Yo estuve en… la noche que ganó “Parasite”
Las estrellas brillan más en la noche de los Premios Óscar, pues todos los focos están sobre ellas; pero no hay mucho por decir sobre la ceremonia: vestidos hermosos y gente sonriendo siempre. Pasando la calle del teatro Dolby la historia es diferente.
Camilo Gómez Forero
Cada vez que tengo la oportunidad de viajar hago lo mismo: me salto las clásicas paradas turísticas muy conocidas, y seguro abarrotadas de personas, y armo mi propio plan para visitar locaciones de películas. Puede parecerles una bobada a muchos, pero me fascina ver el escenario real de algo que vi en pantalla, para comparar la profundidad y los colores, y me emociona saber que por ahí estuvo alguien a quien admiro mucho. Una vez en Chicago me perdí por buscar la calle donde el Joker de Heath Ledger tiene esa icónica escena en la que lo capturan en El caballero de la noche. Valió la pena. Mientras unos veían el semáforo cambiar como si nada, yo solo pensaba en que Christopher Nolan había mandado a hacer voltear un camión gigantesco en ese lugar.
La noche antes de la ceremonia de los Premios Óscar de este año, a la primera que voy y, según me dijeron, a la primera que iba alguien de la redacción de El Espectador, fui al Observatorio Griffith en Los Ángeles a repetir los pasos de Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) en La La Land, y terminé comiendo, con los poquísimos dólares que tenía, en Smoke House, el restaurante donde arranca oficialmente su historia de amor en el filme de Chazelle con Sebastian tocando esa emblemática melodía en su piano. Un día antes había ido a cenar a Musso & Frank Grill, donde Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt) comienzan su aventura en la más reciente historia de Tarantino. Los Ángeles tiene eso: muchísimas locaciones famosas que quedaron plasmadas en el cine. Por eso, para muchos, es una ciudad de película, una fantasía de lugar. Y eso es precisamente: una fantasía. Porque su realidad es otra.
Mi primer recuerdo de Los Ángeles es el de un hombre en silla de ruedas, sin piernas, escabulléndose en un bote de basura para buscar residuos de alimentos y también plástico para venderlo después. Tenía un aspecto muy similar al del teniente Dan de Forrest Gump, debo decir. En muchas, muchísimas, esquinas por las que crucé estaban alojadas tiendas de campaña, tan coloridas como La La Land, en donde se quedaban a pasar la noche personas de todo tipo. A mí nada de esto me tomó por sorpresa. No es que se me hubiera derrumbado la imagen que tenía de la ciudad. De hecho, este era el segundo propósito de mi viaje. El primero, obviamente, era cumplir el sueño de vivir unos Óscar en vivo.
Debo aclarar que yo no soy periodista cultural; yo escribo sobre asuntos internacionales y me especialicé en cubrir lo que pasa en Estados Unidos. Pero, además de mi trabajo, me gustan mucho el cine y la música. De hecho, me gusta mezclar, cuando se puede, esas dos pasiones u otros lenguajes para explicar cosas más serias con ejemplos cotidianos. Cuando se da es muy grato. Y no soy el único. Una amiga habla de Frozen II como si fuera una historia sobre paramilitarismo. Su paralelo tiene sentido si la ven de nuevo. El punto es que meses antes de viajar había escrito sobre la crisis de personas sin hogar en el país, un problema que no es reciente, pero que ha empeorado en los últimos años.
Una de las razones de esta crisis, para no extenderme mucho, es la escasez de vivienda con precios accesibles para los ciudadanos, sumado a salarios muy bajos en la población. Pasa en todas las ciudades principales. Hay casos en los que aunque una persona tenga dos empleos no puede costear el arriendo de un apartaestudio, así que se ve obligada a vivir en la calle.
Busqué la historia de una mujer que trabajaba en Lyft (un aplicación similar a Uber) que había decidido vivir en su automóvil. Es decir, su oficina de trabajo se había vuelto también su refugio. No la encontré. No solo me jugó en contra que no tenía dinero, sino que no tenía tiempo y eso era peor. Fui muy ambicioso para querer grabar un minicorto en tres días sin presupuesto, solo, contrarreloj y además sin equipo. Solo llevaba mi celular. Deambulando por ahí, buscando más locaciones de películas, me quedé hablando con Astor, un habitante de calle. Para el resto del mundo es invisible. No solo vi cómo lo maltrataban y le gritaban, sino cómo lo ignoraban. Lo único que le decían era que buscara trabajo e hiciera algo con su vida. Como si fuera tan fácil. Sobrevivía limpiando vidrios. De él solo me llevé un pequeño video. Nunca lo publiqué.
