Álvaro Uribe, entre la infamia y el mito
Aunque su estrella ha perdido brillo, y es muy improbable que lo recupere, hay que reconocer que por su astucia y por su larga influencia en la política nacional, Uribe es ya una figura comparable con Turbay Ayala y López Michelsen.
El expresidente de Colombia no es un sujeto que podamos definir con facilidad. Su aspecto y sus maneras son las de un hombre aplomado, pero puede explotar súbitamente y meterle la mano al que sea, por ejemplo a Fabio Valencia Cossio, en plena Registraduría Departamental el día que Uribe fue elegido gobernador de Antioquia. En sus discursos alterna el lenguaje coloquial y los regaños paternalistas con las cifras y los análisis propios de un hombre de Estado. En pleno siglo XXI gobernó como un mandatario de comienzos del siglo pasado, como Juan Vicente Gómez, digamos, que gobernó a los venezolanos como si fueran sus hijos y a Venezuela como si fuera una gran hacienda. O como ese tirano de El otoño del patriarca, que detenía la caravana presidencial para bajarse a arreglar la máquina de coser de alguna comadre suya.
Esta es una de las razones de su popularidad. En una nación de millones de huérfanos, hablando en sentido literal, y de otros millones de ciudadanos huérfanos de Estado, Álvaro Uribe encarna la figura del padre. Muchos ven en él la personificación de la autoridad, la justicia y la protección.
Quizás el secreto está en la fusión que se inventó. Uribe piensa la política como un ejercicio autoritario y profesa a rajatabla la economía de mercado, pero se comunica con la gente con un estilo cálido y paternal. Ese vaivén entre estadista, patriota y compadre de carne y hueso sedujo a millones de colombianos.
Los atentados que sufrió no le hicieron ni un rasguño, y solo sirvieron para reforzar el mito: que no le entran las balas ni los jueces. Se cuenta que en uno de los atentados más graves, cuando los conspiradores hicieron estallar varios kilos de explosivos al paso de la caravana presidencial en Barranquilla, se bajó del carro, tranquilizó a su comitiva y dirigió el operativo de la retirada.
Es muy buen comunicador, tal vez mejor que Belisario Betancur, y el manejo de su imagen ha sido muy eficaz. Para sus alocuciones usa la televisión y controla los detalles del set; cuando de entrevistas se trata, prefiere las emisiones en directo, para evitar que lo editen.
Uno de sus años más difíciles fue en 2003, cuando las FARC volaron el club El Nogal (“Colombia llora, pero no se rinde”, dijo esa vez) y cuando asesinaron al gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, y al comisionado de Paz, Gilberto Echeverry. Para rematar el año, su amado pueblo le tumbó el referendo y el presidente desapareció de escena una semana. “Quedó de cama”, afirmó Alfonso López Michelsen. Pero quizá su momento más amargo lo tuvo el 7 de agosto de 2010, cuando Juan Manuel Santos dejó en claro que tenía una agenda de gobierno propia y que era muy distinta a la de su mentor, palabras que refrendó en los primeros días de su mandato, cuando invitó a Cartagena a Hugo Chávez, y desactivó la guerra entre Colombia y Venezuela que Uribe y Chávez estaban programando con un entusiasmo demencial a raíz de la muerte de Raúl Reyes en un campamento guerrillero en Ecuador.
En lo personal, el peor momento de su vida ha sido el asesinato de su padre a manos de hombres de las FARC. El hombre, Alberto Uribe Sierra, un paisa de armas tomar, les hizo frente a los guerrilleros que pretendían secuestrarlo en una de sus fincas y murió en el tiroteo. Otros dicen que fue una venganza de dos hermanos campesinos por la violación de su hermana a manos del padre de Uribe, una versión que recoge León Valencia en su novela histórica La sombra del presidente.
