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La increíble historia de Marina

Vive en Bradford y la publicación de sus memorias ha causado revuelo en Europa. Animal Planet alista un documental sobre ella.

Sandra Martínez / Especial para El Espectador
06 de mayo de 2013 - 02:00 a. m.
Amante de los animales, Marina Champman vendrá en breve a Colombia. / Cortesía
Amante de los animales, Marina Champman vendrá en breve a Colombia. / Cortesía
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Marina Chapman es delgada, morena y de baja estatura. Habla suave, casi imperceptible. Está muy cansada porque acaba de llegar de Estados Unidos, donde estaba promocionando su libro, y recién finaliza otra entrevista para la BBC. Su esposo John y su hija, Vanessa, la acompañan. Está vestida con un pantalón negro, camisa gris y chaqueta oscura. Se acomoda en el sofá del lobby del hotel Lagham, en el centro de Londres, y pide un capuchino.

Esta mujer acaba de publicar sus memorias con el título The girl with no name (La niña sin nombre) y la fama la ha tomado por sorpresa. La idea, confiesa, fue de su hija menor Vanessa, quien desde 2006 empezó a investigar y documentar su vida, a escuchar decenas de recuerdos, sucesos y dramas, para así intentar armar el rompecabezas de la historia de su madre, que para muchos resulta inverosímil, pero para otros una historia posible.

Marina no sabe su edad, calcula que debe tener 62 años; desconoce su nombre real y no sabe dónde está su familia de origen. Asegura que fue secuestrada cuando tenía cuatro años y estaba jugando en un jardín, en algún lugar de Colombia. Un hombre la tomó a la fuerza y le puso un pañuelo con una sustancia que la hizo dormir de inmediato. Luego, la montó en un camión, con más niños, pero después fue abandonada en medio de la selva. Fue así como dice que empezó su odisea.

Con el paso de los días no tuvo más remedio que adaptarse a su ambiente y los micos se convirtieron en su nueva familia. “No sucedió de la noche a la mañana, pero sucedió”, dice. Al comienzo dormía bajo los árboles, luego aprendió a trepar hasta lo más alto de las ramas, a comer nueces, bananos, a identificar cada sonido que hacían y a caminar como ellos. Un día, dice, comió algo similar a un tamarindo y se enfermó. Uno de los micos más mayores, al que ella bautizaría después como ‘el abuelo’, la llevó hasta un río y la hizo beber agua hasta que vomitó todo. “Me salvó la vida, pensé que iba a morir, pero él supo que había comido algo que no debía. En sus ojos vi que me quería ayudar”, asegura.

Después de estar aproximadamente cinco años en la selva —estima que fueron esos años por el largo de su pelo— unos cazadores se la llevaron consigo y la vendieron en un prostíbulo en Loma de Bolívar, a 30 minutos de Cúcuta. Y comenzó una etapa dolorosa para ella: la dueña del lugar, Ana Carmen, la tenía como muchacha del servicio y la maltrataba cada vez que podía porque no sabía hacer las cosas básicas, como ir al baño, hablar o comer con cubiertos. Una vez, explica Marina, intentó matarla con un cuchillo. Pero pudo escapar y se fue a vivir a las calles de Cúcuta. Allí aprendió a sobrevivir robando comida y durmiendo en un parque. Sus amigos la solían llamar Pony Malta, por lo morena y pequeña.

Cansada de esa vida intentó buscar trabajo como empleada de servicio y lo consiguió con tan mala fortuna que terminó en la casa de los Santos, una familia de mafiosos, quienes también la trataron muy mal. Pero su vecina, una mujer llamada Maruja, se convirtió en su salvadora. Le ayudó a escapar y la envió a un convento, y luego a Bogotá a vivir con su hija María y su familia, quienes decidieron adoptarla.

Un día la hermana de María, Helena, le propuso que se fuera con ella a Inglaterra como la niñera de sus hijas. Marina aceptó sin pensarlo dos veces. Llegaron a Bradford, en Yorkshire, norte de Inglaterra. Sin saber una palabra de inglés conoció a John Chapman, un bacteriólogo y organista de la iglesia. Se enamoraron y se casaron en 1978.

Ahora esta mujer ya casi no habla español, le encanta cocinar, tiene dos hijas y tres nietos. Dentro de poco viajará a Colombia para grabar un documental que transmitirá Animal Planet sobre su vida. Esta vez tendrá la posibilidad de visitar la selva donde supuestamente vivió, pues en 2007 el ejército no le permitió entrar —y quizá “pueda ver a los micos que me acogieron porque he estado investigando y he visto que viven 50 años y que tienen memoria, así que de pronto me reconozcan”, dice emocionada. Pero también quiere buscar a su familia verdadera y saber qué pasó con ellos.

Hay mucha gente que cree que su historia es sólo un invento y no pudo ser posible, —¿qué les dice?— “La verdad no me importa, no tengo que probar nada, es mi historia, la viví. En un principio mi hija la escribió sólo para nosotros y no para ser publicada, pero jamás pensé que fuera a llamar tanto la atención”, explica. El dinero que recaude, asegura, irá para dos organizaciones de caridad, una que vela por la conservación de los micos y la otra por los niños de la calle.

Lo cierto es que a su edad sigue trepando árboles, atrapando pájaros y conejos con sus manos con gran agilidad, luchando cuando tiene que abrir una puerta y comportándose un poco diferente a todos los demás.

Por Sandra Martínez / Especial para El Espectador

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