La pandemia empeoró la situación. Ocho millones de estadounidenses entraron a la pobreza desde mayo. Miles de familias hicieron cola en estos meses en los bancos de alimentos del gobierno para poder abastecerse. Vivieron de la caridad. Y ahora mismo todo esto se me hace importante recordarlo. El pueblo la está pasando realmente mal. A finales de este mes se vencían las moratorias que dieron los arrendatarios a sus inquilinos para pagar la renta. Es decir, que si no habían conseguido dinero para pagar sus alquileres serían desalojados en unas semanas. El Congreso, después de meses de dilatar las discusiones esenciales para el país, aprobó un nuevo paquete de ayuda económica para la ciudadanía, pero el presidente Donald Trump está haciendo lo posible por derribarlo.
Yo me moría por contar esas historias sobre la pobreza porque si algo he descubierto en estos años de ejercicio de esta noble profesión es que en Colombia estamos muy mal en periodismo internacional y las audiencias también tienen sus problemas. Los colombianos, me arriesgo a decir, desconocen lo que sucede realmente en el llamado “primer mundo”. En Estados Unidos y en todo el planeta hay muchos problemas que ignoramos, porque en la agenda se imponen otras cosas o porque no nos acostumbraron a leer prensa internacional y nos importa tan poco lo de afuera. Y por todo esto es que la victoria de Parasite este año, finalmente para regresar a la gala, se me hizo tan emocionante y necesaria.
No es que la película contara la historia de los habitantes de calle, sino que abordó problemas tan reales y universales que suelen estar alejados de la Academia, que su victoria se me hizo importantísima en este 2020 tan cruel. Más allá del logro de ser la primera película de habla no inglesa en conseguir la máxima estatuilla, puso a reflexionar a muchos sobre la riqueza y la pobreza en todo el mundo; también sobre la empatía. Eso era lo que yo buscaba con la historia que quería contar también y que no pude hacer. Afortunadamente, cuando el periodismo se queda corto por x o y razón, quedan otras herramientas como el cine, la música o la literatura.
Hablar sobre la tenaz realidad de Los Ángeles, para quienes no la conocían, y también sobre los habitantes de calle se me hacía mucho más interesante que contar lo que me pasó en los Óscar. Claro que esa noche fue algo memorable: es de los pocos buenos recuerdos que tenemos de este año y puedo decir que lo viví tan cerquita. Tuve a Brad Pitt a unos seis o siete metros; a Scarlett Johanson también. Y me quedé observándolos a ambos de una manera patética. Las estrellas son estrellas, y brillan mucho. Pero no son de otro mundo. Joaquin Phoenix, que acababa de ganar el premio a mejor actor, y Rooney Mara, su esposa, se fueron a comer una hamburguesa vegana a unas cuadras del teatro Dolby sentados en la calle, porque la vida seguía y ya.
Cuando todo terminó me perdí y terminé en medio de todas las celebridades que esperaban sus limusinas. Vi al elenco de Parasite salir vitoreado y aplaudido por todas las megaestrellas occidentales y subirse a la suya. Eso sí que me emocionó. La gente estaba realmente feliz por el triunfo de los extranjeros. Qué contraste tan grande con el del gobierno. Me recosté sobre la barra en donde estaban sirviendo café mientras llegaban por los demás. Por dos minutos incluso me imaginé que yo me había ganado una estatuilla en representación de Colombia. Repito que nos robaron: merecíamos una nominación por “Se nos metieron al conjunto de al lado” como mejor guion adaptado. Esa es la imagen que conservaré de este año. Fue mi momento más feliz.
Esperé un poco más para ver si Tarantino abordaba su limusina, pero a mí se me estaba haciendo tarde para ir a tomar el metro. Después de unos minutos dije que ya era suficiente fantasía. Suspiré, me levanté y atravesé unas rejas grises que separaban el teatro de todo lo demás: docenas de tiendas de campaña con gente que se alistaba a pasar la noche a la intemperie a solo unos metros de donde estábamos. El glamour de esa noche solo es una parte de la historia, para cuando la volvamos a ver en televisión. O por Zoom, como van las cosas. Para la próxima edición, arranca como favorita “Nomaland”, la historia de una mujer que, luego de perderlo todo por la crisis económica, emprende una vida nómada por el país viajando en una casa rodante. “Parasite” marcó la pauta no solo para el cine de habla no inglesa, sino para contar, a mi parecer, historias muy necesarias.