Pero también conoce las mieles del triunfo, claro. Ganó las elecciones presidenciales de 2002, a pesar de que empezó con una favorabilidad del 1 % en las encuestas. Ha llegado a tener una popularidad rayada en la idolatría y un liderazgo superior al de líderes tan poderosos como Turbay Ayala y López Michelsen. Pero su momento más feliz fue el triunfo del “No” en el referendo por la paz en 2016. Fue su desquite contra Santos. Logró aguarle la fiesta. Esta vez fue Santos quien quedó de cama.
Tres señores de la noche
Uribe tiene cosas en común con los dos jefes militares más poderosos de Colombia en los últimos años, Tirofijo y Carlos Castaño. Ambos eran animales de guerra, porque la guerra les arrebató seres muy queridos; ambos tenían enemigos tan poderosos, que debían permanecer siempre dentro de los anillos de seguridad que giraban día y noche a su alrededor, como talismanes insomnes, y los tres son hijos de esa espiral de odios y retaliaciones que cubre los últimos 70 años de la historia de Colombia.
Recordemos que la Violencia, con mayúscula, empezó en 1948 con el asesinato de Gaitán, y que Las FARC nacieron en 1964 como un movimiento de autodefensa que buscaba proteger a los campesinos de la violencia oficial. Veintiún años después los Castaño montaron una empresa de seguridad privada, las AUC, para defender a los campesinos ricos que se estaban empobreciendo por el accionar de las defensas campesinas pobres, ahora enriquecidas a sus expensas. Y Uribe ganó las elecciones de 2002 con la promesa de recuperar para el Estado el monopolio de la fuerza, es decir, de defender al ciudadano común de tanta defensa.
De no mediar las fatalidades que torcieron su destino, seguramente Marulanda habría hecho fortuna con la venta de quesos y panelas, que era su trabajo cuando no estaba tocando tangos con el violín de su juventud. O estaría jubilado por el Ministerio de Obras, entidad que le enseñó a manejar explosivos cuando trabajó abriendo carreteras en Tolima.
Castaño podría haber terminado negociando ganado por internet, mimando a Kenia, su joven esposa, y leyendo sus autores favoritos: Machado, Benedetti, Kisinger, Gabo y Oriana Fallaci (tenía otras dos debilidades: una de señora, codearse con obispos, y otra de muchacho, el mecato).
En lugar de vivir en medio de decenas de escoltas, Uribe sería un caballista bohemio, haría versos, no yoga, y tomaría aguardiente, no pócimas bioenergéticas ni esencias florales.
Pero como el destino no puede ver a nadie feliz, les enredó la suerte a los tres. Por eso la mirada de Marulanda estaba llena de hastío, parecía harto de triunfos y traiciones. Puso al establecimiento de rodillas, sí, pero sabía que su victoria encerraba una derrota humillante: las FARC terminaron pareciéndose a sus enemigos, al establecimiento, los paramilitares y los narcotraficantes.
Por eso Castaño terminó enredado en sus contradicciones –entre arbustos de coca, cables de motosierras y banderas de “la patria”– y, finalmente, desapareció del panorama. Se dice que murió por orden de su hermano, Vicente Castaño, porque Carlos andaba negociando su entrega con las autoridades norteamericanas, lo que habría puesto nervioso a Vicente.
Por eso es que Uribe no ríe. Serio como pocos, ha lidiado demasiado tiempo con esa comparsa de payasos de nuestra política y terminó convertido en una caricatura de todo lo que ha criticado.
El escritorio
Sobre la mesa de centro de la sala de recibo de su despacho en la Casa de Nariño había tres hormigas, una amarilla, una azul y otra roja que se llamaban, previsiblemente, trabajar, trabajar y trabajar. A un lado había un ejemplar de la Constitución empastado en cuero y una pequeña caja de herramientas: un dulce abrigo, una lupa, un destornillador y un tarrito de aceite Tres en uno. Con este equipo hacía las pequeñas reparaciones con que se desestresa (me dicen que aún sigue esta terapia).
