El lío del Bogotá Fashion Week
La segunda edición de la semana de la moda en Bogotá finalizó de manera abrupta. El resultado final refleja la realidad de una industria nacional que requiere mayor profesionalismo y compromiso.
Rocío Arias Hofman *
Es sabido que las buenas intenciones no bastan para llevar a puerto iniciativas, ya sean pequeñas o grandes. La del Bogotá Fashion Week puede ser catalogada en el segundo grupo. Esta ciudad que tuvo Bogotá Fashion en la década de los noventa, Círculo de la Moda a principios del siglo XXI y, desde 2015, la nueva iniciativa, llamada Bogotá Fashion Week, demanda una atención creciente para el sector de la moda.
Las cifras de consumo de vestuario que ofrecen las mediciones de la compañía Raddar son contundentes en su más reciente reporte del mes de abril de 2016: Bogotá representa el mayor punto de venta de moda en el país, con un 36,3 %, seguido de Medellín, con un 10,1 %, y Cali con un 5,1 %. “Es un crecimiento vegetativo, sin embargo, en alza y que obedece al crecimiento de la población en la ciudad. El aumento del precio de alimentos en este primer semestre hizo que la gente comprara menos ropa. Esperamos recuperación en la segunda mitad de año”, analiza Juan Diego Becerra, presidente de Raddar.
En este contexto de cifras, y teniendo en cuenta que el mayor número de diseñadores independientes y locales comerciales destinados a la moda se encuentran ubicados en Bogotá, es sensato declarar que la ciudad es un punto idóneo para contar con una semana de la moda, como sucede en las principales capitales del mundo. Medellín interpretó el poder de la industria de vestuario a la perfección y, desde finales de los años 80, Alicia Mejía lideró Inexmoda y sus grandes eventos de impacto continental: Colombiamoda y Colombiatex, que desde 2008 preside exitosamente Carlos Eduardo Botero.
Bogotá, tras ensayo, prueba y error, demostró esta semana que todavía está en período de entrenamiento. ¿Por qué la ciudad no puede tener un evento a la altura de sus necesidades? La pregunta pasa de boca en boca. Diseñadores, compradores, empresarios, expertos en producción de eventos, periodistas e industriales parecen no hallar la respuesta.
La segunda edición del Bogotá Fashion Week se llevó a cabo desde el 17 hasta el 20 de mayo de 2016 y dispuso pasarelas en el Museo Nacional, el Museo del Chicó y la terminal internacional del aeropuerto El Dorado, para mostrar el buen nivel de las marcas de moda nacionales. “Esta versión ha tenido un costo de $3.000 millones para la compañía Bogotá Fashion Week SAS, de la cual son socios la compañía Creare y tres socios, a título individual, de su junta directiva”, afirma Paula Peña, directora del evento. Sin embargo, un cúmulo de errores asociados con la producción, la planeación y el espíritu del evento estallaron el jueves 19 de mayo en el desfile de clausura.
El turno de pasarela era para el colectivo Gris, que reúne cuatro marcas reconocidas de diseño independiente en la ciudad: Julieta Suárez, A New Cross, Laura Laurens y Manuela Álvarez —MAZ—. “No firmamos ningún papel. Sucedieron cosas que no se habían pactado”, dijeron.
El infortunio se inició en la sala de maquillaje y peinado, donde cinco presentadoras de televisión de RCN que debían ejercer rol de modelos en la pasarela de Gris se resistieron a aceptar las indicaciones de estilismo que requerían los diseñadores. Nadie de la organización tomó una voz firme para aclarar el asunto y los ánimos se encresparon. Al inicio del desfile (programado para las 9:00 p.m. y que comenzó a las 10:45 p.m.), la directora del BFW resolvió decir unas palabras ante el público, mientras grababan las cámaras de televisión, que transmitían el desfile anunciando los patrocinadores y el talante de “moda democrática” del evento. Un aspecto no pactado con los diseñadores previamente. Acto extraño en una semana de la moda donde los desfiles deben sucederse uno tras otro, en silencioso respeto por las marcas que se presentan. Las modelos no contaban con lugares adecuados donde sentarse, ni agua siquiera para consumir.
