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Por: @oscarguesguan
Antes de venir al Carnaval de Negros y Blancos en Pasto escuché un podcast de Diana Uribe en el que dijo una frase que quedó en mi mente: “Suele tenerse el errado y prejuicioso estereotipo de que los Andes son culturas tristes y melancólicas y resulta que eso no es cierto”. Efectivamente es un prejuicio y esas vainas son para romperlas y en Pasto no es difícil hacerlo.
Fui a ver el desfile de los colectivos coreográficos, que son grupos de hasta 220 personas, quienes durante todo el año preparan bailes típicos, que son una oda a la alegría y una danza rebelde contra la violencia. Esta es una tradición cultural del sur de Colombia desde hace cinco siglos, si esto no es resistencia no sé qué lo sería.
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El sincretismo característico en los trajes, en los movimientos y en las búsquedas estéticas del baile me hacen pensar que no es cierto que la elegancia y el glamur se lo inventaron en Europa. En América Latina y, especialmente en Pasto, eso es un atavismo, una condición sine qua non para ser pastuso, para ser andino.
La historia de aquí está atravesada por la palabra rebeldía, lo que llama la atención en un país tan dado a mirar con desprecio y desconfianza a quien critica lo que no funciona o no está de acuerdo con lo establecido.
En Pasto se asumen rebeldes, es un motivo de orgullo, y tan es así que ya es el medio día y los colectivos le pusieron sombra a la hora que, según la astronomía, la ciencia y el sentido común, no la tiene. En el asfalto se ven figuras en movimiento.
Y como Simón Bolívar y los gobiernos de Colombia – siempre tan centralistas e indiferentes – el sol les cobró a los danzantes su desobediencia. Han bailado, gritado y caminado más de dos kilómetros con el astro rey en el cenit, el cuerpo es vencido, hay que descansar, pero para seguir.
Esos niños, jóvenes y adultos de carne y hueso se vuelven seres dignos de devoción, ellos, que cualquier otro día del año caminan por las empinadas calles de Pasto, hoy son figuras que inspiran respeto, ni siquiera la harina y la carioca carnavalera, de la que no se salva ni el Policía ni el alcalde, es descargada en ellos.
Después de recorrer casi toda la ciudad, en una peregrinación de más de cuatro horas y no sé cuantos kilómetros, todo llega a su final. Literalmente todo fue, es y será dejado en la arena. Esto, a ojos de quienes no lo practicamos, parecería una penitencia, pero, en realidad, es un orgullo y un encuentro en el origen para quienes con estos bailes hallaron la respuesta al sentido de la vida, pero nunca nos la darán.
Quinientos años no han sido suficientes para que nosotros entendamos el mensaje.
¡Que viva Pasto, carajo!