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Prefacio
La vida de Robert Oppenheimer —su carrera, su reputación, incluso la percepción de su propia valía— de repente se desbocó sin control cuatro días antes de la Navidad de 1953. «No puedo creerme lo que me está pasando», exclamó mientras miraba por la ventanilla del coche que lo llevaba a toda prisa a Georgetown, Washington D.C., a casa de su abogado. (Le puede interesar: Dónde y cuánto cuesta ver la película sobre Oppenheimer).
En pocas horas tenía que tomar una decisión crucial. ¿Dimitiría de su puesto de consejero del Gobierno? ¿O debía rebatir los cargos que se le imputaban en la carta que Lewis Strauss, presidente de la Comisión de Energía Atómica (CEA), le había entregado de sopetón aquella misma tarde? En ella lo informaban de que, tras volver a revisar su historial y sus filiaciones políticas, se lo declaraba una amenaza para la seguridad nacional, y enumeraban treinta y cuatro cargos que iban desde lo absurdo («consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino») hasta lo político («desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno»).
Curiosamente, desde que se arrojaron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer albergaba la vaga sensación de que en su camino lo esperaba algo oscuro y ominoso. Unos años antes, a finales de la década de 1940, cuando se había convertido en una figura verdaderamente emblemática en la sociedad estadounidense como el científico y el consejero político más respetado y admirado de su generación —había incluso aparecido en la portada de las revistas Time y Life—, leyó el relato «La bestia en la jungla», de Henry James. Se quedó impresionado por esa narración obsesiva de egolatría atormentada en la que al protagonista lo persigue la premonición de que «algo raro y extraordinario, posiblemente prodigioso y terrible, le sucedería tarde o temprano». Fuera lo que fuera, estaba seguro de que lo «arrollaría».
A medida que crecía la marea anticomunista en los Estados Unidos de la posguerra, Oppenheimer cada vez tenía más claro que lo acechaba «una bestia en la jungla». Lo citaban ante los comités de investigación congresuales dedicados a la caza de rojos, el FBI tenía pinchados los teléfonos de su casa y de su despacho, la prensa publicaba historias difamatorias acerca de su pasado político y sus filiaciones; todo ello le producía la sensación de que iban a por él. Las actividades izquierdistas que había llevado a cabo en la década de 1930 en Berkeley, combinadas con la oposición que había mostrado en la posguerra ante los planes de las Fuerzas Aéreas, que pretendían lanzar bombas atómicas de forma masiva y estratégica —planes que él calificaba de genocidas—, enfurecieron a muchas figuras poderosas de Washington, entre los que se encontraban J. Edgar Hoover, el director del FBI, y Lewis Strauss.
Aquella noche, en Georgetown, en casa de Herbert y Anne Marks, Oppenheimer sopesó las alternativas que se le ofrecían. Herbert no solo era su abogado, sino también uno de sus mejores amigos, y su mujer, Anne Wilson Marks, había sido secretaria suya en Los Álamos. Esta se dio cuenta de que aquella noche Oppenheimer parecía encontrarse «en un estado anímico que rozaba la desesperación». No obstante, después de hablar largo y tendido, el físico concluyó, quizá tan resignado como convencido, que, por muy mal dadas que vinieran las cartas, no podía quedarse de brazos cruzados frente a aquellos cargos. De modo que, con ayuda de Herb, redactó una carta dirigida al «Querido Lewis» en la que señalaba que este lo incitaba a dimitir. «Me sugieres como solución posible y deseable que solicite la terminación de mi contrato como asesor de la comisión [de Energía Atómica], y así evitar que se consideren explícitamente los cargos». Oppenheimer dijo que ya había valorado seriamente esa posibilidad, y «[b]ajo las circunstancias presentes —continuaba—, llevar adelante esa acción significaría que acepto que no soy adecuado para servir a este Gobierno, al cual he servido durante doce años, y que convengo en ello. No puedo hacer eso. Si no valiera para la tarea, difícilmente podría haber servido a nuestro país como lo he intentado hacer, ni haber sido director de nuestro instituto de Princeton, ni haber hablado, como he hecho en más de una ocasión, en nombre de nuestra ciencia y nuestro país».
Al final de la velada, Robert estaba exhausto y abatido. Después de varias copas, se retiró arriba, al cuarto de invitados. Al cabo de unos minutos, Anne, Herbert y Kitty, la mujer de Robert, que lo había acompañado a Washington, oyeron un «golpe fortísimo». Corrieron escaleras arriba; la habitación estaba vacía, y el cuarto de baño, cerrado. «No podía abrir la puerta —dijo Anne—, y Robert no contestaba».