“Pecamos por no retirarnos a tiempo, cuando vimos que la producción era caótica. Nunca supimos quién hacía qué en la organización. Sentí que la falta de coordinación reflejaba falta de respeto por nuestro trabajo de diseñadores”, relata entre lágrimas la empresaria Laura Laurens de Gris, que factura al año $700 millones por la venta de su reconocida línea de vestuario.
El video que dio comienzo al desfile mostró el páramo de Chingaza, su niebla y humedad. Un anticipo —visto en retrospectiva— de la tormenta que se avecinaba y que nadie calculó a tiempo. La pasarela debía estar cubierta por una tela negra —decisión del colectivo Gris para mostrar su trabajo—. Sin embargo, alguien no identificado jalonó la tela en pleno desfile y casi hace caer a la primera modelo. Se detuvo la pasarela. Nadie del BFW dio indicaciones públicas precisas de qué se debía hacer para superar el incidente. Se reinició la secuencia, ya con la tela puesta en su lugar, pero cuando apenas el modelo número diez (de las 30 salidas previstas) caminaba por el lugar ante un público cada vez más inquieto, la música desapareció. “Tenemos tres plantas. Y nos falló la de sonido”, me explicó horas más tarde, abatida, Peña, aunque nunca se dio esa explicación al público. La dificultad técnica (imprevisible, de acuerdo), sin embargo, no estuvo acompañada de ninguna intervención oficial y los modelos recibieron la indicación por parte de Gris de desfilar en medio del silencio. Una secuencia magnífica del talento vanguardista de sus creadores, que ya exportan sus piezas a más de veinte ciudades del mundo.
Los asistentes reconocieron la calidad de la propuesta y aplaudieron, pero la situación se volvió inmanejable y finalmente los modelos desaparecieron por el agujero negro del backstage. Allá fue Troya. Desconsuelo y desconcierto para diseñadores y personal de apoyo. Nadie del BFW aclarando lo sucedido. El público, afuera, no sabía qué hacer. Invadían la pasarela. Aguardaban no se sabía qué. “Vine de Cali a ver este desfile y pagué mi boleta de $120.000. Qué lástima”, lamentaba Marisol Valdés (19 años, estudiante de diseño de moda). El coctel resultó cancelado también. “No vendimos casi boletas. Entregamos casi todas en donación, por cortesía”, reconoce Paula Peña. Desde el desfile inaugural el martes 17, con la diseñadora Amelia Toro en el Museo Nacional, fue evidente esta situación. Más asistentes que sillas disponibles y un equipo de relaciones públicas infortunadamente desbordado por el “sobrecupo”.
“Sigo apoyando las ferias de moda colombiana. Creo en estos espacios, pero hay que hacer un balance y saber lo que se debe mejorar. Estaría dispuesto a participar otra vez, siempre y cuando nos veamos respaldados por documentos legales que precisen claramente lo pactado con los organizadores. ‘Papelitos hablan’, decía mi padre. Debí hacerle caso”, recuerda el experimentado Diego Guarnizo. El diseñador presentó con María Luisa Ortiz su exitosa colección Soy, en la que invirtieron casi $100 millones de recursos propios.
Por su parte, una diseñadora joven que apenas lleva tres años en el mercado e invirtió $15 millones, Isabel Caviedes, apunta: “A mí me incluyeron los niños desfilando antes que mi pasarela, y eso no estaba pactado. Fue divino pero raro, porque esa presentación de la marca Señorita Lemoniez estaba programada para presentarse en el aeropuerto. Mi desfile estaba programado a las 5.00 p.m. y se inició una hora más tarde. En lo demás me fue bien”.
Le consulté al diseñador Jorge Duque, ajeno a esta trifulca, su percepción sobre lo ocurrido, y esto contestó: “Han sido días extraños para todos. Bogotá en fashion week y la ciudad colapsada y consternada por cuenta de las protestas de comerciantes de moda que están siendo devorados por el mercado chino”.
Efectivamente, quedan muchos temas por resolver. Pero hay que empezar por hablar sobre esto claramente.
