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La luz propia que comparte Michelle Obama

Fragmento de la nueva obra autobiográfica de la exprimera dama de los Estados Unidos, “Con luz propia”, en librerías colombianas balo el sello Plaza & Janés.

Michelle Obama * / Especial para El Espectador
12 de diciembre de 2022 - 02:36 p. m.
Michelle Obama es felicitada por su esposo, Barack Obama, durante la presentación de los retratos oficiales de los dos que quedaron colgados en la Casa Blanca, luego de una emotiva ceremonia en septiembre pasado, durante la visita que hicieron al edificio desde que se fueron en 2017.
Michelle Obama es felicitada por su esposo, Barack Obama, durante la presentación de los retratos oficiales de los dos que quedaron colgados en la Casa Blanca, luego de una emotiva ceremonia en septiembre pasado, durante la visita que hicieron al edificio desde que se fueron en 2017.
Foto: AFP - MANDEL NGAN
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He empezado a trabajar en este nuevo libro precisamente en esa tesitura: sintiéndome a la vez prudente y valiente. Cuando publiqué Mi historia en 2018, me sorprendió —más bien me dejó pasmada— la respuesta que tuvo. Lo había volcado todo en él, no solo para procesar mi etapa como primera dama de Estados Unidos, sino mi vida en general. No solo conté las partes alegres y glamurosas, también las experiencias más duras que había vivido: la muerte de mi padre cuando yo tenía veintisiete años, la pérdida de mi mejor amiga de la universidad o los problemas que tuvimos Barack y yo para ser padres. (Aquí puede leer un capítulo del otro libro de Michell Obama: “Mi historia”).

Rememoré ciertas experiencias debilitadoras que había vivido cuando era una joven de color. Hablé con franqueza del dolor que sentí al abandonar la Casa Blanca —un hogar que amábamos— y el legado del duro trabajo de mi marido como presidente en manos de un sucesor temerario e insensible. Dar voz a todo eso parecía un tanto arriesgado, pero también fue un alivio. Durante esos ocho años como primera dama fui prudente y sumamente consciente de que las miradas de toda la nación estaban puestas en Barack, en mí y en nuestras dos hijas, y de que, como personas negras en una casa históricamente blanca, no podíamos permitirnos un solo desliz.

Tenía que asegurarme de que estaba utilizando mi plataforma para introducir cambios que marcaran una diferencia significativa, de que los asuntos en los que trabajaba estaban bien ejecutados y a la vez complementaban la agenda del presidente. Tenía que proteger a nuestras hijas y procurar que vivieran con cierto grado de normalidad, y también ayudar a Barack a cargar con lo que a veces parecía el peso del mundo entero.

Tomaba cada decisión con extremo cuidado, considerando cada riesgo, evaluando cada obstáculo y haciendo todo lo posible por optimizar las oportunidades de crecimiento de mi familia como personas y no meramente como símbolos de lo que otros amaban u odiaban de nuestro país. La tensión era real y acuciante, pero no me era ajena. Una vez más, estaba contando cada paso.

Escribir Mi historia fue como soltar todo el aire atrapado en mis pulmones. Supuso el comienzo de mi siguiente etapa vital, aunque no tenía ni idea de cómo iba a ser. Además, fue el primer proyecto que era solo mío y no estaba ligado a Barack, su administración, la vida de nuestras hijas o mi carrera anterior. Me encantaba esa independencia, pero también creía que me jugaba mucho y me sentía más vulnerable que nunca.

Una noche, justo antes del lanzamiento del libro y ya fuera de la Casa Blanca, estaba tumbada en la cama de nuestro hogar de Washington imaginando esa versión tan honesta de mi historia en las estanterías de librerías y bibliotecas, traducida a docenas de idiomas y escrutada por críticos de todo el mundo. A la mañana siguiente debía viajar a Chicago para iniciar una gira internacional que me llevaría a treinta y una ciudades durante aproximadamente un año, y presentaría el libro en estadios ante audiencias de hasta veinte mil personas. Miré fijamente al techo, notando cómo se elevaba la ansiedad en mi pecho como una marea y cómo se arremolinaban las dudas en mi cabeza: «¿Habré contado demasiado? ¿Podré sacar esto adelante? ¿Lo echaré a perder? ¿Y entonces qué?».

Detrás de todo eso había algo más profundo, primario, inamovible y absolutamente aterrador, la pregunta fundamental sobre la cual descansaban todas las demás dudas, cuatro palabras que asolan incluso a las personas más dotadas y poderosas que conozco, cuatro palabras que me han seguido desde que era una niña en el South Side de Chicago: «¿Soy lo bastante buena?». En ese momento, mi única respuesta era: «No lo sé».

Fue Barack quien me tranquilizó. Sin poder dormir y todavía inquieta, cuando subí a la planta de arriba lo encontré trabajando a la luz de una lámpara en su estudio. Me escuchó pacientemente mientras yo descargaba hasta la última duda que tenía en la cabeza, detallando todas las cosas que podían salir mal. Igual que yo, Barack aún estaba procesando el viaje que llevó a nuestra familia hasta la Casa Blanca.

