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Su libro, de la editorial Gustavo Ibáñez, se titula “A Gaitán también lo chuzaron”. Setenta años después de su asesinato, ¿es posible hablar de un escenario nuevo y revelador sobre el magnicidio del caudillo liberal?
En siete décadas se han escrito ríos de tinta sobre el crimen del caudillo, escenarios posibles y hasta desviaciones históricas. Ángulos hay muchos; teorías creíbles y otras, no tanto. Catorce años después de iniciar mi investigación sí puedo decir que no había visto que a Jorge Eliécer Gaitán lo estaban escuchando ilegalmente, y nada menos que el FBI, primero, y luego la CIA. Ese es uno de los dos valores agregados, fruto del trabajo periodístico y de reconstrucción de la memoria.
¿Quién y para qué espiaban al caudillo liberal?
El FBI espió a Gaitán entre 1945 y 1947, cuando nació la CIA, que asumió todas sus tareas de espionaje. Bogotá, ciudad de menos de 500 mil habitantes, se convirtió en uno de los primeros laboratorios de la naciente Guerra Fría, el enfrentamiento ideológico y luego de guerras y golpes de Estado en terceros países de todo el mundo, entre los poderes hegemónicos de Estados Unidos y la extinta Unión Soviética.
¿Qué rol tuvo Estados Unidos en este asunto?
Estados Unidos ya tenía monitoreados a los líderes regionales latinoamericanos, como Juan Domingo Perón, en Argentina; Rómulo Gallegos, escritor que acababa de ser nombrado presidente de Venezuela, luego de un golpe militar. y por supuesto a Gaitán, de quien se daba por seguro ganaría la presidencia colombiana en 1950. Los tres, personajes antiimperialistas. Por eso era necesario “chuzar” los encuentros privados y políticos del caudillo. No había que perderle pisada.
¿Acaso es esa la principal revelación de su libro?
Sí, es una de las principales. Hay otra al final, que llegó una vez el libro ya estaba terminado.
A Juan Roa Sierra lo señalaron desde un principio de ser el autor material del magnicidio. ¿Usted qué luces da sobre este asunto?
Por los testigos entrevistados a lo largo de las décadas y vueltos a contactar para este libro, no había duda alguna que Roa disparó. Pero no fue el único tirador o cómplice en estar ese 9 de abril en la calle, participando del complot. Sería interesante que se hiciera, con la tecnología de hoy, un examen pericial y forense a las balas del arma de Roa para comprobar las trazas y si corresponden al mismo revólver. Tan solo se tienen una declaración vieja y un papel que así lo afirma, y ese papel aguanta todo.
Hay un apartado de su publicación en el que habla de los “tres papelitos”. ¿Puede explicar brevemente de qué se trata?
Son tres hojas, de dos documentos desclasificados de la CIA, donde se confirma que a Jorge Eliécer Gaitán lo espiaron, o lo “chuzaron”, para usar el colombianismo al respecto.
Usted menciona a dos personajes que participaron en el complot contra Gaitán, qué fueron asesinados. ¿Quiénes son?
Es el segundo valor agregado del libro y, como las chivas o primicias periodísticas, llega de repente. Igual que con los “papelitos”, sucedió que cuando el libro ya estaba por entrar al horno, una fuente me pasó tres fotos y una historia de no te lo puedo creer, digna del cine: siempre se habló y los testigos del 9 de abril lo vieron, de un segundo hombre que acompañó a Roa el día del crimen. Y de rumor no pasaba. Pues bien, ¡el flaco apareció! Era descrito como un hombre alto, desgarbado, nervudo, de bigotito, y así lo vio adentro el recepcionista del edificio Agustín Nieto Caballero, quien fue uno de los últimos en mirar a Gaitán caminar vivo. Resulta que este hombre se identificó años después como Evaristo Helí Sarmiento Arenas y confesó ser el compañero de Roa. El segundo hombre fue identificado como Marco Tulio Hernández, alias el Pájaro, quien mató a Evaristo dentro de la cárcel, porque “sabía demasiado”.
“A Gaitán también lo chuzaron” forma parte de un trilogía de obras. Usted ya publicó la primera sobre el fútbol colombiano en la época de El Dorado. ¿De qué trata el tercer libro?
Será el relato novelado con más literatura. No me pude despegar del periodista para los dos primeros. Ahora vamos a devolvernos más en el tiempo para reconstruir las historias de esos ancestros que todos tuvimos y que construyeron este país a fuerza de sus lomos, de sus retos, de sus pérdidas, de sus fiestas, sus restaurantes, sus bailes, las bandas sonoras de sus vidas, de sus guerras, como la de Los Mil Días (donde un par de tátaras míos dieron plomo) o mi abuelo, que era maquinista y tuvo que huir a los Llanos para que no lo mataran. Allí conoció a Guadalupe Salcedo e integró su guerrilla liberal. Pero especialmente será una historia de amor, de esos que trascienden el tiempo. Realmente ese, el amor, es el que podría salvar a Colombia.
¿Cuál fue la mayor dificultad que afrontó en este proceso de escritura?
Los vacíos que aún permanecen. Los tres papelitos fueron la punta del ovillo y al desenredar me iba metiendo más y más en la historia. Hay fuentes que logré entrevistar, como el responsable de la desclasificación de los documentos en Estados Unidos, Paul Wolf, y compartir tardes de tinto y charla con Felipe González Toledo, antes de su fallecimiento; igual con Arturo Alape y Manuel H. Pero los demás testigos fallecieron, incluyendo mis abuelos y tíos abuelos paternos, que hacían parte de los gaitanistas de los barrios La Perseverancia y del Olaya Herrera, en Bogotá. Reconstruir esas charlas, pese a la dificultad, fue apasionante.