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Calixto Ochoa confesó que la medicina más afectiva para cualquier mal del cuerpo no se toma ni en cápsula ni en jarabe. Para él, la dosis exacta siempre estuvo acompañada con el hecho de saberse uno de los principales personajes del folclor en Colombia. Con ese conocimiento, y por supuesto con el medicamento aplicado en su cotidianidad, fue capaz de sobreponerse a los males que lo acompañaron durante los últimos años de existencia. (Vea en imágenes: La casa de Calixto Ochoa, un templo en honor al hombre de las 1.200 canciones)
El remedio, tomado con sorbos inagotables de amor y respeto por parte de los seguidores del género, le ayudó a participar en firme en la edición número 45 del Festival de la Leyenda Vallenata, en 2012. Para asistir a este encuentro cultural y darse la oportunidad de escuchar a las figuras del estilo tuvo que decirle “no” a otra invitación muy tentadora, que consistía en estar en el Teatro Mayor, en Bogotá, unos días antes, para ser parte del lanzamiento nacional del certamen que se realiza en Valledupar. El maestro Calixto Ochoa, consciente del paso de los años, se reservó para la fiesta oficial y postergó temporalmente su tránsito a la emblemática categoría de Rey de Reyes.
“Estoy juicioso haciéndome los tratamiento para ver si puedo ir a Valledupar. A Bogotá no puedo ir ya. El médico me lo tiene prohibido, porque el frío afecta mi salud”, dijo en 2012 el maestro con una voz que evidenciaba el paro respiratorio que sufrió en aquel entonces y del que se salvó por los cuidados diarios de un grupo de expertos en las ciencias médicas, pero también gracias a la constancia de una experta en ternura y consentimiento: su esposa Dulzaide Bermúdez.
A ella le tocó estar pendiente de la salud de Calixto de Jesús Ochoa Ocampo y, además, asumió la responsabilidad de responder buena parte de las entrevistas cuadradas con el cantante y acordeonero nacido en Valencia de Jesús, en el departamento del Cesar, en 1934. Para Dulzaide Bermúdez se volvió casi rutina contar la historia de que el maestro aprendió a tocar el instrumento mientras sus hermanos mayores se dedicaban a perfeccionar sus artes con el hacha y el machete, todo eso en la escenografía inconfundible de los infinitos sabanales a los que tantas creaciones les dedicó.
En ese momento cualquier diálogo con Calixto Ochoa se convertía con facilidad en una conversación entre tres. El maestro comenzaba la respuesta y ella se encargaba de otorgarle el punto final. “Yo cogía el acordeón a escondidas cuando mis hermanos se iban a trabajar en el monte. Aprovechaba la ausencia de ellos para hacerme las ensayaditas. Ahí fui dándole y poquito a poco he aprendido bastante, creo yo”, relataba Ochoa. “En esa época estaba él muy pelao y no era tan bueno, ya se ha ido puliendo con los años”, puntualizaba ella.
Después de superada la primera etapa de escarceos con el acordeón detrás de cualquier árbol, el juglar se acercó a la interpretación de las piezas más importantes del compositor Luis Enrique Martínez, quien estaba en boga en esa época y era la pluma consentida de todos los acordeoneros quienes, a su vez, entonaban las letras con su voz porque los principales roles vallenatos (cantante y acordeonero) aún no habían firmado el divorcio y se mantenían unidos gracias a las destrezas de personajes como Alejo Durán, Aníbal Velásquez, Lisandro Meza, Calixto Ochoa y Alfredo Gutiérrez.
“Hace muchos años aparecieron los buenos cantantes y las personas que tocábamos el acordeón y cantábamos nos fuimos extinguiendo. Ya quedamos muy pocos. Luego se creó la moda del cantante como gran figura vallenata y eso se mantiene hasta nuestros días”, dice el artista que empezó su historia discográfica con el tema El lirio rojo y cuando ya era un artista consolidado fue invitado por Antonio Fuentes, propietario de Discos Fuentes, a integrar el proyecto Los Corraleros de Majagual.
Durante ese proceso, en el que participaron entre otros Eliseo Herrera, Julio Erazo y Aniceto Molina, Calixto Ochoa fijó sus ojos en un joven irreverente y hasta irrespetuoso pero con un talento casi que inédito en las tierras caribeñas. Ese adolescente detrás del acordeón era ni más ni menos Alfredo Gutiérrez, quien también hizo parte de la nómina de Los Corraleros de Majagual y con su voz hizo inmortales algunas de las creaciones del juglar.
Charanga campesina, Muriendo lentamente, Listo Calixto, El yerno y la suegra, La plata y Mi color moreno son algunas de las más importantes composiciones de Calixto Ochoa. Sin embargo, el maestro siempre aseguró que las mejores aún no han salido al ruedo. “Hay muchas canciones mías que no han sido grabadas y eso ha sido por falta de tiempo. Desde que yo comencé a grabar he estado muy ocupado, pero me gusta componer y hay mucho material mío que no ha sido tocado ni por Diomedes Díaz, ni por Jorge Oñate, ni por el mismo Alfredo Gutiérrez”, comentó con la ilusión de tener el tiempo suficiente para escucharlas en una buena versión.
La historia dirá que el tiempo no lo complació y que Calixto Ochoa murió en la madrugada del 18 de noviembre de 2015 a causa de una isquemia que le provocó la disminución del flujo sanguíneo. Quedan sus canciones, las grabadas y las inéditas, y todos los detalles de una vida dedicada al oficio del folclor. ayer, el juglar de Los sabanales, ese retratista generoso, se convierte en leyenda y su música en un himno inmortal.