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Neo Zapping: nuevo culto al mismo dios catódico

El crítico de la columna de cine Cuadro por cuadro y un ensayo a partir de su experiencia con las plataformas de streaming.

Deivis Cortés * / Especial para El Espectador
03 de octubre de 2024 - 03:00 p. m.
El columnista cuenta que la primera serie de la era streaming, House of cards, la vio gracias a la piratería mucho antes de tener cuenta en Netflix. En la imagen, Diane Lane, Constance Zimmer, Robin Wright, Patricia Clarkson and Nini Le Huynh en el lanzamiento de la sexta temporada de House of cards en Los Ángeles hace seis años.
El columnista cuenta que la primera serie de la era streaming, House of cards, la vio gracias a la piratería mucho antes de tener cuenta en Netflix. En la imagen, Diane Lane, Constance Zimmer, Robin Wright, Patricia Clarkson and Nini Le Huynh en el lanzamiento de la sexta temporada de House of cards en Los Ángeles hace seis años.
Foto: AFP - Rachel Murray

1.

Las plataformas de streaming están recuperando el zapping. La existencia de un catálogo siempre disponible genera un efecto zapping de segunda categoría (subzapping) y, al mismo tiempo, un nuevo tipo de zapping (neozapping), uno evolucionado, con esteroides, elevado a la N potencia. La disponibilidad latente de otros contenidos distintos al que uno está viendo o al que tiene planeado consumir, es similar al fenómeno que tenía lugar en el mundo catódico: el televidente pensaba que por cada segundo que pasaba sin cambiar de canal, por cada instante que permaneciera consumiendo productos de una sola fuente, se estaba perdiendo de contenidos potencialmente mejores que aquellos que lo esperaban en otros canales. La posibilidad latente de esas otras imágenes, sonidos, textos, historias y personajes potencialmente mejores, esperaban al televidente con la ansiedad del corredor que aguarda el pistoletazo de partida, lo esperaban y al mismo tiempo lo incitaban a sentirse culpable por haberse quedado quieto, por estancarse y haber dejado de cambiar, por elegir un canal por encima de otro, por encima del resto, por encima de todos: una opción sobre la posibilidad de algo más. (Recomendamos otro ensayo de Deivis Cortés sobre la obra del escritor Paul Auster)

Jerry Seinfeld lo expresó mejor que nadie: “Algunas personas quieren ver qué hay en TV, otros quieren ver qué más hay en televisión”. Valga decir que la serie Seinfeld la vi en DVD y no transmitida por televisión abierta con otros canales latiendo bajo la superficie catódica y tentándome para caer en eso que el mismo comediante denunciaba. De cualquier forma, el punto es claro: ese deseo por el “qué más hay” propio del zapping catódico sobrevivió íntegro al consumo en plataformas; no importa si estoy viendo un contenido prometedor o garantizado, lo que importa es que por ver una sola cosa, estoy dejando de ver otras (el resto) y eso me hace sentir culpable: estoy desperdiciando la plataforma por no estar explorando/consumiendo el catálogo entero. Netflix, Max o Prime, además de almacenar contenidos, funcionan también como contenedores de ansiedades, posibilitadores de nuevos tipos de neurosis o de neurosis ancestrales con nuevos ropajes. Tal vez por eso sentimos esa necesidad de estar guardando cosas en la lista. Guardar varios títulos de interés en la lista de favoritos es una declaración de intenciones que puede salvarnos del juicio final. Si demostramos que teníamos la intención de ver tal o cual título (o paquete de títulos), al menos nadie va a criticarnos por subtutilizar la plataforma. El problema se da cuando descubrimos el efecto placebo que se esconde tras la lista: nos conformamos con guardar en lugar de ver y sentimos que tener una lista llena de títulos es mejor que una memoria llena de experiencias audiovisuales.

Las plataformas tienen (o han tenido) clásicos como Ninotchka (1939), Marnie (1964), The Wild Bunch (1969), Rancho Notorius (1952) o Ford Apache (1948), clásicos por los que yo habría matado en la época del DVD, pero da igual porque saber que están ahí hace que me interesen menos. Primero tiene lugar la satisfacción de saber que podré ver tal película legendaria sobre la que leí, pero que no era tan fácil de conseguir hace veinte años; también podré repetir tal título legendario que en su momento vi en una calidad muy baja. Eso es cierto. Esa satisfacción existe y es la que motiva agregar el título a la lista. Lo que termina sucediendo es que ver esos títulos tan disponibles y al alcance de todos, les resta valor. Tener acceso a esos clásicos con tanta facilidad y sin la solemnidad del objeto físico difícil de conseguir, sustrae el aura, la pátina y el prestigio que lo configura como clásico. El acceso fácil hace que sean menos clásicos: Ciudadano Kane está a la misma altura que la última película con Vin Diesel. Los clásicos ya no son joyas de la historia del cine, ahora son contenidos; contenidos de cine clásico, pero contenidos al fin y al cabo. Y tener esa característica tan vehicular (como lo son también los videos de YouTube y las stories de Intagram) hace que las películas y series que se catalogaban con ese epíteto tan sobreutilizado, ganen en asequibilidad, pero pierdan en aura, prestigio y valor emocional. Tenemos acceso a los contenidos (clásicos) y podemos verlos. Pero dado que son apenas contenidos, tampoco causa ninguna culpa ignorarlos o dejarlos pasar.

