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La primera vez que entendí que había nacido y vivía en un país en guerra fue mientras oía la voz pausada de un hombre que narraba los pormenores de un ataque de la guerrilla en las afueras de Bogotá a través del noticiero de televisión 24 horas. Empezaba a estudiar periodismo y tanto como los hechos me llamó la atención el timbre de la voz madura que explicaba con claridad lo sucedido y citaba las versiones de las partes enfrentadas. Me pregunté cómo hacía ese reportero para informarse y transmitir el reportaje con una calma que era sinónimo de claridad. Mi papá, al ver mi interés, dijo con certeza: “es Javier Darío Restrepo”. Lo pronunció con la misma solemnidad con que se refería al asesinado director de El Espectador, don Guillermo Cano, y a Germán Castro Caycedo por su programa Enviado Especial.
Siempre veía los informes de Javier Darío con admiración y la distancia del televidente, hasta que llegó el momento de hacer prácticas profesionales y por azar terminé asignado al cubrimiento de “orden público”, es decir a informar todos los días de los operativos de la Policía y las Fuerzas Militares contra la guerrilla y viceversa. Cuando me pidieron un tema para la tesis de grado me llegó a la mente la imagen de Javier Darío para resolver la pregunta de cómo se cubría la guerra en Colombia. Lo busqué para que me diera su testimonio y fuera el asesor de mi tesis, finalmente un manual para ser en la práctica lo que entonces se llamaba periodista judicial.
Le hice antesala varias mañanas y tardes en el edificio de Compensar, en la avenida Eldorado con avenida 68 de Bogotá. Un día salió de la sala de edición sin el afán de los demás periodistas, más bien con la representación de la serenidad. Caminó hacia mí, se sentó al lado como si tuviera todo el tiempo del mundo y me preguntó en tono confesional qué necesitaba de él. Cuando le expliqué sonrió con consideración y me puso unas tareas básicas para investigar y entender qué eran las Fuerzas Armadas gubernamentales, qué era la guerrilla y qué era el narcoterrorismo que por esos días asolaba el país. Mientras cumplía con el trabajo de campo me di cuenta por qué el respeto de mi papá por él. También todos los periodistas lo respetaban. Claro que ninguno parecía seguir su ejemplo. Gracias a su guía hice la tesis y me gradué.
Veinte años después los dos recordamos las anécdotas entre el aeropuerto de Rionegro y Medellín, donde hoy recibirá el Premio a la Excelencia Gabriel García Márquez convocado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Durante este tiempo Javier Darío Restrepo se consolidó como decano de la profesión, no sólo por su profesionalismo sino como formador de nuevas generaciones. Maestro de reportería, de televisión, de radio y de narrativa. Ha escrito una veintena de libros a través en los cuales plasmó su relación con los conflictos desde el rigor del investigador en ‘Testigo de seis guerras’ (las centroamericanas, la de las Malvinas, la del Líbano y la colombiana) hasta la construcción de la ficción en ‘Era de sangre’, la novela en la que empieza a dejar por escrito interrogantes no absueltos en sus informes como por qué, una y otra vez en una constante macabra, después de las guerras se enterraban las armas y se desenterraban por la fragilidad de los pactos de paz.
Como buen lector, siempre le gustó transitar la frontera entre filosofía, periodismo y literatura, tan enriquecedora y sinuosa. Camino a Plaza Mayor, donde hoy recibirá el máximo galardón a una vida dedicada a la información me contó que acaba de terminar otra novela en la que a través de los ojos de un periodista hace una revisión histórica del papel del prócer Antonio Nariño.
A los 82 años de edad mantiene una envidiable disciplina de investigador y, además, escribe para periódicos, edita una revista y desde hace 15 años absuelve las dudas éticas de periodistas del mundo hispanoamericano desde un consultorio virtual de la fnpi.org en el que analiza el comportamiento frente a las dudas de lo que llama “la verdad provisional y fragmentada del periodista” y la forma cómo utilizar a favor las nuevas tecnologías de la comunicación. Todo con la misma tranquilidad con que lo oía haciendo sus reportes de última hora en televisión, cuando no existía internet ni globalización informativa.
Con la autoridad de la experiencia y el buen ejemplo reclama el regreso de los periodistas a la calle, al trabajo de campo, a las raíces del oficio. Le molesta ver cada vez más reporteros anclados a los escritorios, amparados en la “inmediatez” e “infalibilidad” que le atribuyen a las redes sociales. El ritmo vertiginoso de las comunicaciones de hoy es para él sinónimo de desinformación. A los nuevos verbos digitales, chatear, twittear y feisbuquear, él les antepone otros que parecen refundidos en el caos: investigar, confrontar, interpretar, argumentar, reflexionar, contextualizar.
Su método es que la calentura se enfrenta con cabeza fría, con el criterio pulido por la lectura y la escritura, por la relectura y la reescritura. Que el mayor patrimonio del periodista es su nombre, como pedía su amigo y también admirador, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, y por tanto vive a distancia del poder, de los cocteles, de las vanidades.
No niega que la exaltación de hoy lo hace feliz, porque proviene del legado de García Márquez, el hombre que le dio un merecido lugar al “mejor oficio del mundo”. Él está en la lista de los que mejor honran la profesión. Javier Darío Restrepo sufrió un infarto hace cuatro años y también sufre del oído, pero nunca ha perdido la capacidad de sorprenderse y conmoverse, ni el equilibrio periodístico. Lleva más de medio siglo informando a carta cabal. Más que las cuatro pastillas que toma cada mañana, lo mantiene vivo el ejercicio intelectual y, sobre todo, la tranquilidad del deber cumplido.