Cada vez que tengo la oportunidad de viajar hago lo mismo: me salto las clásicas paradas turísticas muy conocidas, y seguro abarrotadas de personas, y armo mi propio plan para visitar locaciones de películas. Puede parecerles una bobada a muchos, pero me fascina ver el escenario real de algo que vi en pantalla, para comparar la profundidad y los colores, y me emociona saber que por ahí estuvo alguien a quien admiro mucho. Una vez en Chicago me perdí por buscar la calle donde el Joker de Heath Ledger tiene esa icónica escena en la que lo capturan en El caballero de la noche. Valió la pena. Mientras unos veían el semáforo cambiar como si nada, yo solo pensaba en que Christopher Nolan había mandado a hacer voltear un camión gigantesco en ese lugar.
La noche antes de la ceremonia de los Premios Óscar de este año, a la primera que voy y, según me dijeron, a la primera que iba alguien de la redacción de El Espectador, fui al Observatorio Griffith en Los Ángeles a repetir los pasos de Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) en La La Land, y terminé comiendo, con los poquísimos dólares que tenía, en Smoke House, el restaurante donde arranca oficialmente su historia de amor en el filme de Chazelle con Sebastian tocando esa emblemática melodía en su piano. Un día antes había ido a cenar a Musso & Frank Grill, donde Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt) comienzan su aventura en la más reciente historia de Tarantino. Los Ángeles tiene eso: muchísimas locaciones famosas que quedaron plasmadas en el cine. Por eso, para muchos, es una ciudad de película, una fantasía de lugar. Y eso es precisamente: una fantasía. Porque su realidad es otra.
Mi primer recuerdo de Los Ángeles es el de un hombre en silla de ruedas, sin piernas, escabulléndose en un bote de basura para buscar residuos de alimentos y también plástico para venderlo después. Tenía un aspecto muy similar al del teniente Dan de Forrest Gump, debo decir. En muchas, muchísimas, esquinas por las que crucé estaban alojadas tiendas de campaña, tan coloridas como La La Land, en donde se quedaban a pasar la noche personas de todo tipo. A mí nada de esto me tomó por sorpresa. No es que se me hubiera derrumbado la imagen que tenía de la ciudad. De hecho, este era el segundo propósito de mi viaje. El primero, obviamente, era cumplir el sueño de vivir unos Óscar en vivo.
Debo aclarar que yo no soy periodista cultural; yo escribo sobre asuntos internacionales y me especialicé en cubrir lo que pasa en Estados Unidos. Pero, además de mi trabajo, me gustan mucho el cine y la música. De hecho, me gusta mezclar, cuando se puede, esas dos pasiones u otros lenguajes para explicar cosas más serias con ejemplos cotidianos. Cuando se da es muy grato. Y no soy el único. Una amiga habla de Frozen II como si fuera una historia sobre paramilitarismo. Su paralelo tiene sentido si la ven de nuevo. El punto es que meses antes de viajar había escrito sobre la crisis de personas sin hogar en el país, un problema que no es reciente, pero que ha empeorado en los últimos años.
Una de las razones de esta crisis, para no extenderme mucho, es la escasez de vivienda con precios accesibles para los ciudadanos, sumado a salarios muy bajos en la población. Pasa en todas las ciudades principales. Hay casos en los que aunque una persona tenga dos empleos no puede costear el arriendo de un apartaestudio, así que se ve obligada a vivir en la calle.
Busqué la historia de una mujer que trabajaba en Lyft (un aplicación similar a Uber) que había decidido vivir en su automóvil. Es decir, su oficina de trabajo se había vuelto también su refugio. No la encontré. No solo me jugó en contra que no tenía dinero, sino que no tenía tiempo y eso era peor. Fui muy ambicioso para querer grabar un minicorto en tres días sin presupuesto, solo, contrarreloj y además sin equipo. Solo llevaba mi celular. Deambulando por ahí, buscando más locaciones de películas, me quedé hablando con Astor, un habitante de calle. Para el resto del mundo es invisible. No solo vi cómo lo maltrataban y le gritaban, sino cómo lo ignoraban. Lo único que le decían era que buscara trabajo e hiciera algo con su vida. Como si fuera tan fácil. Sobrevivía limpiando vidrios. De él solo me llevé un pequeño video. Nunca lo publiqué.
