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El 2 de enero de 2010, Sylvia Duzán hubiera cumplido 50 años. Si no la hubieran asesinado alevosa y cobardemente, hubiera tenido a su haber varios libros de crónicas periodísticas ágiles, mordaces, escritas bajo el influjo del ritmo rockero que le prestaban las frases cortas y puntillosas y que la transportaba a la poesía. Hubiera descrito la vida de pandilleros, de sicarios y del rock que se armaba en las comunas de Medellín y en Ciudad Bolívar y Kennedy en Bogotá. Hubiera investigado los vínculos de estos jóvenes con el crimen organizado y con los políticos que los utilizaban para extender su poder.
A los 30 años recién cumplidos, cuando la asesinaron, estaba floreciendo y me decía que quería tener hijos pero que esperáramos un poco, hasta que consolidara su carrera que hizo en medios nuevos (Semana, La Prensa y Zona, y después de free lance), porque no quería utilizar el capital intelectual y periodístico de su familia. Su padre, Lucio Duzán, fue editorialista de El Espectador y hombre notable en los medios políticos del antiguo país. Hacerse a pulso era entonces la aspiración de Sylvia.
Uno siempre se siente culpable de la muerte de los más allegados y en el caso de mi Sylvia tanta culpa me hizo mucho daño; me decía entonces que si le hubiera exigido hijos enseguida, no la hubieran matado, pero después corregía y agregaba que también me hubiera dejado de querer. Y durante los siete años que compartimos se hizo muy amiga de mis hijos, a veces induciéndolos a que me desafiaran, y les dio lecciones de rock, de cine y de literatura, en especial de aventurarse en la vida, que los marcarían profundamente.
El día del asesinato la llevé al aeropuerto y había un trancón sobre la Avenida Boyacá, de tal modo, que cruzó el puente a pie y tomó un transporte para alcanzar al aeropuerto pero llegó tarde y perdió el vuelo a Cimitarra. Se fue entonces a la estación para tomar la flota a Bucaramanga y conectar con otra que la llevó al pueblo ardiente que iba a cobrar su muerte, donde llegó ya por la noche, muy agotada. Ahí, cuando tomaban un refresco en la cafetería La Tata, los sicarios la acribillaron junto con los directivos de la Cooperativa Campesina del Carare, Josué Vargas, Raúl Barajas y Saúl Castañeda, que habían alcanzado notoriedad internacional y nacional por su gesta pacifista frente al asedio de la guerrilla, el ejército y los paramilitares, que se venían inaugurando en sus acciones terroristas contra los movimientos independientes. El objetivo del atentado era acallar sus voces y la de la periodista que los escuchaba y que se aprestaba a magnificarlas para un documental del Canal 4 de Londres.
La alianza entre el crimen organizado, grupos dirigentes locales, las fuerzas de seguridad y los políticos contra la insurgencia ha destruido el tejido social que quedaba de la Colombia campesina, ha hecho la más voraz contrarreforma agraria y ha entronado la violencia para zanjar las diferencias, arrojando una de las tasas de homicidios más altas del mundo. Sylvia fue una de las primeras víctimas de esta violencia y los responsables directos se asesinaron entre sí, los oficiales cómplices fueron exonerados y a Ramón Isaza se le olvidó que él debió organizar los asesinatos pues era en ese entonces el señor de la guerra del Magdalena Medio.
Una llamada de un periodista de Caracol hacia las 11 de la noche del 26 de febrero me dio la noticia de que yacía herida en la clínica de Cimitarra. Conseguí el teléfono y me dijeron que su pronóstico era reservado, pero ya había muerto. Una bala le entró por la mejilla y le explotó el cerebro lleno de sentimientos buenos, de generosidad, de niña consentida, de entrega, de su amor por mí, de recuerdos y de capacidades. Otra bala le afectó un pulmón. A la madrugada del otro día supe la verdad y recibí el apoyo de mucha gente para ir a recuperar el cadáver. La gobernación de Santander nos prestó una avioneta para viajar de Bucaramanga a Cimitarra y me acompañó el primo de Sylvia, Carlos Angulo Gálviz, quien le prestó apoyo a mi cuerpo desmadejado en esos momentos de intenso miedo, rabia y dolor. En Cimitarra un oficial del ejército nos preguntó que por qué no había llegado María Jimena también, en un tono socarrón.
Compramos lienzo y cuerdas para envolver el cadáver, lo cargamos con cuidado en la avioneta y volamos directo a Bogotá.
Durante el vuelo miraba su cara pálida, muy bella y apacible, el pequeño orificio en la mejilla que se iba amoratando, y me preguntaba qué iba a ser de mí sin ella, ella que había sido mi amante, mi colega, mi socia, un poco mi hija (le llevaba 17 años y la molestaba diciéndole que la iba a dejar viuda, pero el destino político de Colombia había reversado las probabilidades de expectativa de vida de ambos).
No podía dormir ni llorar y eso magnificaba mi angustia. Pude llorar, al fin, cuando la estábamos enterrando y la tierra negra caía sobre el féretro, ahogándola definitivamente, pensaba, suprimiendo toda posibilidad de resurrección.
Masacre de Cimitarra, a la CIDH
El asesinato de la periodista Silvia Duzán, Josué Vargas Mateus, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas Collazos, éstos últimos dirigentes de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC), ocurrido el 26 de febrero de 1990 en una cafetería frente al parque principal del municipio de Cimitarra (Santander), será puesto a consideración de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Si el caso es admitido, este organismo entrará a revisar si el Estado colombiano tuvo responsabilidad en la violenta muerte de Duzán y los tres hombres. Desde que ocurrió el crimen, éste ha sido atribuido a ‘Los Macetos’, un grupo de autodefensa que operaba bajo las órdenes del jefe paramilitar Henry de Jesús Pérez. No obstante, ninguna persona ha sido sentenciada y el episodio permanece en la impunidad. Cuando el ex comandante paramilitar Ramón Isaza fue cuestionado al respecto, sólo atinó a decir que había perdido la memoria.