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Juanita lee, escribe, pinta, indaga, cuestiona, propone. Va al pasado, vuelve al presente, intuye el futuro. Lo hace a través de las letras leídas y de las que ha escrito. Desde sus muy pocos años soñó con que quería despertar en los demás la fascinación que le despertó la lectura. Y a fuer de no dejarse agobiar por una prematura incertidumbre, empieza a lograrlo con su ópera prima: La promesa de la semilla, una lírica que va desglosando en prosa.
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Recién cumplió los veinte años, pero desde los dieciséis hizo trazos de un poema que se transfigura en novela con el hojear de las páginas y el hojear de las hojas de ese árbol genealógico que se inventó para construir la historia de una saga, la historia de una familia en la que otras pueden encontrarse; bien en espejos que reflejan, en retratos que recuerdan, en voces interiores que susurran.
Voces que fue recogiendo desde el mismo momento de su abstracción en la biblioteca de su padre, en los relatos del abuelo y en los que llegaban impresos a sus manos: La verdad sobre la vieja Carola y otras del género infantil y juvenil que la pusieron en el camino sin retorno de las letras. A Juanita se le enredaban en las manos los libros, los que eran tarea leer en el Gimnasio Vermont, y los que escogía por voluntad y curiosidad de los escaparates de la colección paterna, aunque en ese momento ―lo confiesa― su mente no le diera para entender Crimen y castigo o Ana Karenina. Tendría escasos doce años.
Luego vino esa inquietud por empezar a juntar las palabras y hacer narraciones que cautivaran a los demás. Por momentos se detuvo, creyó no estar lista, dejó algunas páginas y siguió leyendo. Le llamaban la atención las novelas de familias, de generaciones. Escudriñó en su estirpe. Se sentaba con sus abuelos. ¿Cómo se habían conocido? ¿Cómo fueron sus romances? ¿Qué fue eso ―algo que aún padecemos― de la violencia política?
Cuando Juanita Balcázar Sánchez supo de la convocatoria del Premio de Novela Jóvenes Talento sintió un llamado a retomar esas primeras líneas, a extenderlas e ir descubriendo con ellas el leitmotiv, la razón que la llevaría a encontrarle un sentido. Hablar con sus mayores, recordar su historia e involucrar esos relatos con sus ficciones y darle cuerpo a una obra literaria escrita, sí, con madurez. Juanita urdió en la obra la reverencia con la que buscó porqués, su formación de lectora y su talento con la pluma.
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«Quería que fuera una historia de familia, pero es difícil no sacar inspiración de la propia familia». Empezó entonces a hablar más con los mayores, a ser más persistente e insistente con las preguntas. A viajar a los primeros años del siglo veinte ya no solo con la curiosidad de una adolescente, sino con la avidez de una autora. Recrear una hacienda, una de las casas primeras que se erigieron en algún pueblo del Tolima y situar allí la génesis de una prole y echarla a vivir y a que desatara pasiones y tormentos.
Andar por los veinte, los treinta, los cuarenta. Recrear la vida de una casta que se desprende de parejas muy fecundas que van aportando los protagonistas y sus complejidades a cada época. María, un personaje fascinante, bello, silvestre y sabio; que inspira recursos narrativos, imágenes que conectan al lector. Pasajes que plasman amor, erotismo, dolor, soledad. Todo, paralelo al acontecer social: la violencia, el crimen del caudillo Jorge Eliécer Gaitán vivido desde el campo turbio manchado por dos colores políticos. El desplazamiento forzado. La realidad del país desde hace dos siglos.
Entonces, los personajes viven mientras que transcurre el acontecer del entorno. Como creadora literaria, Juanita atesta la realidad histórica de los tiempos de su novela y en varios pasajes la involucra con los dramas y las glorias de los protagonistas. Alcanza una ficción con visos de realismo ante la que puede enfrentarse alguien, algún lector, que no haga la disrupción y crea que los personajes son de la vida real.
«¿Yo estoy en esa novela? ¿Me nombras?», le han preguntado. Juanita afirma que así la historia fuera totalmente fantástica «igual da miedo porque hay algo de uno. Es como abrir una puerta para que los demás lean dentro de uno». Esa es una de la primeras percepciones ―o prevenciones― que puede tener quien abra La promesa de la semilla, que sea una novela autobiográfica. Y no. Los relatos llevarán a hacer caer en la cuenta de que no, de que la narración es sorpresiva, que no es previsible. ¿En qué año termina la historia? «En 2040, o tal vez en 2050», dice Juanita.
Vamos en que el nudo de esta historia, poderosa en su narración, puede discurrir a lo largo de ciento veinte años. Desde ese momento que es como la fundación del mundo, desde lo bucólico y lo poético que encarnan personajes como María, hasta el paso obligado de otras generaciones al pueblo y a la gran ciudad, y nuevamente una suerte de retorno al origen. En ese trasegar Juanita consigue descripciones completas de seres y lugares, y recursos narrativos que rezuman su capacidad de observación, la indagación previa con las fuentes y su tránsito por la obra de consagrados escritores. Hoy ya ha releído a Dostoyevski, a Tolstoi, a García Márquez, a Olga Tocarczuk. Y tiene claro, también por su vocación de pintora, que hay que dejar que las obras y las cosas sean imperfectas, que hay que dejarlas descansar.
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La madurez de la novela se manifiesta en la precisión de las palabras, en la oportunidad de los recursos retóricos y en los sin misterios y la habilidad ―la sutileza y la altura―con que la novel escritora aborda la violencia bipartidista, el aborto, el suicidio, las relaciones amorosas. No hay prejuicios respecto a temas que siguen siendo controversiales. «No quería poner una posición política, o sentar una declaración de acuerdo o de desacuerdo, o decir qué es moral o qué inmoral».
En la obra de Juanita Balcázar también hay coloquialismos. «Me gusta que los personajes hablen como personas. Me choca que hablen como escritor». Su creación es ese mundo donde viven hombres y mujeres por igual, pero donde posiblemente son las mujeres quienes soportan más la fuerza de la historia. Clara, Francisca, Ester, Antonia. María, la fantástica mujer que recuerda que los olores son catalizadores de la memoria; y Carlota, la última y solitaria de la generación, el personaje que le permitió libertades a su creadora y cuya negritud de sus misteriosos ojos lleva a ver los escenarios, el pueblo, las paredes, el olor de yerbas y brebajes, su propia alma vieja. Ojos negros que suele pintar y en los que ahora Juanita reivindica su misma mirada.