Igual que yo, él también tenía sus propias dudas y preocupaciones, la sensación —por ocasional e irracional que fuera— de que tal vez no era lo bastante bueno. Él me entendía mejor que nadie. Después de contarle todos mis temores, me aseguró que el libro era espléndido y que yo también lo era. Me ayudó a recordar que la ansiedad era un elemento natural cuando uno hace algo nuevo e importante. Después me abrazó y apoyó ligeramente su frente en la mía. Era lo único que necesitaba. A la mañana siguiente me levanté y llevé Mi historia de gira.

Y aquello fue el punto de partida de la que se convertiría en una de las épocas más felices y alentadoras de mi vida. El libro cosechó reseñas excelentes y, para mi sorpresa, batió récords de ventas en todo el mundo. Durante la gira promocional reservé tiempo para visitar a pequeños grupos de lectores, con los que me reunía en centros comunitarios, bibliotecas e iglesias. Escuchar los puntos de conexión que había entre sus historias y la mía fue uno de los aspectos más gratificantes de aquella experiencia. Por las noches acudía más gente a los estadios, decenas de miles cada vez.

La energía en los recintos era eléctrica: música a todo volumen y asistentes bailando en los pasillos, haciéndose selfis y abrazándose mientras esperaban a que subiera al escenario. Allí, sentada con un moderador para mantener una conversación de noventa minutos, siempre contaba toda mi verdad. No me callaba nada. Estaba a gusto con la historia que estaba contando, me sentía aceptada por las experiencias que me hacían ser quien soy y esperaba que eso pudiera ayudar a otros a sentirse también más aceptados.

Fue divertido y alegre, pero no solo eso. Cuando miraba al público, veía algo que confirmaba una certeza sobre mi país y sobre el mundo en general: veía a una multitud variopinta, llena de diferencias y, por lo tanto, mejor. Eran espacios en los que se reconocía y se celebraba la diversidad como una virtud. Distintas edades, razas, géneros, etnias, identidades y atuendos, gente riendo, aplaudiendo, llorando y compartiendo.

Creo sinceramente que muchas de esas personas estaban allí por motivos que iban más allá de mí o de mi libro. Mi sensación es que, al menos en parte, habían acudido para sentirse menos solas en el mundo, para encontrar un sentido de pertenencia olvidado. Su presencia —la energía, la calidez y la diversidad de esos espacios— ayudaba a contar cierta historia. Pienso que estaban allí porque era agradable —magnífico, en realidad— mezclar nuestras diferencias estando unidos.

Dudo que en aquel momento alguien pudiera intuir la magnitud de lo que se avecinaba. ¿Quién podía imaginar que precisamente esa unidad que estábamos disfrutando en aquellos actos estaba al borde de una extinción repentina? Nadie se esperaba que una pandemia global nos obligaría a renunciar súbitamente a cosas como los abrazos espontáneos, las sonrisas sin mascarilla y las interacciones relajadas con desconocidos y, lo que es aún peor, que desencadenaría un largo periodo de dolor, pérdida e incertidumbre que afectaría a todos los rincones del mundo. Y de haberlo sabido, ¿habríamos hecho algo de otra manera? No tengo ni idea. Lo que sí sé es que estos tiempos nos han generado inseguridad e inquietud. Han provocado que muchos nos sintamos más cautelosos, vigilantes y menos conectados. Mucha gente está sintiendo por primera vez algo que millones y millones de personas han tenido que sentir toda su vida: qué es estar desconcertado, sin tener el control y profundamente ansioso a causa de un futuro incierto.

En los últimos dos o tres años hemos sufrido periodos de aislamiento sin precedentes, lo que genera una tristeza inimaginable y una sensación de incertidumbre con la que es muy difícil vivir. Si bien la pandemia ha reprogramado de manera estremecedora los ritmos de la vida diaria, también ha dejado intactas algunas formas de enfermedad más antiguas y arraigadas. Hemos visto que personas negras siguen siendo asesinadas por la policía al salir de una tienda de alimentación, al dirigirse al barbero o durante controles rutinarios de tráfico. Hemos visto crímenes de odio infames contra asiático-estadounidenses y miembros de la comunidad LGTBI+.

Hemos visto que la intolerancia y el fanatismo se volvían más aceptables y no a la inversa, y a autócratas sedientos de poder acrecentando su dominio sobre naciones de todo el mundo. En Estados Unidos vimos a un presidente mostrándose impasible mientras la policía lanzaba gas lacrimógeno contra miles de personas que se habían reunido pacíficamente delante de la Casa Blanca solo para pedir menos odio y más justicia.