Sobre su escritorio presidencial mantenía, con el orden propio de los sicorrígidos, los nueve frasquitos de las esencias florales que le recetó Elsa Lucía Arango, su médica bioenergética, unas pócimas en las que el exestudiante de Oxford creía con la fe de un campesino antioqueño. En las paredes del despacho sólo había un cuadro, un mapa grande de Colombia. En el clóset, donde Andrés Pastrana guardaba los puros que le mandaba Fidel Castro, tenía la mejor colección de mapas de Colombia que uno pueda conseguir. Si usted necesita el mapa de minas de la nación, o el de caminos vecinales, o el de Mapiripán, tenga la seguridad de que puede conseguirlo con el expresidente.
Su habitación no tenía ventanas porque los encargados de su seguridad temían que las Farc le metieran un rocket por el vano.
Balance de su gestión
A Uribe le criticaron las altas cifras de desempleo, el bajo desempeño de su administración en lo social, las prácticas clientelistas a las que acudió para sacar adelante sus proyectos en el Congreso y la cantidad de alfiles suyos en la cárcel (dicen que tiene una espalda más ancha que la de Ernesto Samper). También le critican su maldita capacidad de polarizar y, en algunos sectores, el énfasis guerrerista de sus dos administraciones. Pero hay que reconocer que su bandera de campaña fue la guerra, que para eso fue elegido. Uribe canalizó el odio de la gente a las FARC y prometió acabarlas. En eso puso todo su empeño, y casi lo consiguió, pero el precio fue altísimo: fortaleció al paramilitarismo, cuyas hordas multiplicaron por mil la corrupción, dejaron ocho millones de víctimas y despojaron a los campesinos de 10 millones de hectáreas, según cifras de la Contraloría General de la República. La cifra es colosal. Diez millones de hectáreas son 4,5 veces el área del Valle del Cauca o 209 veces el área urbana de Bogotá.
Los buenos resultados en la guerra y la economía (¡Colombia llegó a crecer al 6,7 % durante dos años consecutivos, 2006 y 2007!) le garantizaron la reelección para el período 2006–2010. Todo le servía de propaganda. si las FARC lanzaban una ofensiva, fortalecían la política guerrerista del gobierno. Si hacían un repliegue táctico, aumentaba la “sensación de seguridad”. Si estallaba otro escándalo de corrupción, él le arrojaba a la galería la cabeza de un ministro. Si se producía un atentado, allí estaba él con su megáfono tonante y sus trucos mediáticos. Si las FF. AA. sufrían reveses militares, llamaba a calificar servicios a algún general (fueron más de 30 los generales removidos entre 2002 y 2010) y su popularidad crecía como espuma.
Los resultados positivos de la economía pueden imputarse en parte a la buena gestión de su minhacienda, Óscar Iván Zuluaga, a la buena ola económica sobre la que surfeaba la región entre 2004 y 2007, y también a una serie de privatizaciones de servicios públicos con buenas condiciones para la empresa privada, hecho que generó una alta inversión extranjera.
El presente
Después de su salida de la casa de Nariño, en 2010, la estrella de Uribe ha tenido destellos y apagones. Los dos triunfos de Santos le dolieron en el alma. El primero por la traición y el segundo porque Santos derrotó a su candidato, Jorge Iván Zuluaga, pero se desquitó en las presidenciales de 2014, cuando logró que su joven alfil, Iván Duque, derrotara a Gustavo Petro.
Sus múltiples problemas penales tuvieron su peor momento el 4 de agosto de 2020, cuando la Corte Suprema de Justicia le dictó medida de prisión domiciliaria por los delitos de fraude procesal y soborno a testigos. El expresidente fue prisionero durante 67 días, cuando una jueza dictaminó que podía responder en libertad por sus actuaciones. Pero el 25 de mayo de este año volvió a sufrir otro duro golpe, cuando la Fiscalía lo acusó formalmente por los mismos delitos que lo llevaron a prisión preventiva.
