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“La Sustancia”: el miedo que habita en la piel

Reseña de la película “La Sustancia”, dirigida por Coralie Fargeat, y protagonizada Demi Moore y Margaret Qualley. La cinta se encuentra disponible en MUBI.

Alejandra Cuberos Gómez*
12 de noviembre de 2024 - 02:26 p. m.
"La Sustancia" se ganó el premio a Mejor guion en el Festival de cine de Cannes (Francia).
"La Sustancia" se ganó el premio a Mejor guion en el Festival de cine de Cannes (Francia).
Foto: Cortesía MUBI - Christine Tamalet
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El terror es un género cinematográfico que siempre se ha caracterizado por ser polarizante. Están los espectadores a quiénes les gusta que los asusten, la adrenalina que se libera en el momento en que el monstruo sale de la esquina oscura, y están aquellos que odian este momento más que cualquier otro, porque deja ese recuerdo que los despierta en las noches y les impide dormir plácidamente. Pero no es común encontrarse con una película de terror que vaya más allá del susto repentino y se meta profundo entre la piel del espectador para revelar que el monstruo no está en la esquina oscura al final del pasillo de la casa embrujada, sino en la mirada del espectador, cuando se acaba la película y se mira con detenimiento en el espejo. Eso es lo que pasa con La Sustancia, la nueva película de Coralie Fargeat.

Se unen tres mujeres formidables para esta ocasión. Por un lado, está Fargeat, la francesa quien en tan solo su segundo largometraje ya se vuelve una innovadora en el género, acompañada de Demi Moore, en su primera película de terror, pero con un recorrido actoral admirable, y Margaret Qualley, quien desde su aparición en Pobres Criaturas nos ha dado indicios del potencial que tiene para dar vida a personajes bizarros y fascinantes. Son ellas quienes dan forma a esta historia, la cual impacta y atrae desde el primer momento, explorando una posibilidad fantasiosa terriblemente cercana a la realidad.

La historia es una que nos ocupa hoy más que nunca, una afamada personalidad estadounidense, ícono del bienestar, la salud, la belleza y la juventud, se enfrenta a un enemigo omnipresente e inevitable, el tiempo. El tiempo en conjunto con una sociedad que exige y no perdona, resultando en el monstruo de la protagonista quien ha llegado a sus 50 años de vida, la vejez. En un principio esto puede sonar como el ciclo de la vida, algo natural, nada de que aterrorizarse. Pero como llegamos a ver en la interpretación magistral de Demi Moore, para Elisabeth, el miedo se materializa cuando se da cuenta de que una mujer por más exitosa, aclamada, poderosa, y amada que sea, siempre está dispuesta a dar incluso su posesión más preciada con tal de ser más joven, más perfecta, más amada.

¿Y cuál es esa posesión tan preciada? Lo mismo que la aterroriza, el tiempo. Elisabeth está dispuesta a darle la mitad de su tiempo a su otro ser, su mejor versión. El problema está en que nunca termina de entender la característica más importante de esa sustancia que le promete la oportunidad de ser más perfecta, que su mejor versión es ella misma. Es decir que Sue, interpretada por Margaret Qualley, quien empieza a devorarla, es ella misma. Sue tiene siete días en los cuales puede vivir la vida que Elisabeth disfrutó en su juventud, y Elisabeth tiene siete días en los cuales decide no vivir, al ver que su vida está siendo robada por Sue.

Pero es ella misma quien se roba su vida, cuando le cree a un hombre que su valor como mujer está directamente atado a su juventud. Aquel momento en que Harvey, interpretado por Dennis Quaid, destruye emocionalmente a Elisabeth mientras come langostinos de forma grotesca, desocupando el exoesqueleto del animal y succionando el interior, es casi una metáfora de la forma como se desecha la piel de las mujeres cuando envejecen. Elisabeth se encuentra tan repugnante e inútil a sus cincuenta años que está dispuesta a proteger a la versión joven de sí misma, a Sue, aun cuando la ha devorado irreversiblemente. Solo porque Sue es la única que merece amor de parte de esa sociedad cruel. Es paradójico cuando la propia Sue cae en la misma trampa social, pero es ahí cuando vemos que el enemigo es interno, y no afecta solo a las mujeres de cincuenta años, compete a todas las mujeres que están inmersas en una sociedad con estándares de belleza casi imposibles y, de cierta forma, distorsionados y monstruosos.

La fotografía y dirección de arte de esta película se atan a la perfección con este discurso de la belleza y la percepción. En el color, con el uso del azul y el rosado como representación de los dos polos del personaje, y un gabán amarillo que los ata. Y en la fotografía, con unos primeros planos de lente gran angular invasivos, que se sienten como si quien mira a la protagonista pudiera ver cada poro de su piel, y con los planos cenitales que minimizan al personaje, al igual que la sociedad a su alrededor. La directora dispone la escena para aquel momento triunfal, cuando el monstruo es revelado al público que lo aclamaba, y es rechazado sin piedad. Pero, como suele suceder en las mejores películas, el verdadero triunfo está cuando la pantalla se pone negra, casi como un espejo. Y podemos jurar que en aquel reflejo vemos una arruga que ayer no estaba, y que tendremos que esconder de alguna forma hoy, para ser más perfectas, más bellas, más jóvenes, más dignas de ser amadas. Nuestra mejor versión.

*Comunicadora Social con énfasis en Producción Audiovisual y Maestría en Creación Literaria. Colaboradora de El Espectador y creadora del blog Bien Está Lo Que Bien Acaba (bienestaloquebienacaba.wordpress.com) donde realiza reseñas de películas, ofreciendo análisis profundos y perspectivas únicas.

Por Alejandra Cuberos Gómez*

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