Y esa misma ansiedad del neozapping empezó a afectar mis rutinas de consumo analógico. Ya no era capaz de ver una película completa en DVD. Me sentaba a ver cualquier clásico y a la media hora ya estaba tenso y ansioso, sudando frío, pensando que por estar viendo este producto, en un aparato de otra época y aislado por completo del internet, me estaba perdiendo de algún nuevo episodio, de alguna nueva película estrenada en alguna plataforma, incluso puede que ese mismo contenido que estaba viendo en DVD se estuviera estrenando en alguna plataforma y yo me sentía culpable por estármelo perdiendo justamente por estarlo viendo en un formato predecesor.

El fenómeno tocó techo cuando noté que en el catálogo de Amazon Prime hay varias películas de Woody Allen, pero muchas de ellas están dobladas al españolete y no están subtituladas. Las plataformas ofrecen una experiencia más pobre que la de los DVDs piratas mal quemados: ofrecen contenido, pero en condiciones inferiores a las óptimas; lejos de ofrecer todas las opciones posibles para consumir el producto, ofrecen solo las condiciones mínimas (doblado y sin subtítulos) que permiten ahorrar espacio en servidores, espacio que necesitan despejar para incluir la siguiente novedad.

Las plataformas lograron una democratización similar a la que años antes consiguió la piratería, solo que en un contexto más veloz y con menos intermediarios. Ya no parece haber pobres ni ricos. Todos pueden pagar acceso a las plataformas y quienes no pueden (o eligen no hacerlo) ven los contenidos usando el streaming ilegal de cuevana y de páginas similares. La gente ya no se preocupa por descargar o piratear lo que no puede conseguir en plataformas, porque el imaginario colectivo asume que si no se puede ver online, es porque no existe o porque no vale la pena verlo. Netflix está en boca de todo el mundo como el canal de televisión abierta más común en cada país. Netflix es el nuevo Canal Caracol.

2.

Cuando me dispongo a ver alguno de estos clásicos, me emociona la posibilidad de llenar vacíos filmográficos, pero en cuanto empieza la reproducción dentro del navegador y haciendo apenas un par de clics, todo es tan sencillo que hace que sea difícil tomármelo en serio. Mi cerebro lo sabe y por eso se pone en plan “estoy viendo televisión” en lugar de configurarse en modo “estoy viendo un clásico de Hitchcock”. Y por eso me quedo frecuentemente dormido después del minuto sesenta. No solo porque los tiempos que corren nos acostumbran a concentrarnos durante máximo una hora (lo que suele durar el episodio de una serie), sino porque el cerebro sabe que está viendo televisión y tiene en su programación un comando claro: se ve televisión nocturna para dormir, se ve televisión para amoblar la estancia ante la inminente llegada de Morfeo. Me duermo, pero la película sigue discurriendo y su banda sonora se infiltra en mis sueños. Mi inconsciente trata de codificar oníricamente la información que recibe y se esfuerza por darle un sentido narrativo a esos datos: a veces crea escenas donde estoy parchando con algunas personas y de repente alguien propone empezar a citar líneas de películas y otro dice que sí, que acepta el juego, pero que solo si son líneas de Marnie, el mismo clásico que dejé hablando solo en el mundo de la vigilia. Y empiezan a recitar los diálogos y yo me siento excluido porque no me dejan participar del juego, uno habla y el otro responde y luego el primero habla de nuevo y ninguno me pasa la pelota discursiva para que yo también juegue. Cuando despierto, entiendo que era un castigo merecido: no pude participar porque me quedé dormido viendo la película y aunque mis oídos son los que están captando los diálogos que esos personajes oníricos reciben, merezco quedar relegado por grosero e irresponsable y entiendo que esos personajes oníricos nunca se quedarían dormidos viendo Marnie y de hecho la han visto tantas veces que por eso son capaces de recitar los diálogos de memoria.

Intento ver la película al día siguiente y en la memoria de la plataforma ha quedado registrado que ya la vi. La plataforma no ha detectado que me quedé dormido y, desde su punto de vista, si yo le doy PLAY de nuevo a la película, es porque quiero repetírmela. La plataforma me incluye en una base de (mata)datos en la que figuro como repetidor de películas. No me esfuerzo por sacarla de su error.

3.