Otro momento duro para él, y para los políticos tradicionales, ocurrió en las elecciones regionales de 2019, cuando las tres principales ciudades del país quedaron en manos de alcaldes alternativos: Claudia López, Daniel Quintero y Jorge Iván Ospina. Para rematar, su archienemigo Gustavo Petro fue elegido presidente en 2022. Pero se desquitó en las regionales de 2023, cuando su partido tuvo buenos resultados. El Centro Democrático controla hoy el 10 % de las alcaldías, gobernaciones y asambleas del país, y el 20 % del Parlamento, unas cifras nada despreciables.
Aunque su estrella ha perdido brillo, y es muy improbable que lo recupere, hay que reconocer que por su astucia y por su larga influencia en la política nacional Uribe es ya una figura comparable con Turbay Ayala y López Michelsen, y con más presencia que ambos en el imaginario nacional, porque Uribe ha sido mucho más mediático. Casi mítico. Y los mitos políticos, se sabe, sirven para dos cosas: para darles un ropaje épico a las mentiras más burdas, o para acuñar las metáforas que nos ayudan a descifrar la realidad y a liderar los procesos que engrandecen a los países. Por desgracia, ya sabemos que el mito Uribe solo sirvió para lo primero. Nunca Colombia estuvo dividida de una manera tan pugnaz como en los últimos años. Nadie como él tuvo en sus manos las cartas del triunfo en la guerra, la popularidad y la economía.
Uribe tomó estas joyas, las trituró con esmero, las fundió con fuego y amasó con fervor de fanático la mezcla hasta convertirla en ese magma de babas y sangre donde hoy chapaleamos de la manera más estúpida. Ningún líder de la historia de Colombia había gozado de una conjunción astral semejante. Ningún líder, ni siquiera el monstruoso Laureano Gómez, causó nunca tragedias semejantes a las que desovó Uribe, ni atascó tanto la rueda de la historia y del progreso social, ni resquebrajó de tal manera la unidad nacional.
El expresidente de Colombia no es un sujeto que podamos definir con facilidad. Su aspecto y sus maneras son las de un hombre aplomado, pero puede explotar súbitamente y meterle la mano al que sea, por ejemplo a Fabio Valencia Cossio, en plena Registraduría Departamental el día que Uribe fue elegido gobernador de Antioquia. En sus discursos alterna el lenguaje coloquial y los regaños paternalistas con las cifras y los análisis propios de un hombre de Estado. En pleno siglo XXI gobernó como un mandatario de comienzos del siglo pasado, como Juan Vicente Gómez, digamos, que gobernó a los venezolanos como si fueran sus hijos y a Venezuela como si fuera una gran hacienda. O como ese tirano de El otoño del patriarca, que detenía la caravana presidencial para bajarse a arreglar la máquina de coser de alguna comadre suya.
Esta es una de las razones de su popularidad. En una nación de millones de huérfanos, hablando en sentido literal, y de otros millones de ciudadanos huérfanos de Estado, Álvaro Uribe encarna la figura del padre. Muchos ven en él la personificación de la autoridad, la justicia y la protección.
Quizás el secreto está en la fusión que se inventó. Uribe piensa la política como un ejercicio autoritario y profesa a rajatabla la economía de mercado, pero se comunica con la gente con un estilo cálido y paternal. Ese vaivén entre estadista, patriota y compadre de carne y hueso sedujo a millones de colombianos.
Los atentados que sufrió no le hicieron ni un rasguño, y solo sirvieron para reforzar el mito: que no le entran las balas ni los jueces. Se cuenta que en uno de los atentados más graves, cuando los conspiradores hicieron estallar varios kilos de explosivos al paso de la caravana presidencial en Barranquilla, se bajó del carro, tranquilizó a su comitiva y dirigió el operativo de la retirada.