Se había caído al suelo de tal manera que bloqueaba la puerta. Poco a poco fueron abriéndola, empujando el cuerpo inconsciente. Cuando Robert volvió en sí, «solo balbuceaba», recordó Anne. Dijo que se había tomado una de las pastillas de Kitty para dormir. «No dejen que se duerma», les exhortó un médico por teléfono. Así que durante casi una hora, hasta que llegó el médico, le hicieron caminar y beber sorbitos de café.
La «bestia» de Robert se había abalanzado sobre él; acababa de comenzar el calvario que terminaría con su carrera en servicio del Gobierno y que también, paradójicamente, consolidaría su renombre y afianzaría su legado.
En el camino que recorrió desde Nueva York hasta Los Álamos (Nuevo México) —desde la oscuridad hasta la fama—, Robert fue partícipe de las grandes batallas y triunfos de la ciencia, la justicia social, la guerra y la Guerra Fría del siglo xx. En el viaje lo guiaron su extraordinaria inteligencia, sus padres, sus profesores de la Escuela por la Cultura Ética y sus vivencias de juventud. Empezó a desarrollarse en el ámbito profesional en la década de 1920 en Alemania, donde estudió física cuántica, una ciencia nueva que adoraba y de la que hacía proselitismo. En los años treinta, mientras contribuía a consolidar la Universidad de California (Berkeley) como el centro más destacado de Estados Unidos dedicado a esa materia de estudio, las consecuencias de la Gran Depresión en el país y el auge del fascismo en el extranjero lo empujaron a trabajar activamente con amigos —muchos de ellos, simpatizantes de izquierdas o comunistas— para conseguir justicia económica y racial. Aquellos años fueron de los mejores de su vida. El hecho de que una década después se sirvieran de ellos con tanta facilidad para silenciarlo es una muestra de cuán delicado es el equilibrio de los principios democráticos que profesamos y cuánta atención se requiere para custodiarlos.
El suplicio y la humillación que sufrió Oppenheimer en 1954 no fueron una excepción en la época de McCarthy, pero como acusado era único. Era el Prometeo de Estados Unidos, «el padre de la bomba atómica», el hombre que había liderado la empresa de arrebatar a la naturaleza el impresionante fuego del sol para dárselo a su país en tiempos de guerra. Después había hablado con sensatez acerca de sus peligros y con esperanza acerca de sus beneficios potenciales, y más tarde, rayando en la desesperación, había criticado las propuestas de guerra nuclear que defendían los militares y promovían los estrategas académicos: «¿Qué debemos pensar de una civilización que siempre ha considerado la ética como parte esencial de la vida humana [pero] que no ha sido capaz de hablar de la posibilidad de matar a casi todo el mundo salvo en términos prudentes y de teoría de juegos?».
A finales de la década de 1940, a medida que se deterioraban las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Oppenheimer se obstinó en plantear cuestiones problemáticas sobre armas nucleares, lo cual perturbó en gran medida a los dirigentes de seguridad nacional de Washington. El regreso de los republicanos a la Casa Blanca en 1953 colocó en posiciones de poder a los defensores de las represalias nucleares masivas, como Lewis Strauss. Y tanto este como sus aliados estaban decididos a silenciar al único hombre al que creían capaz de desafiar sus estrategias políticas.
Al atacar los principios políticos y los juicios profesionales de Oppenheimer —su vida y sus valores, en realidad—, sus críticos revelaron en 1954 muchos aspectos de su carácter: sus ambiciones y sus inseguridades, su genialidad y su ingenuidad, su determinación y sus temores, su estoicismo y su desconcierto. Mucho salió a la luz en las más de mil páginas, impresas con profusa letra pequeña, de la transcripción de la Junta de Audiencias para la Seguridad del Personal de la Comisión de Energía Atómica, «In the matter of J. Robert Oppenheimer»; y, sin embargo, esta revela que sus antagonistas pudieron perforar muy poco la armadura emocional que ese complejo hombre había forjado en torno a sí desde tierna edad. Prometeo americano explora la personalidad enigmática que se escondía tras esa armadura que lo acompañó desde su infancia, la cual transcurrió en el Upper West Side de Nueva York en los años del cambio de siglo, hasta su muerte, en 1967. Se trata de una biografía profundamente personal, documentada y escrita según la creencia de que el comportamiento público de una persona y sus decisiones (y, en el caso de Oppenheimer, quizá incluso su ciencia) se rigen por las experiencias íntimas de toda una vida.
