Camino al Amazonas
Valeria Meikle es una inglesa de 77 años que hace 10 resolvió dejar sus comodidades para llegar a la selva remando. Su hija, Clare Weiskopf, luego de trabajar una década haciendo documentales, decidió contar esta historia.
Laura Juliana Muñoz
Veía el mundo siempre igual. El sol estaba arriba, y el campo, abajo. El cielo se vestía de azul oscuro en el oeste. Los perros saltaban y jamás alcanzaban el techo. Entonces a la niña, a Valeria Meikle, se le ocurrió agacharse y asomarse entre sus piernas, verlo todo al revés. Una buena forma de viajar a los cinco años. Le gustaba su casa en el campo, cerca de Londres, pero la idea de estar en otra parte no la abandonó. Nunca.
Valeria, la joven, recorrió Inglaterra en bicicleta. Llegó hasta Francia, Alemania e Italia haciendo autoestop. A Colombia vino por amor. Y años después, Valeria, la mujer, alcanzó el Amazonas remando. Allá, en esa espesa selva que se mueve y baila algún canto indígena, allá donde el río y el verde no son iguales al día siguiente, ni necesitó ponerse de cabeza para estar en otro lado. Había llegado.
Su primera impresión de Colombia fue, más bien, un olor. El del jazmín en el aeropuerto de Barranquilla. Era una escala antes de llegar a Ortega, Tolima, el hogar de Alberto, su primer esposo, a quien conoció en Roma. Valeria se quedó y tuvo a Carolina y Liliana. La historia dio un giro trágico en 1985, cuando estalló el volcán Nevado del Ruiz y sepultó a Armero. Carolina estaba allá, en una semana de vacaciones con su esposo. Valeria siguió hablando a pesar de sus ojos diluidos, azules: “Así es el destino. No hay nada que decir, ni hacer. Uno se deja deprimir y morir o uno sigue la vida”.
La felicidad parecía perdida del todo. Entonces nació Clare con un gesto que la trajo de vuelta a la vida: el dedo índice que lo muestra todo, que obliga a poner la mirada en lo que sigue estando al lado. Con Jimmy, su pareja en aquel momento, también tuvo a Diego. Luego de cuatro hijos, una segunda separación, una vida en la ciudad con casa, carro, chofer, empleadas, tacones y peluquería, se dijo a sí misma: “Quiero ir a la selva y perderme”.
Valeria Meikle, de 77 años, vive en medio de la selva que soñó algún día. Su casa de madera y techo de hojas entrelazadas está en la reserva natural Cerca Viva, a 11 kilómetros de Leticia, entre las comunidades indígenas uitoto y ticuna. Mientras desayuna ve micos y tucanes. Por el corredor se pasea de vez en cuando una tarántula y hace unas semanas se encontró en el baño con la venenosa serpiente jergón. En la cocina hay un fogón de leña, hogar de seis murciélagos pequeños.
Val, como le dicen, usa vestidos de colores vivos. Su cabello, desordenado y rubio, le alcanza la cintura. Desde pequeña lo envuelve en sus dedos cuando está nerviosa. No se lo cortaría y hasta se entristece por las mujeres que lo hacen. Tal vez de tanto andar, remar y pedalear, su cuerpo conserva las mejores curvas. Su rostro, de arrugas plácidas, no evita los gestos exagerados, las carcajadas, ni el llanto.
Está despierta antes que sus invitados y es la última en acostarse. En el primer piso hay un espacio vacío en forma de octágono donde se hacen tomas de yagé y reuniones familiares. Cerca, en su habitación de color lavanda, practica reiki. Atrás de la casa tiene una bicicleta llena de moho en la que va a bañarse al río Tacana o a hacer mercado en el pueblo, si es que no usa su moto. Valeria también les ayuda a los niños uitotos con las tareas de inglés, escribe sus memorias, toca el cuatro y teje artesanías que aprendió de los indígenas en su viaje por el río Putumayo.
El Gran Viaje, así, con mayúsculas, comenzó en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se sintió atraída por la vida sencilla y cercana a la naturaleza de los koguis. Entonces no paró de viajar por diferentes pueblos indígenas junto con Miguel, su pareja de entonces. Vivieron dos años en Sambelín de Yaricaya, Putumayo, hasta que se les ocurrió remar por el río Putumayo, en un bote que les había hecho la comunidad, para llegar al río Amazonas.
Ese camino les tomó cinco intensos meses. Se hospedaron con varias familias indígenas para conocer cómo vivían. Hubo remolinos que casi se los tragan vivos. A ella la picó un pito en un lugar sin doctores, pero sí con curanderos. Así aprendió sobre el uso medicinal de las yerbas. Tomó varias veces yagé. Escribió un diario que más tarde convirtió en libro. Hizo de las experiencias lo más importante en su vida. Llegaron a Leticia, en 1993. Tiempo después Miguel se fue a vivir casi como un ermitaño, a 22 kilómetros de la capital amazónica, preparando y tomando yagé como una forma de vida.
Ella se quedó en su casa rodeada de pequeños cultivos de limones, arazá, copoazú, açaí, bacava, marañón, pomarroso, borojó y carambolo. Con la compañía de Yuni, un perro, Machica, una gata, y seis familias que viven en la reserva natural con la que buscan reponer cerca de 25 hectáreas de bosque amazónico. Ahora también la acompaña su hija Clare, directora audiovisual y ganadora dos veces del Premio de Periodismo Simón Bolívar, para filmar un documental sobre la vida de Val. Un homenaje en vida, si se quiere. Un testamento, pedir perdón, una confesión, según ella.
