Oppenheimer: el silencio que condena
Sabemos como continúa la historia. Sabemos lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki. Ya no hay suspenso, hay resignación.
Alejandra Cuberos Gómez
Ya se ha vuelto usual que cada película de Christopher Nolan genere una expectativa particular en el público. Es de los pocos directores que logran llamar la atención de todo tipo de espectadores, desde los autodenominadnos “cinéfilos” hasta los que van a cine principalmente por la comida. Pero en esta ocasión hay algo más. El revuelo no es solo por el director, ni por el elenco estelar que nos presenta en pantalla. Es porque es Oppenheimer. El padre de la bomba atómica. Debe ser una excelente película. Más que biográfica, no va a solo mostrar la historia de una de las creaciones más polémicas de la humanidad. Más que polémica, seguro va a ir más allá de la dualidad de opiniones alrededor del invento que cambió el curso de la historia. Porque no es solo Nolan. Y no es solo Oppenheimer. Es Christopher Nolan contando la historia de Robert Oppenheimer.
Le invitamos a leer: El colombiano que trabajó en “Oppenheimer”
El efecto es extraño. De alguna forma, y guardadas las proporciones, se entra a la sala de cine de la misma forma que los científicos convocados por Oppenheimer se vincularon al Proyecto Manhattan. Con grandes expectativas pero sin saber muy bien qué esperar. Y las expectativas no se cumplen; se eliminan, se remplazan, y se superan. Es una reacción química. Una que toca esperar tres horas para que haga efecto, pero que una vez se desencadena es irreversible.
Lo primero que golpea es la imagen. La textura de la cinta que se percibe en la pantalla. Este detalle hace que la fotografía sea tangible. Ya sea vista en IMAX o en una sala regular, el celuloide se siente cercano, íntimo, individual. La imagen se contrasta con el sonido, majestuoso desde el primer momento. Al igual que en Dunkirk, en esta película el diseño sonoro hace la mitad del trabajo. No solo ambienta, sino que atrapa, secuestra, manipula. Aunque Hans Zimmer siempre va a hacer falta en el trabajo de Nolan, Ludwig Göransson convierte, con su composición, una película en un evento cinematográfico.
Además: Oppenheimer, un ladrón de fuego
El escenario está listo. Solo falta la historia. El personaje. El mito. Cillian Murphy no defrauda. La historia que nos han enseñado en blanco y negro, entre el bien y el mal, la vemos como la vio el hombre que la vivió. Con todos sus matices. Totalmente a color. Se nos presenta la mente de aquel “destructor de mundos” de la misma forma en que él experimentaba todo, como reacciones químicas que solo son tangibles en su cerebro. Nolan resalta la profesión de “físico teórico” con la forma como funciona la mente del científico. Su certeza frente al mundo viene del balance de aquellas visiones abstractas que experimenta. Es por esto que es tan impactante la forma en que se van corrompiendo estas visiones a medida que los alcances de la bomba atómica se vuelven más tangibles en la mente de Oppenheimer. Esto es lo que finalmente lo desequilibra, su propia mente, lo único en lo que realmente confía.
Los personajes que rodean a Oppenheimer están todos vistos desde el lente de él. La percepción que recibimos de las mujeres que hacían parte de la vida del científico está limitada por la trascendencia que tenían en su vida. El único personaje que podemos conocer a fondo desde una mirada objetiva es Lewis Strauss. En blanco y negro vemos como Strauss es juzgado por su relación con Oppenheimer, y cómo el niega haber orquestado el juicio que acabo con la reputación del científico, acusándolo, no por haber creado uno de los inventos más perjudiciales de la historia de la humanidad, sino por ser comunista. Absurdo, como la bomba misma.
Al final queda solo ese silencio. En el momento en que la bomba de prueba, la que hasta el momento de su explosión no es seguro si va a acabar con la humanidad, explota, todo cambia. El silencio encapsula el suspenso del cambio, el instante en que aun somos ignorantes a la catástrofe. La posibilidad de que la física permanezca en la cabeza del genio, y siga siendo una simple teoría. Es ahí donde la dualidad de la situación se hace cada vez más evidente. Solo porque la bomba se puede crear, ¿se debería crear? Ya es muy tarde, ya está hecho.
Sabemos como continúa la historia. Sabemos lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki. Ya no hay suspenso, hay resignación. Como Einstein mismo le dice a Oppenheimer, ahora solo queda afrontar las consecuencias de su idea brillante. Lo inquietante es que parece que Einstein no se lo dijera solo al padre de la bomba atómica, sino a todo el público frente a la pantalla. Nos toca a todos vivir bajo la incertidumbre del invento, y de los inventos que podrían seguirle. Y nos quedamos en el mismo silencio que aquellos que presenciaron la prueba en Los Alamos, viendo la explosión, esperando que su estruendo nos impacte.