Prometeo americano, para cuya preparación ha sido necesario un cuarto de siglo, se basa en varios miles de documentos recopilados a partir de archivos y compilaciones personales nacionales e internacionales. Se vale de la ingente colección de escritos del propio Oppenheimer que se encuentra en la Biblioteca del Congreso y de miles de páginas de los registros que el FBI acumuló durante más de veinticinco años de vigilancia. Pocos hombres han sufrido tal escrutinio de su vida pública. Los lectores «oirán» sus palabras, atrapadas por las grabadoras del FBI y transcritas después. Además, puesto que los documentos escritos solo cuentan una parte de la verdad de la vida de un hombre, hemos hablado con casi un centenar de los amigos, parientes y colegas más cercanos de Oppenheimer. Muchos de los entrevistados en las décadas de los setenta y ochenta no siguen vivos, pero las historias que contaron dejan un retrato lleno de matices de un hombre extraordinario que nos introdujo en la era nuclear y luchó, sin éxito —como hemos seguido luchando—, por encontrar una manera de eliminar el peligro de esa guerra.
La historia de Oppenheimer nos recuerda también que nuestra identidad como pueblo sigue conectada íntimamente con la cultura de lo nuclear. «No nos hemos quitado la bomba de la cabeza desde 1945 —ha observado E. L. Doctorow—. Primero fue el armamento; después, la diplomacia. Ahora es la economía. ¿Cómo podemos suponer que algo tan poderoso, tan monstruoso, no va a conformar después de cuarenta años nuestra identidad? El gran gólem que hemos construido contra nuestros enemigos es nuestra cultura, la cultura de la bomba: su lógica, su fe, su visión».[1] Oppenheimer trató con valentía de desviarnos de esa cultura de la bomba intentando frenar la amenaza nuclear que él mismo había contribuido a desencadenar. Su empeño más impresionante fue concebir un plan para el control internacional de la energía atómica, que se conoció como el Informe Acheson-Lilienthal (aunque en realidad fue Oppenheimer quien lo ideó y escribió en su mayor parte). Constituye un modelo singular en favor de la racionalidad en la era nuclear.
Sin embargo, las políticas de la Guerra Fría llevadas a cabo tanto en Estados Unidos como en otras naciones condenaron el plan. A lo largo del siguiente medio siglo, Estados Unidos y una larga lista de países apoyaron la bomba. Cuando terminó el enfrentamiento, el peligro de la aniquilación nuclear pareció pasar, pero, ironías del destino, probablemente la amenaza de la guerra y el terrorismo nucleares sea más inminente en el siglo XXI que en ningún momento del pasado.
En cuanto hijos del 11-S, vale la pena recordar que, en los albores de la era nuclear, el padre de la bomba atómica nos advirtió de que era un arma de terror indiscriminado que automáticamente había hecho a Estados Unidos más vulnerable a ataques caprichosos. Cuando le preguntaron en el Senado, en una audiencia a puerta cerrada en 1946, «si tres o cuatro hombres podrían colocar bombas [atómicas] en Nueva York y volar la ciudad entera», respondió sin rodeos: «Pues claro que podrían. Nueva York se puede destruir». A la siguiente pregunta de un senador espantado, «¿Qué instrumento usaría para detectar una bomba atómica que estuviera escondida en una ciudad?», Oppenheimer contestó, irónico: «Un destornillador [para abrir hasta el último contenedor y maletín]». La única defensa ante el terrorismo nuclear es la eliminación de las armas nucleares.
Nadie hizo caso de las advertencias del físico, y al final acabaron por silenciarlo. Como aquel rebelde dios griego, Prometeo, que robó a Zeus el fuego y se lo entregó a la humanidad, Oppenheimer nos dio el fuego atómico. Pero cuando quiso controlarlo, cuando trató de hacernos conscientes de los terribles peligros que entrañaba, los poderes fácticos, como Zeus, reaccionaron con furia y lo castigaron. Como escribió Ward Evans, el miembro discrepante de la junta de la audiencia de la Comisión de Energía Atómica: negar a Oppenheimer las credenciales de seguridad era «una muesca en el escudo de nuestro país».
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debate.