“Se ha producido un error en el pago a la suscripción a Prime Video. Actualiza tu método de pago predeterminado”. Prime Video era una plataforma a la que tenía acceso gracias a la generosidad de mi hermano y su esposa, cuya tarjeta de crédito estaba registrada para los pagos. Cuando la plataforma notificaba que no se había registrado el pago del último mes, yo sabía que me quedaban pocos días y pocas horas de Prime Video. El letrero aparecía en un recuadro rojo amenazante, pero no cortaban el suministro de entretenimiento inmediatamente. Lo dejaban durante algunos días como una advertencia comedida, como un llamado a la cordura consumista del buen pagar. Era como una palmada suave en el canto de la mano o como un jalón de orejas gentil con posibilidad de convertirse en caricia. No cortaban de inmediato, pero era probable que suspendieran el servicio a los pocos días de haber aparecido el letrero. También sabía que el servicio no regresaría hasta que reuniera el valor suficiente para hablar con mi hermano y pedirle que, por favor, volvieran a pagar porque me urgía ver determinada serie o determinado documental “por cuestiones laborales”. Casi siempre era cierto, aunque en no pocas ocasiones inventé algún encargo del periódico o estar inmiscuido en algún proyecto investigativo que requería el visionado urgente de tal o cual producto que solo se conseguía en esa plataforma, producto que igual podría descargar por torrents, pero como ya estaba contaminado por la pereza del consumidor actual de streaming, mi cerebro se empeñaba en convencerme de esa imposibilidad: si no lo puedo ver en esta plataforma, no lo podré ver en ninguna parte.

Prime Video se convertía en mi prioridad. Todos los contenidos de la lista de Max o de Paramount Plus, la lista de pendientes de Star Plus, de Disney, de Apple TV y de Netflix pasaban a un segundo plano. Todos los DVDs pendientes y todos los archivos sin ver del disco duro perdían interés. En cambio, los contenidos de Prime Video, gracias a esta amenaza de corte y cancelación, de repente aparecían cubiertos de valor y urgencia: eran los únicos títulos que valía la pena ver justamente porque iban a dejar de estar disponibles pronto. Y entonces ese listado de “ver más tarde” que yo sabía que era pura carreta especulativa, puro antojo de acumulador, cobraba también valor y dejaba de ser una lista de “aguanta verlo más tarde” para pasar a ser una lista de “tienes que verlo ya antes de que hagan el corte”. El listado cobraba relevancia como si fuera un listado de productos de primera necesidad en un contexto postapocalíptico y yo empezaba a ver esos contenidos con urgencia, hambre y un interés genuino motivado por el temor a quedarme sin la plataforma, como quien se cepilla los dientes varias veces después de asomarse por la ventana y ver que el empleado del acueducto viene a pocas cuadras para cortar el suministro. Temía que mi hermano se peleara con su esposa y discutieran sobre por qué seguían pagando una plataforma que prácticamente solo usaba yo, justo la persona más alejada de la familia.

Era un deadline que no dibujaba la línea con plena definición. No era estable ni fijo ese lapso entre la primera advertencia y el corte definitivo. No ocurría al día siguiente, ni dos días después ni media semana después. El corte solía tener lugar entre los dos y los siete días sin llegar nunca a ser predecible. No obstante, ese pre aviso me hacía valorar mucho más la plataforma y me hacía pensar que esos contenidos que yo había dado por sentado, podrían dejar de estar disponibles al cabo de veinticuatro horas y esa potencial “no disponibilidad” les devolvía valor, les devolvía cierta aura, como si esos mismos contenidos estuvieran retrasados en los pagos de su proveedor de auras y finalmente hubieran pagado la cuota que los ponía al día o como si el aura y el prestigio de los clásicos fuera una especie de fenómeno óptico parecido al arcoíris que solo se activaba con la llovizna de la cancelación latente.

El pago no se hizo y la plataforma dejó de estar disponible. Y entonces empecé a experimentar el síndrome de abstinencia: la no disponibilidad de los contenidos me hacía pensar que eran los únicos que valía la pena ver. Y aunque tuviera acceso a Max, a Paramount, a Netflix, a Disney, a Apple TV, a mis discos duros y a mis DVDs, lo que se me antojaba (necesitaba) ver en ese momento era eran esos contenidos de Prime Video a los que no tenía acceso: me antojaba de ver Preacher, The Marvelous Mrs. Maisel, The Devils Hour, Transparent, Upload, Undone, Reacher, Fleabag, Sneaky Pete… me antojaba de verlos justamente porque no podía verlos. Antes de las plataformas, cualquier cosa de la que me antojaba la descargaba y la veía sin más. De hecho, la primera serie de la era streaming (House of cards) la vi gracias a la piratería mucho antes de tener cuenta en Netflix. Pero mi yo de 2024 ya estaba permeado por los hábitos de consumo del espectador actual: aunque tenía acceso a torrents para descargar casi cualquier contenido, prefería no hacerlo, prefería esperar a que mi hermano resolviera los asuntos con su esposa y a que la plataforma estuviera de nuevo a mi alcance. Esperaba tener de nuevo acceso legal a la plataforma para que esos contenidos tan añorados, volvieran a estar disponibles para darlos por sentado, subestimarlos e ignorarlos de nuevo.

* Deivis Cortés Pulido es realizador y analista audiovisual, magíster en Escrituras Creativas, extra con parlamento en Con Ánimo de Ofender (serie web) y es crítico de cine en El Espectador.

Por Deivis Cortés * / Especial para El Espectador

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