Y cuando los estadounidenses acudieron en tropel a votar lícita y decisivamente para echar a ese presidente del cargo, vimos a una muchedumbre de alborotadores irrumpiendo con violencia en los pasillos más sagrados de nuestro gobierno, creyendo que estaban haciendo grande a nuestro país cuando abrían puertas a patadas y orinaban en la alfombra de Nancy Pelosi. ¿Me he enfadado? Sí, lo he hecho. ¿En algunos momentos me he sentido abatida? Sí, eso también. ¿Me altero cada vez que veo ira e intolerancia disfrazada de eslogan populista sobre la grandeza del país? Desde luego.

Pero ¿soy la única? Por suerte, no. Casi a diario escucho a personas, cercanas y no tan cercanas, que tratan de superar esos obstáculos, que están midiendo su energía, aferrándose a sus seres queridos y haciendo todo lo posible por ser valientes en este mundo. A menudo hablo con gente que se siente diferente, infravalorada o invisible, agotada de tanto esfuerzo por superar obstáculos, convencida de que su luz se ha apagado. He conocido a jóvenes de todo el mundo que intentan encontrar su voz y crear un espacio para su yo más auténtico dentro de sus relaciones y sus lugares de trabajo.

Están llenos de dudas: ¿Cómo puedo crear vínculos importantes? ¿Cuándo y cómo debo alzar la voz para abordar un problema? ¿Qué significa «elevarse» cuando estás en una posición tan baja? Mucha gente que habla conmigo hace lo posible por encontrar su poder dentro de instituciones, tradiciones y estructuras que no fueron construidas para ellos, tratando de descubrir minas terrestres y fronteras en un mapa, muchas mal definidas y difíciles de distinguir. Los castigos por no lograr superar esos obstáculos pueden ser devastadores. Y todo ello resulta tremendamente confuso y peligroso. A menudo me piden respuestas y soluciones. Desde que se publicó mi último libro he oído muchas historias y respondido a muchas preguntas de personas muy diversas sobre cómo y por qué nos enfrentamos a la injusticia y la incertidumbre.

Me han preguntado si por casualidad llevaba en el bolsillo una fórmula para afrontar esas cosas, algo que ayudara a superar la confusión y a salvar las dificultades. Créeme, entiendo lo útil que sería. Me encantaría ofrecer una serie de pasos claros para ayudarte a superar cada incertidumbre y acelerar el ascenso a las cimas que esperas alcanzar. Ojalá fuera así de sencillo. Si tuviera la fórmula, la compartiría al instante. Pero ten en cuenta que a veces yo también me acuesto por las noches preguntándome si soy lo suficientemente buena.

Debes saber que, como todo el mundo, me veo en la necesidad de superarme. ¿Y qué hay de esas cumbres a las que tantos aspiramos? En este momento he alcanzado bastantes y, por si sirve de algo, puedo decirte que la duda, la incertidumbre y la injusticia también habitan en esos lugares. De hecho, florecen allí. La cuestión es que no existe una fórmula. No hay un mago detrás de la cortina. No creo que haya soluciones fáciles o respuestas concisas para los grandes problemas de la vida. Por naturaleza, la experiencia humana la desafía. Nuestros corazones son demasiado complicados y nuestras historias, demasiado confusas.

Lo que sí puedo ofrecer es el contenido de mi caja de herramientas personal. Con este libro pretendo enseñarte lo que guardo en ella y por qué, lo que utilizo profesional y personalmente para mantener el equilibrio y la confianza, lo que me ayuda a seguir adelante incluso en momentos de gran ansiedad y estrés. Algunas de mis herramientas son hábitos y prácticas, otras son objetos físicos y el resto son actitudes y creencias nacidas de mi historia y mis experiencias, de mi proceso continuado de transformación.

No busco que esto sea una guía práctica. Al contrario, lo que encontrarás en estas páginas es una serie de reflexiones sinceras sobre lo que me ha enseñado la vida hasta ahora, las palancas que activo para salir adelante. Te presentaré a algunas de las personas que me mantienen en pie y compartiré ciertas lecciones que he aprendido de mujeres increíbles para hacer frente a la injusticia y la incertidumbre. Te contaré las cosas que en ocasiones aún me hacen caer y en qué me apoyo para volver a levantarme.

También te hablaré de ciertas actitudes de las que me he desprendido con el tiempo, ya que he comprendido que las herramientas son distintas y mucho más útiles que las defensas. No hace falta decir que no todas las herramientas sirven en todas las situaciones o de manera uniforme para todas las personas. Lo que es contundente y eficaz para ti quizá no lo sea en manos de tu jefe, tu madre o tu pareja. Una espátula no te ayudará a cambiar una rueda pinchada y una llave de tuerca no te ayudará a freír un huevo —pero no dudes en demostrar que me equivoco—.

Las herramientas evolucionan con el tiempo según nuestras circunstancias y nuestro crecimiento. Lo que funciona en una etapa de la vida puede no funcionar en otra. Pero creo que es valioso aprender a identificar los hábitos que nos permiten estar centrados y con los pies en la tierra en contraposición a aquellos que nos causan ansiedad o alimentan nuestras inseguridades. Espero que aquí encuentres cosas de las que sacar provecho.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Plaza & Janés.

Por Michelle Obama * / Especial para El Espectador

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