Es muy buen comunicador, tal vez mejor que Belisario Betancur, y el manejo de su imagen ha sido muy eficaz. Para sus alocuciones usa la televisión y controla los detalles del set; cuando de entrevistas se trata, prefiere las emisiones en directo, para evitar que lo editen.
Uno de sus años más difíciles fue en 2003, cuando las FARC volaron el club El Nogal (“Colombia llora, pero no se rinde”, dijo esa vez) y cuando asesinaron al gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, y al comisionado de Paz, Gilberto Echeverry. Para rematar el año, su amado pueblo le tumbó el referendo y el presidente desapareció de escena una semana. “Quedó de cama”, afirmó Alfonso López Michelsen. Pero quizá su momento más amargo lo tuvo el 7 de agosto de 2010, cuando Juan Manuel Santos dejó en claro que tenía una agenda de gobierno propia y que era muy distinta a la de su mentor, palabras que refrendó en los primeros días de su mandato, cuando invitó a Cartagena a Hugo Chávez, y desactivó la guerra entre Colombia y Venezuela que Uribe y Chávez estaban programando con un entusiasmo demencial a raíz de la muerte de Raúl Reyes en un campamento guerrillero en Ecuador.
En lo personal, el peor momento de su vida ha sido el asesinato de su padre a manos de hombres de las FARC. El hombre, Alberto Uribe Sierra, un paisa de armas tomar, les hizo frente a los guerrilleros que pretendían secuestrarlo en una de sus fincas y murió en el tiroteo. Otros dicen que fue una venganza de dos hermanos campesinos por la violación de su hermana a manos del padre de Uribe, una versión que recoge León Valencia en su novela histórica La sombra del presidente.
Pero también conoce las mieles del triunfo, claro. Ganó las elecciones presidenciales de 2002, a pesar de que empezó con una favorabilidad del 1 % en las encuestas. Ha llegado a tener una popularidad rayada en la idolatría y un liderazgo superior al de líderes tan poderosos como Turbay Ayala y López Michelsen. Pero su momento más feliz fue el triunfo del “No” en el referendo por la paz en 2016. Fue su desquite contra Santos. Logró aguarle la fiesta. Esta vez fue Santos quien quedó de cama.
Tres señores de la noche
Uribe tiene cosas en común con los dos jefes militares más poderosos de Colombia en los últimos años, Tirofijo y Carlos Castaño. Ambos eran animales de guerra, porque la guerra les arrebató seres muy queridos; ambos tenían enemigos tan poderosos, que debían permanecer siempre dentro de los anillos de seguridad que giraban día y noche a su alrededor, como talismanes insomnes, y los tres son hijos de esa espiral de odios y retaliaciones que cubre los últimos 70 años de la historia de Colombia.
Recordemos que la Violencia, con mayúscula, empezó en 1948 con el asesinato de Gaitán, y que Las FARC nacieron en 1964 como un movimiento de autodefensa que buscaba proteger a los campesinos de la violencia oficial. Veintiún años después los Castaño montaron una empresa de seguridad privada, las AUC, para defender a los campesinos ricos que se estaban empobreciendo por el accionar de las defensas campesinas pobres, ahora enriquecidas a sus expensas. Y Uribe ganó las elecciones de 2002 con la promesa de recuperar para el Estado el monopolio de la fuerza, es decir, de defender al ciudadano común de tanta defensa.
De no mediar las fatalidades que torcieron su destino, seguramente Marulanda habría hecho fortuna con la venta de quesos y panelas, que era su trabajo cuando no estaba tocando tangos con el violín de su juventud. O estaría jubilado por el Ministerio de Obras, entidad que le enseñó a manejar explosivos cuando trabajó abriendo carreteras en Tolima.