A veces se reúne con los indígenas para organizar las mingas. O para bailar, contraerse, dilatarse, imaginarse el rostro de esa dama a la que llaman pachamama. Valeria tiene su propia teoría: “La selva te puede recibir o no. Ella juzga a la gente”.
Veía el mundo siempre igual. El sol estaba arriba, y el campo, abajo. El cielo se vestía de azul oscuro en el oeste. Los perros saltaban y jamás alcanzaban el techo. Entonces a la niña, a Valeria Meikle, se le ocurrió agacharse y asomarse entre sus piernas, verlo todo al revés. Una buena forma de viajar a los cinco años. Le gustaba su casa en el campo, cerca de Londres, pero la idea de estar en otra parte no la abandonó. Nunca.
Valeria, la joven, recorrió Inglaterra en bicicleta. Llegó hasta Francia, Alemania e Italia haciendo autoestop. A Colombia vino por amor. Y años después, Valeria, la mujer, alcanzó el Amazonas remando. Allá, en esa espesa selva que se mueve y baila algún canto indígena, allá donde el río y el verde no son iguales al día siguiente, ni necesitó ponerse de cabeza para estar en otro lado. Había llegado.
Su primera impresión de Colombia fue, más bien, un olor. El del jazmín en el aeropuerto de Barranquilla. Era una escala antes de llegar a Ortega, Tolima, el hogar de Alberto, su primer esposo, a quien conoció en Roma. Valeria se quedó y tuvo a Carolina y Liliana. La historia dio un giro trágico en 1985, cuando estalló el volcán Nevado del Ruiz y sepultó a Armero. Carolina estaba allá, en una semana de vacaciones con su esposo. Valeria siguió hablando a pesar de sus ojos diluidos, azules: “Así es el destino. No hay nada que decir, ni hacer. Uno se deja deprimir y morir o uno sigue la vida”.
La felicidad parecía perdida del todo. Entonces nació Clare con un gesto que la trajo de vuelta a la vida: el dedo índice que lo muestra todo, que obliga a poner la mirada en lo que sigue estando al lado. Con Jimmy, su pareja en aquel momento, también tuvo a Diego. Luego de cuatro hijos, una segunda separación, una vida en la ciudad con casa, carro, chofer, empleadas, tacones y peluquería, se dijo a sí misma: “Quiero ir a la selva y perderme”.
Valeria Meikle, de 77 años, vive en medio de la selva que soñó algún día. Su casa de madera y techo de hojas entrelazadas está en la reserva natural Cerca Viva, a 11 kilómetros de Leticia, entre las comunidades indígenas uitoto y ticuna. Mientras desayuna ve micos y tucanes. Por el corredor se pasea de vez en cuando una tarántula y hace unas semanas se encontró en el baño con la venenosa serpiente jergón. En la cocina hay un fogón de leña, hogar de seis murciélagos pequeños.
Val, como le dicen, usa vestidos de colores vivos. Su cabello, desordenado y rubio, le alcanza la cintura. Desde pequeña lo envuelve en sus dedos cuando está nerviosa. No se lo cortaría y hasta se entristece por las mujeres que lo hacen. Tal vez de tanto andar, remar y pedalear, su cuerpo conserva las mejores curvas. Su rostro, de arrugas plácidas, no evita los gestos exagerados, las carcajadas, ni el llanto.
Está despierta antes que sus invitados y es la última en acostarse. En el primer piso hay un espacio vacío en forma de octágono donde se hacen tomas de yagé y reuniones familiares. Cerca, en su habitación de color lavanda, practica reiki. Atrás de la casa tiene una bicicleta llena de moho en la que va a bañarse al río Tacana o a hacer mercado en el pueblo, si es que no usa su moto. Valeria también les ayuda a los niños uitotos con las tareas de inglés, escribe sus memorias, toca el cuatro y teje artesanías que aprendió de los indígenas en su viaje por el río Putumayo.
El Gran Viaje, así, con mayúsculas, comenzó en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se sintió atraída por la vida sencilla y cercana a la naturaleza de los koguis. Entonces no paró de viajar por diferentes pueblos indígenas junto con Miguel, su pareja de entonces. Vivieron dos años en Sambelín de Yaricaya, Putumayo, hasta que se les ocurrió remar por el río Putumayo, en un bote que les había hecho la comunidad, para llegar al río Amazonas.
Ese camino les tomó cinco intensos meses. Se hospedaron con varias familias indígenas para conocer cómo vivían. Hubo remolinos que casi se los tragan vivos. A ella la picó un pito en un lugar sin doctores, pero sí con curanderos. Así aprendió sobre el uso medicinal de las yerbas. Tomó varias veces yagé. Escribió un diario que más tarde convirtió en libro. Hizo de las experiencias lo más importante en su vida. Llegaron a Leticia, en 1993. Tiempo después Miguel se fue a vivir casi como un ermitaño, a 22 kilómetros de la capital amazónica, preparando y tomando yagé como una forma de vida.
Ella se quedó en su casa rodeada de pequeños cultivos de limones, arazá, copoazú, açaí, bacava, marañón, pomarroso, borojó y carambolo. Con la compañía de Yuni, un perro, Machica, una gata, y seis familias que viven en la reserva natural con la que buscan reponer cerca de 25 hectáreas de bosque amazónico. Ahora también la acompaña su hija Clare, directora audiovisual y ganadora dos veces del Premio de Periodismo Simón Bolívar, para filmar un documental sobre la vida de Val. Un homenaje en vida, si se quiere. Un testamento, pedir perdón, una confesión, según ella.
A veces se reúne con los indígenas para organizar las mingas. O para bailar, contraerse, dilatarse, imaginarse el rostro de esa dama a la que llaman pachamama. Valeria tiene su propia teoría: “La selva te puede recibir o no. Ella juzga a la gente”.