Ya se ha vuelto usual que cada película de Christopher Nolan genere una expectativa particular en el público. Es de los pocos directores que logran llamar la atención de todo tipo de espectadores, desde los autodenominadnos “cinéfilos” hasta los que van a cine principalmente por la comida. Pero en esta ocasión hay algo más. El revuelo no es solo por el director, ni por el elenco estelar que nos presenta en pantalla. Es porque es Oppenheimer. El padre de la bomba atómica. Debe ser una excelente película. Más que biográfica, no va a solo mostrar la historia de una de las creaciones más polémicas de la humanidad. Más que polémica, seguro va a ir más allá de la dualidad de opiniones alrededor del invento que cambió el curso de la historia. Porque no es solo Nolan. Y no es solo Oppenheimer. Es Christopher Nolan contando la historia de Robert Oppenheimer.
Le invitamos a leer: El colombiano que trabajó en “Oppenheimer”
El efecto es extraño. De alguna forma, y guardadas las proporciones, se entra a la sala de cine de la misma forma que los científicos convocados por Oppenheimer se vincularon al Proyecto Manhattan. Con grandes expectativas pero sin saber muy bien qué esperar. Y las expectativas no se cumplen; se eliminan, se remplazan, y se superan. Es una reacción química. Una que toca esperar tres horas para que haga efecto, pero que una vez se desencadena es irreversible.
Lo primero que golpea es la imagen. La textura de la cinta que se percibe en la pantalla. Este detalle hace que la fotografía sea tangible. Ya sea vista en IMAX o en una sala regular, el celuloide se siente cercano, íntimo, individual. La imagen se contrasta con el sonido, majestuoso desde el primer momento. Al igual que en Dunkirk, en esta película el diseño sonoro hace la mitad del trabajo. No solo ambienta, sino que atrapa, secuestra, manipula. Aunque Hans Zimmer siempre va a hacer falta en el trabajo de Nolan, Ludwig Göransson convierte, con su composición, una película en un evento cinematográfico.
Además: Oppenheimer, un ladrón de fuego
El escenario está listo. Solo falta la historia. El personaje. El mito. Cillian Murphy no defrauda. La historia que nos han enseñado en blanco y negro, entre el bien y el mal, la vemos como la vio el hombre que la vivió. Con todos sus matices. Totalmente a color. Se nos presenta la mente de aquel “destructor de mundos” de la misma forma en que él experimentaba todo, como reacciones químicas que solo son tangibles en su cerebro. Nolan resalta la profesión de “físico teórico” con la forma como funciona la mente del científico. Su certeza frente al mundo viene del balance de aquellas visiones abstractas que experimenta. Es por esto que es tan impactante la forma en que se van corrompiendo estas visiones a medida que los alcances de la bomba atómica se vuelven más tangibles en la mente de Oppenheimer. Esto es lo que finalmente lo desequilibra, su propia mente, lo único en lo que realmente confía.
Los personajes que rodean a Oppenheimer están todos vistos desde el lente de él. La percepción que recibimos de las mujeres que hacían parte de la vida del científico está limitada por la trascendencia que tenían en su vida. El único personaje que podemos conocer a fondo desde una mirada objetiva es Lewis Strauss. En blanco y negro vemos como Strauss es juzgado por su relación con Oppenheimer, y cómo el niega haber orquestado el juicio que acabo con la reputación del científico, acusándolo, no por haber creado uno de los inventos más perjudiciales de la historia de la humanidad, sino por ser comunista. Absurdo, como la bomba misma.
Al final queda solo ese silencio. En el momento en que la bomba de prueba, la que hasta el momento de su explosión no es seguro si va a acabar con la humanidad, explota, todo cambia. El silencio encapsula el suspenso del cambio, el instante en que aun somos ignorantes a la catástrofe. La posibilidad de que la física permanezca en la cabeza del genio, y siga siendo una simple teoría. Es ahí donde la dualidad de la situación se hace cada vez más evidente. Solo porque la bomba se puede crear, ¿se debería crear? Ya es muy tarde, ya está hecho.
Sabemos como continúa la historia. Sabemos lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki. Ya no hay suspenso, hay resignación. Como Einstein mismo le dice a Oppenheimer, ahora solo queda afrontar las consecuencias de su idea brillante. Lo inquietante es que parece que Einstein no se lo dijera solo al padre de la bomba atómica, sino a todo el público frente a la pantalla. Nos toca a todos vivir bajo la incertidumbre del invento, y de los inventos que podrían seguirle. Y nos quedamos en el mismo silencio que aquellos que presenciaron la prueba en Los Alamos, viendo la explosión, esperando que su estruendo nos impacte.