Castaño podría haber terminado negociando ganado por internet, mimando a Kenia, su joven esposa, y leyendo sus autores favoritos: Machado, Benedetti, Kisinger, Gabo y Oriana Fallaci (tenía otras dos debilidades: una de señora, codearse con obispos, y otra de muchacho, el mecato).
En lugar de vivir en medio de decenas de escoltas, Uribe sería un caballista bohemio, haría versos, no yoga, y tomaría aguardiente, no pócimas bioenergéticas ni esencias florales.
Pero como el destino no puede ver a nadie feliz, les enredó la suerte a los tres. Por eso la mirada de Marulanda estaba llena de hastío, parecía harto de triunfos y traiciones. Puso al establecimiento de rodillas, sí, pero sabía que su victoria encerraba una derrota humillante: las FARC terminaron pareciéndose a sus enemigos, al establecimiento, los paramilitares y los narcotraficantes.
Por eso Castaño terminó enredado en sus contradicciones –entre arbustos de coca, cables de motosierras y banderas de “la patria”– y, finalmente, desapareció del panorama. Se dice que murió por orden de su hermano, Vicente Castaño, porque Carlos andaba negociando su entrega con las autoridades norteamericanas, lo que habría puesto nervioso a Vicente.
Por eso es que Uribe no ríe. Serio como pocos, ha lidiado demasiado tiempo con esa comparsa de payasos de nuestra política y terminó convertido en una caricatura de todo lo que ha criticado.
El escritorio
Sobre la mesa de centro de la sala de recibo de su despacho en la Casa de Nariño había tres hormigas, una amarilla, una azul y otra roja que se llamaban, previsiblemente, trabajar, trabajar y trabajar. A un lado había un ejemplar de la Constitución empastado en cuero y una pequeña caja de herramientas: un dulce abrigo, una lupa, un destornillador y un tarrito de aceite Tres en uno. Con este equipo hacía las pequeñas reparaciones con que se desestresa (me dicen que aún sigue esta terapia).
Sobre su escritorio presidencial mantenía, con el orden propio de los sicorrígidos, los nueve frasquitos de las esencias florales que le recetó Elsa Lucía Arango, su médica bioenergética, unas pócimas en las que el exestudiante de Oxford creía con la fe de un campesino antioqueño. En las paredes del despacho sólo había un cuadro, un mapa grande de Colombia. En el clóset, donde Andrés Pastrana guardaba los puros que le mandaba Fidel Castro, tenía la mejor colección de mapas de Colombia que uno pueda conseguir. Si usted necesita el mapa de minas de la nación, o el de caminos vecinales, o el de Mapiripán, tenga la seguridad de que puede conseguirlo con el expresidente.
Su habitación no tenía ventanas porque los encargados de su seguridad temían que las Farc le metieran un rocket por el vano.
Balance de su gestión
A Uribe le criticaron las altas cifras de desempleo, el bajo desempeño de su administración en lo social, las prácticas clientelistas a las que acudió para sacar adelante sus proyectos en el Congreso y la cantidad de alfiles suyos en la cárcel (dicen que tiene una espalda más ancha que la de Ernesto Samper). También le critican su maldita capacidad de polarizar y, en algunos sectores, el énfasis guerrerista de sus dos administraciones. Pero hay que reconocer que su bandera de campaña fue la guerra, que para eso fue elegido. Uribe canalizó el odio de la gente a las FARC y prometió acabarlas. En eso puso todo su empeño, y casi lo consiguió, pero el precio fue altísimo: fortaleció al paramilitarismo, cuyas hordas multiplicaron por mil la corrupción, dejaron ocho millones de víctimas y despojaron a los campesinos de 10 millones de hectáreas, según cifras de la Contraloría General de la República. La cifra es colosal. Diez millones de hectáreas son 4,5 veces el área del Valle del Cauca o 209 veces el área urbana de Bogotá.
