de los carros bomba o el sacrificio de tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, mártires que resumen la doble tragedia de una generación que los vio caer y luego constató la impunidad de sus casos.
Los gajes del periodismo judicial asimilando la fórmula inequívoca: agenda propia y ojo entredormido a la competencia. En el fondo, trabajo en equipo. Gratitud a los colegas, propios y ajenos, y a las salvavidas fuentes que me permitieron sobrevivir entre colosos de la reportería. La pausa fue para los amigos, la familia y, como siempre, la filosofía, que empecé a estudiar como disciplina académica. Después de los procesados o del reporte de los jueces, el reto era llegar a casa y, papel y esfero en mano, sumirme en la lectura de los parteros de ideas. Desde el siglo primero, el segundo, el tercero, con apetito enciclopédico hasta concluir, como Sócrates, que nada sabemos, que todos tienen la razón y también ninguno, y que toda esa lectura en el encuentro con el periodismo significaba no juzgar. Informar sin darles privilegio a las versiones del poder.
El camino que me llevó al inhóspito territorio de los yerros judiciales. Las desoídas voces del exjuez Enrique Rodríguez y el tipógrafo José Guarín buscando con otros padres y madres a sus hijos desaparecidos tras la toma y retoma del Palacio de Justicia. El grito exiliado de la jueza Marta Lucía González, que advirtió a Colombia sobre Fidel Castaño, sus amigotes, sus nexos y su cruzada entroncada en las Autodefensas del Magdalena Medio. Las víctimas y los testigos de Trujillo, que vieron correr el río bajando muertos. Tras la pausa de la Constituyente, que cubrimos todos y cuyos debates fueron romería de conocidos que pasaban por el Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, llegó el cambio de rumbo. La llave la aportó el colega y amigo Francisco Cristancho, que abrió las puertas de su familia y luego se empeñó en ubicarme.
En la cátedra universitaria que desde entonces constituye el deber mañanero, y en El Espectador, que parecía una meta imposible. La mañana de febrero de 1993 que ingresé al diario estallaron dos carros bombas en Bogotá. Acudí al que desplomó un salón de billares en la calle 16, entre 13 y 14. Dejó dos víctimas y escribí la breve historia de un hombre que salvó su vida porque lo contuvo un trancón vehicular. Llegaba a una redacción donde los periodistas eran los sobrevivientes de un momento heroico ante la arremetida del narcoterrorismo. Con voces y rostros de diversas secciones que se hicieron propios a través del tiempo y que hoy honro en la continuidad de amistades que nacieron tomando tinto junto a los casilleros, cerrando una página, mirando una prueba o en la cancha de fútbol.
La redacción de la avenida 68 de alta vibración humana en favor de la amistad. Los colegas que rotan en las redacciones, pero que entre afinidades y contradicciones dejan huella. En el archivo, en la recepción, en la sala de editores o en la rotativa. Luis de Castro, maestro y genio de la edición judicial, la calidez humana y el buen humor. Cubrió el Bogotazo de 1948, vivió los tiempos dorados de la crónica roja, fue uno de los baluartes a la sombra de las grandes batallas de Guillermo Cano. En su casa, al abrigo de su don de anfitrión, fue un privilegio escucharlo junto a Mike Forero, Óscar Alarcón, Antonio Andrauss y Rufino Acosta, tantas lecciones de vida y un selecto anecdotario para desternillarse de la risa. Las enseñanzas del periodismo real aplicando la fórmula que acuñó García Márquez para sobrevivir: “El que se emputa se jode”.
El primero en administrarlo era el codirector Juan Guillermo Cano, atento por igual a las primicias y a las bromas. El ejercicio era mezclar mamadera de gallo y bohemia con los sucesos de la cacería a Pablo Escobar, el escándalo de los narcocasetes o el terremoto del proceso 8.000. De la mañana a la tarde, dictando párrafos desde los tribunales y las cortes, y algunas tardes y todos los viernes, acompañando el cierre. Hasta que Juan Guillermo y Fernando Cano, secundados por Juan Pablo Ferro, se inventaron que yo podía ser editor judicial. Con licencia para armar grupo, lo forjé con los que estaban y siguiendo el consejo de Luis de Castro: “En el periodismo los goles los hacen los buenos reporteros”.