* Periodista y politóloga. Creadora y editora de la revista digital especializada en moda www.sentadaensusillaverde.com.
Es sabido que las buenas intenciones no bastan para llevar a puerto iniciativas, ya sean pequeñas o grandes. La del Bogotá Fashion Week puede ser catalogada en el segundo grupo. Esta ciudad que tuvo Bogotá Fashion en la década de los noventa, Círculo de la Moda a principios del siglo XXI y, desde 2015, la nueva iniciativa, llamada Bogotá Fashion Week, demanda una atención creciente para el sector de la moda.
Las cifras de consumo de vestuario que ofrecen las mediciones de la compañía Raddar son contundentes en su más reciente reporte del mes de abril de 2016: Bogotá representa el mayor punto de venta de moda en el país, con un 36,3 %, seguido de Medellín, con un 10,1 %, y Cali con un 5,1 %. “Es un crecimiento vegetativo, sin embargo, en alza y que obedece al crecimiento de la población en la ciudad. El aumento del precio de alimentos en este primer semestre hizo que la gente comprara menos ropa. Esperamos recuperación en la segunda mitad de año”, analiza Juan Diego Becerra, presidente de Raddar.
En este contexto de cifras, y teniendo en cuenta que el mayor número de diseñadores independientes y locales comerciales destinados a la moda se encuentran ubicados en Bogotá, es sensato declarar que la ciudad es un punto idóneo para contar con una semana de la moda, como sucede en las principales capitales del mundo. Medellín interpretó el poder de la industria de vestuario a la perfección y, desde finales de los años 80, Alicia Mejía lideró Inexmoda y sus grandes eventos de impacto continental: Colombiamoda y Colombiatex, que desde 2008 preside exitosamente Carlos Eduardo Botero.
Bogotá, tras ensayo, prueba y error, demostró esta semana que todavía está en período de entrenamiento. ¿Por qué la ciudad no puede tener un evento a la altura de sus necesidades? La pregunta pasa de boca en boca. Diseñadores, compradores, empresarios, expertos en producción de eventos, periodistas e industriales parecen no hallar la respuesta.
La segunda edición del Bogotá Fashion Week se llevó a cabo desde el 17 hasta el 20 de mayo de 2016 y dispuso pasarelas en el Museo Nacional, el Museo del Chicó y la terminal internacional del aeropuerto El Dorado, para mostrar el buen nivel de las marcas de moda nacionales. “Esta versión ha tenido un costo de $3.000 millones para la compañía Bogotá Fashion Week SAS, de la cual son socios la compañía Creare y tres socios, a título individual, de su junta directiva”, afirma Paula Peña, directora del evento. Sin embargo, un cúmulo de errores asociados con la producción, la planeación y el espíritu del evento estallaron el jueves 19 de mayo en el desfile de clausura.
El turno de pasarela era para el colectivo Gris, que reúne cuatro marcas reconocidas de diseño independiente en la ciudad: Julieta Suárez, A New Cross, Laura Laurens y Manuela Álvarez —MAZ—. “No firmamos ningún papel. Sucedieron cosas que no se habían pactado”, dijeron.
El infortunio se inició en la sala de maquillaje y peinado, donde cinco presentadoras de televisión de RCN que debían ejercer rol de modelos en la pasarela de Gris se resistieron a aceptar las indicaciones de estilismo que requerían los diseñadores. Nadie de la organización tomó una voz firme para aclarar el asunto y los ánimos se encresparon. Al inicio del desfile (programado para las 9:00 p.m. y que comenzó a las 10:45 p.m.), la directora del BFW resolvió decir unas palabras ante el público, mientras grababan las cámaras de televisión, que transmitían el desfile anunciando los patrocinadores y el talante de “moda democrática” del evento. Un aspecto no pactado con los diseñadores previamente. Acto extraño en una semana de la moda donde los desfiles deben sucederse uno tras otro, en silencioso respeto por las marcas que se presentan. Las modelos no contaban con lugares adecuados donde sentarse, ni agua siquiera para consumir.