Los buenos resultados en la guerra y la economía (¡Colombia llegó a crecer al 6,7 % durante dos años consecutivos, 2006 y 2007!) le garantizaron la reelección para el período 2006–2010. Todo le servía de propaganda. si las FARC lanzaban una ofensiva, fortalecían la política guerrerista del gobierno. Si hacían un repliegue táctico, aumentaba la “sensación de seguridad”. Si estallaba otro escándalo de corrupción, él le arrojaba a la galería la cabeza de un ministro. Si se producía un atentado, allí estaba él con su megáfono tonante y sus trucos mediáticos. Si las FF. AA. sufrían reveses militares, llamaba a calificar servicios a algún general (fueron más de 30 los generales removidos entre 2002 y 2010) y su popularidad crecía como espuma.
Los resultados positivos de la economía pueden imputarse en parte a la buena gestión de su minhacienda, Óscar Iván Zuluaga, a la buena ola económica sobre la que surfeaba la región entre 2004 y 2007, y también a una serie de privatizaciones de servicios públicos con buenas condiciones para la empresa privada, hecho que generó una alta inversión extranjera.
El presente
Después de su salida de la casa de Nariño, en 2010, la estrella de Uribe ha tenido destellos y apagones. Los dos triunfos de Santos le dolieron en el alma. El primero por la traición y el segundo porque Santos derrotó a su candidato, Jorge Iván Zuluaga, pero se desquitó en las presidenciales de 2014, cuando logró que su joven alfil, Iván Duque, derrotara a Gustavo Petro.
Sus múltiples problemas penales tuvieron su peor momento el 4 de agosto de 2020, cuando la Corte Suprema de Justicia le dictó medida de prisión domiciliaria por los delitos de fraude procesal y soborno a testigos. El expresidente fue prisionero durante 67 días, cuando una jueza dictaminó que podía responder en libertad por sus actuaciones. Pero el 25 de mayo de este año volvió a sufrir otro duro golpe, cuando la Fiscalía lo acusó formalmente por los mismos delitos que lo llevaron a prisión preventiva.
Otro momento duro para él, y para los políticos tradicionales, ocurrió en las elecciones regionales de 2019, cuando las tres principales ciudades del país quedaron en manos de alcaldes alternativos: Claudia López, Daniel Quintero y Jorge Iván Ospina. Para rematar, su archienemigo Gustavo Petro fue elegido presidente en 2022. Pero se desquitó en las regionales de 2023, cuando su partido tuvo buenos resultados. El Centro Democrático controla hoy el 10 % de las alcaldías, gobernaciones y asambleas del país, y el 20 % del Parlamento, unas cifras nada despreciables.
Aunque su estrella ha perdido brillo, y es muy improbable que lo recupere, hay que reconocer que por su astucia y por su larga influencia en la política nacional Uribe es ya una figura comparable con Turbay Ayala y López Michelsen, y con más presencia que ambos en el imaginario nacional, porque Uribe ha sido mucho más mediático. Casi mítico. Y los mitos políticos, se sabe, sirven para dos cosas: para darles un ropaje épico a las mentiras más burdas, o para acuñar las metáforas que nos ayudan a descifrar la realidad y a liderar los procesos que engrandecen a los países. Por desgracia, ya sabemos que el mito Uribe solo sirvió para lo primero. Nunca Colombia estuvo dividida de una manera tan pugnaz como en los últimos años. Nadie como él tuvo en sus manos las cartas del triunfo en la guerra, la popularidad y la economía.
Uribe tomó estas joyas, las trituró con esmero, las fundió con fuego y amasó con fervor de fanático la mezcla hasta convertirla en ese magma de babas y sangre donde hoy chapaleamos de la manera más estúpida. Ningún líder de la historia de Colombia había gozado de una conjunción astral semejante. Ningún líder, ni siquiera el monstruoso Laureano Gómez, causó nunca tragedias semejantes a las que desovó Uribe, ni atascó tanto la rueda de la historia y del progreso social, ni resquebrajó de tal manera la unidad nacional.