La pandemia empeoró la situación. Ocho millones de estadounidenses entraron a la pobreza desde mayo. Miles de familias hicieron cola en estos meses en los bancos de alimentos del gobierno para poder abastecerse. Vivieron de la caridad. Y ahora mismo todo esto se me hace importante recordarlo. El pueblo la está pasando realmente mal. A finales de este mes se vencían las moratorias que dieron los arrendatarios a sus inquilinos para pagar la renta. Es decir, que si no habían conseguido dinero para pagar sus alquileres serían desalojados en unas semanas. El Congreso, después de meses de dilatar las discusiones esenciales para el país, aprobó un nuevo paquete de ayuda económica para la ciudadanía, pero el presidente Donald Trump está haciendo lo posible por derribarlo.
Yo me moría por contar esas historias sobre la pobreza porque si algo he descubierto en estos años de ejercicio de esta noble profesión es que en Colombia estamos muy mal en periodismo internacional y las audiencias también tienen sus problemas. Los colombianos, me arriesgo a decir, desconocen lo que sucede realmente en el llamado “primer mundo”. En Estados Unidos y en todo el planeta hay muchos problemas que ignoramos, porque en la agenda se imponen otras cosas o porque no nos acostumbraron a leer prensa internacional y nos importa tan poco lo de afuera. Y por todo esto es que la victoria de Parasite este año, finalmente para regresar a la gala, se me hizo tan emocionante y necesaria.
No es que la película contara la historia de los habitantes de calle, sino que abordó problemas tan reales y universales que suelen estar alejados de la Academia, que su victoria se me hizo importantísima en este 2020 tan cruel. Más allá del logro de ser la primera película de habla no inglesa en conseguir la máxima estatuilla, puso a reflexionar a muchos sobre la riqueza y la pobreza en todo el mundo; también sobre la empatía. Eso era lo que yo buscaba con la historia que quería contar también y que no pude hacer. Afortunadamente, cuando el periodismo se queda corto por x o y razón, quedan otras herramientas como el cine, la música o la literatura.
Hablar sobre la tenaz realidad de Los Ángeles, para quienes no la conocían, y también sobre los habitantes de calle se me hacía mucho más interesante que contar lo que me pasó en los Óscar. Claro que esa noche fue algo memorable: es de los pocos buenos recuerdos que tenemos de este año y puedo decir que lo viví tan cerquita. Tuve a Brad Pitt a unos seis o siete metros; a Scarlett Johanson también. Y me quedé observándolos a ambos de una manera patética. Las estrellas son estrellas, y brillan mucho. Pero no son de otro mundo. Joaquin Phoenix, que acababa de ganar el premio a mejor actor, y Rooney Mara, su esposa, se fueron a comer una hamburguesa vegana a unas cuadras del teatro Dolby sentados en la calle, porque la vida seguía y ya.
Cuando todo terminó me perdí y terminé en medio de todas las celebridades que esperaban sus limusinas. Vi al elenco de Parasite salir vitoreado y aplaudido por todas las megaestrellas occidentales y subirse a la suya. Eso sí que me emocionó. La gente estaba realmente feliz por el triunfo de los extranjeros. Qué contraste tan grande con el del gobierno. Me recosté sobre la barra en donde estaban sirviendo café mientras llegaban por los demás. Por dos minutos incluso me imaginé que yo me había ganado una estatuilla en representación de Colombia. Repito que nos robaron: merecíamos una nominación por “Se nos metieron al conjunto de al lado” como mejor guion adaptado. Esa es la imagen que conservaré de este año. Fue mi momento más feliz.
Esperé un poco más para ver si Tarantino abordaba su limusina, pero a mí se me estaba haciendo tarde para ir a tomar el metro. Después de unos minutos dije que ya era suficiente fantasía. Suspiré, me levanté y atravesé unas rejas grises que separaban el teatro de todo lo demás: docenas de tiendas de campaña con gente que se alistaba a pasar la noche a la intemperie a solo unos metros de donde estábamos. El glamour de esa noche solo es una parte de la historia, para cuando la volvamos a ver en televisión. O por Zoom, como van las cosas. Para la próxima edición, arranca como favorita “Nomaland”, la historia de una mujer que, luego de perderlo todo por la crisis económica, emprende una vida nómada por el país viajando en una casa rodante. “Parasite” marcó la pauta no solo para el cine de habla no inglesa, sino para contar, a mi parecer, historias muy necesarias.