Omito sus nombres, lo prefiero al riesgo de excluir, pero chiviaron cuando el 8.000 fue el protagonista, Samper salió absuelto y los colosos de la guerra multiplicaron sus agresiones contra la población civil. Los días del polarizado trasiego a la era Pastrana, que coincidió en el diario con un cambio de rumbo. Nuevas orientaciones y periodismo a salvo, en los que la prerrogativa fue editar a los incansables reporteros que contaron las historias difíciles. El paramilitarismo desatado que cobró la vida del abogado Eduardo Umaña, la guerra en La Modelo que nos costó dolor y lágrimas, la violenta tras escena del proceso de paz en la zona de distensión en el Caguán mientras asesinaban a Jaime Garzón y a la Cacica, Consuelo Araújo.
El paramilitarismo arrasando en el norte de Colombia, con el mismo desprecio por la vida con el que lo hacían las Farc en el sur, sumando prisioneros de guerra para forzar un canje. Un tránsito periodístico que encontró sendero informativo en el diario cuando la organización le dio un timonel al barco. Fidel Cano Correa que, desde su dejar hacer con inteligencia, gestó la redacción de El Espectador, que en las últimas dos décadas ha acompañado a Colombia. Los que llegaron tanteando como practicantes y se volvieron editores, los que siguen dando lidia con sus primicias por donde van, los que se echaron al hombro los hallazgos sobre las chuzadas del general Santoyo, documentaron el montaje de Tasmania, contaron la historia de la Mata Hari, aportaron el testimonio del espionaje a la Corte Suprema, o vieron nacer y trasegar un momento de paz que ahora está en peligro. Con un estricto sigilo que sigue guardado y su manía de averiguar, ilustrar o comunicar con la esencia de El Espectador y su norte claro.
La defensa de los derechos fundamentales que, al decir de Guillermo Cano, no admite medias tintas. La exaltación a la memoria, “sueño de la vida y de la historia”, que aporta el polo a tierra para no equivocarse sobre los victimarios; y el pluralismo en subienda y su río incluyente de voces, que testifican a diario las rectificaciones del mundo. “Lo importante es la obra”, no se cansa de resonar Fernando Araújo en la redacción. Lo primordial es la vida, salen a demostrarlo las nuevas generaciones con su vigor e irreverencia. “También estamos indignados, pero somos periodistas”, dispone Fidel Cano.
Con gratitud recibo esta exaltación de vida y obra concedida por el jurado del Premio de Periodismo Simón Bolívar, que además invoca al Libertador, cuya vida y obra fue lo primero que aprendí de mi abuela, lo primero que leí a mis hijos acompañándolos a dormir, y lo que no dejo de leer en El general en su laberinto, del extraordinario Gabo. El sello de la historia que nos habita, pues escribimos, hablamos o hacemos imágenes para ella. Nuestros textos y emisiones serán periódico de ayer, como cantó Lavoe, pero también insumos de entendimiento para cuando seamos memoria.
Otros deben entender lo que pasaba en estos tiempos. Crecí en un país cuya carta proclamaba que el periodismo era libre solo en tiempos de paz, y eso fue lo que faltó y permitió que la mordaza obrara desde su mano enguantada. Hoy la libertad de expresión es un derecho que se renueva en la revolución tecnológica de las redacciones y en las aulas de las universidades donde se forjan los herederos. A quienes acogieron que fuera profesor de muchos de ellos les agradezco que me permitieran montar a tiempo en el tren de los hijos. El que atizan Sebastián, Lucas y Julián, bendecidos desde el hogar por Claudia —luz de amor y fuego amigo—; y el paralelo de los pasajeros amigos que avanzan por sus rieles y conocí en las aulas. “Que vivan los estudiantes, jardín de nuestra alegría”, cantaba Mercedes Sosa y queríamos cambiarlo todo.
Ahora los nuevos aspiran a lo mismo: habitar en un país en paz donde la libertad sea la vida. “Dichosos los guerreros a quienes, sin buscarlas, se les presentan semejantes oportunidades de lucha”. Con esta invocación del Bhagavad Gita, extensiva a los que creen en el periodismo libre, devuelvo el honor que recibo con un compromiso. Mañana volverá el sol a su lugar y será otro día para escuchar, debatir, escribir e informar. Nada más que volver a ganar, empatar o perder, como en el fútbol. Que todo sea para no rendirse ante la injusticia y para que sigan siendo posibles las causas imposibles. Marco Emilio Zabala, Gustavo Sastoque, Alejandro Pico, o tantos otros que habitaron cárceles sin merecerlo por la urgencia estatal o mediática de un condenado. Cuando leí el Yo acuso, de Emile Zola, tuve claro que el periodismo tiene incluso que ser capaz de disentir de sí mismo. A veces la verdad se oculta entre la maleza del poder y encontrarla exige medirse los mocasines de los que no lo tienen.