“Pecamos por no retirarnos a tiempo, cuando vimos que la producción era caótica. Nunca supimos quién hacía qué en la organización. Sentí que la falta de coordinación reflejaba falta de respeto por nuestro trabajo de diseñadores”, relata entre lágrimas la empresaria Laura Laurens de Gris, que factura al año $700 millones por la venta de su reconocida línea de vestuario.
El video que dio comienzo al desfile mostró el páramo de Chingaza, su niebla y humedad. Un anticipo —visto en retrospectiva— de la tormenta que se avecinaba y que nadie calculó a tiempo. La pasarela debía estar cubierta por una tela negra —decisión del colectivo Gris para mostrar su trabajo—. Sin embargo, alguien no identificado jalonó la tela en pleno desfile y casi hace caer a la primera modelo. Se detuvo la pasarela. Nadie del BFW dio indicaciones públicas precisas de qué se debía hacer para superar el incidente. Se reinició la secuencia, ya con la tela puesta en su lugar, pero cuando apenas el modelo número diez (de las 30 salidas previstas) caminaba por el lugar ante un público cada vez más inquieto, la música desapareció. “Tenemos tres plantas. Y nos falló la de sonido”, me explicó horas más tarde, abatida, Peña, aunque nunca se dio esa explicación al público. La dificultad técnica (imprevisible, de acuerdo), sin embargo, no estuvo acompañada de ninguna intervención oficial y los modelos recibieron la indicación por parte de Gris de desfilar en medio del silencio. Una secuencia magnífica del talento vanguardista de sus creadores, que ya exportan sus piezas a más de veinte ciudades del mundo.
Los asistentes reconocieron la calidad de la propuesta y aplaudieron, pero la situación se volvió inmanejable y finalmente los modelos desaparecieron por el agujero negro del backstage. Allá fue Troya. Desconsuelo y desconcierto para diseñadores y personal de apoyo. Nadie del BFW aclarando lo sucedido. El público, afuera, no sabía qué hacer. Invadían la pasarela. Aguardaban no se sabía qué. “Vine de Cali a ver este desfile y pagué mi boleta de $120.000. Qué lástima”, lamentaba Marisol Valdés (19 años, estudiante de diseño de moda). El coctel resultó cancelado también. “No vendimos casi boletas. Entregamos casi todas en donación, por cortesía”, reconoce Paula Peña. Desde el desfile inaugural el martes 17, con la diseñadora Amelia Toro en el Museo Nacional, fue evidente esta situación. Más asistentes que sillas disponibles y un equipo de relaciones públicas infortunadamente desbordado por el “sobrecupo”.
“Sigo apoyando las ferias de moda colombiana. Creo en estos espacios, pero hay que hacer un balance y saber lo que se debe mejorar. Estaría dispuesto a participar otra vez, siempre y cuando nos veamos respaldados por documentos legales que precisen claramente lo pactado con los organizadores. ‘Papelitos hablan’, decía mi padre. Debí hacerle caso”, recuerda el experimentado Diego Guarnizo. El diseñador presentó con María Luisa Ortiz su exitosa colección Soy, en la que invirtieron casi $100 millones de recursos propios.
Por su parte, una diseñadora joven que apenas lleva tres años en el mercado e invirtió $15 millones, Isabel Caviedes, apunta: “A mí me incluyeron los niños desfilando antes que mi pasarela, y eso no estaba pactado. Fue divino pero raro, porque esa presentación de la marca Señorita Lemoniez estaba programada para presentarse en el aeropuerto. Mi desfile estaba programado a las 5.00 p.m. y se inició una hora más tarde. En lo demás me fue bien”.
Le consulté al diseñador Jorge Duque, ajeno a esta trifulca, su percepción sobre lo ocurrido, y esto contestó: “Han sido días extraños para todos. Bogotá en fashion week y la ciudad colapsada y consternada por cuenta de las protestas de comerciantes de moda que están siendo devorados por el mercado chino”.
Efectivamente, quedan muchos temas por resolver. Pero hay que empezar por hablar sobre esto claramente.
* Periodista y politóloga. Creadora y editora de la revista digital especializada en moda www.sentadaensusillaverde.com.